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“Déjala correr”: una exposición para escuchar el río en Bogotá

El agua no fluye sola: arrastra memoria, duelo y resistencia. En “Déjala correr” el arte se vuelve cauce de historia, herida y restitución. La exposición estará abierta hasta el 7 de julio en el parqueadero del Museo de Arte Miguel Urrutia.

María Elvira Ardila

04 de julio de 2025 - 05:06 p. m.
En 2019, el Banco de la República lanzó “El río: territorios posibles”, un proyecto que propició diálogos sobre el significado de los ríos y en donde nacieron las obras expuestas.
Foto: Banco de la Repú
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Déjala correr. Ríos, nacimientos, caños, ciénagas y mares en la Colección de Arte del Banco de la República reúnen las miradas potentes y rigurosas de doce artistas contemporáneos sobre el agua, en una exposición compuesta por 12 videos y una pieza escultórica. Más que una muestra temática, se trata de un tejido de narrativas visuales donde el agua en sus múltiples formas y estados se vuelve espejo, herida, memoria, testigo y tránsito.

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La curaduría de Luis Fernando Ramírez propone un recorrido por relaciones profundas entre territorio, cuerpo, paisaje, sonido, ritos y duelo. Cada obra abre una fisura en la superficie para dejar aflorar capas de violencia, desplazamiento, deseo y resistencia. Aquí el agua no fluye sola: arrastra con ella los ecos del conflicto armado, las huellas del colonialismo, los residuos del extractivismo, los desplazamientos forzados y los silencios impuestos por la historia oficial.

La exposición estará abierta hasta el 7 de julio en el parqueadero del Museo de Arte Miguel Urrutia.
Foto: Banco de la República

Estas obras también invocan la voz de los pueblos indígenas, sus lenguas, sus rituales, sus vínculos espirituales con la tierra y el agua. La cuenca visual que conforma esta exposición está habitada por cuerpos que resisten, que recuerdan, que limpian, que se hunden o reaparecen. El cuerpo es canal: entre el duelo y la restitución, entre la herida y el gesto, entre lo íntimo y lo territorial.

En Déjala correr el agua es archivo y frontera, umbral y espejo. Nos obliga a desacelerar la mirada, a escuchar lo que arrastra el cauce. Se impone una ética de la lentitud. No hay premura posible: cada pieza exige pausa, respiración, escucha. Desde los nacimientos sagrados de los ríos hasta las aguas cargadas de historia del Caribe, desde la ciénaga herida hasta los restos de un avión hundido, el agua que corre no olvida.

En Río, de Alberto Baraya, la imagen muestra a un hombre que, desde una embarcación militar, dispara al agua. El gesto es brutal, desconcertante, casi absurdo. Pero su potencia simbólica es fulminante: disparar al río es disparar contra la vida misma, contra el cuerpo simbólico de la madre. Esa escena, registrada en una expedición en un buque de la Armada Nacional, produce una sacudida interior. El río, herido por las balas, se vuelve testigo mudo de la violencia histórica, un cuerpo vivo que no puede defenderse, pero tampoco calla.

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La exposición estará abierta hasta el 7 de julio en el parqueadero del Museo de Arte Miguel Urrutia.
Foto: Banco de la República

En Anónimo 3, María Evelia Marmolejo realiza una acción ritual a orillas del río Cauca, en un paisaje marcado por la contaminación. La artista traza una espiral de cal en la tierra, se lava con el agua sucia del río y se ofrece desnuda, herida, como canal de expiación. Su cuerpo, enfrentado al agua, es a la vez herida abierta y gesto de reparación. Este performance radical, pionero en los años ochenta, habla desde lo biológico, lo político y lo espiritual. Un cuerpo que sangra y purifica, que enuncia la violencia desde su vulnerabilidad.

Desde otro lugar más íntimo y lúdico, Baño en el cañito, de Wilson Díaz, muestra a tres jóvenes guerrilleros de las FARC-EP aseándose en un riachuelo del Caguán. La escena fue registrada un año después de haberse decretado la zona de distensión. Aquí no hay épica ni grandilocuencia, solo humanidad. La cámara observa sin juicio: cuerpos mojados, peines, gestos de cuidado en medio de la selva. El agua, en esta pieza, es lo que permite conservar un mínimo de dignidad entre el conflicto y la intemperie.

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La exposición estará abierta hasta el 7 de julio en el parqueadero del Museo de Arte Miguel Urrutia.
Foto: Banco de la República

En Las ondas que perduran, Fredy Clavijo interviene una roca del río Cali con cerámica azul y metal, insertando en ella pasamanos de piscina. La pieza, instalada inicialmente en la fuente del museo La Tertulia, activa memorias y reacciones insospechadas. Algunos jóvenes se lanzan al agua, otros se resisten. La obra es devuelta al artista, pero permanece como testimonio de una disrupción poética: una piedra domesticada que habla de urbanismo, desvío y memoria. Y al fondo, como eco, el antiguo “charco del burro”, borrado por la ciudad moderna.

En La balada de Carlos Lehder, Ana María Millán rescata fragmentos de videos de Youtube que muestran un avión del narcotráfico hundido en las aguas de las Bahamas. El aparato, cubierto por corales, se convierte en cápsula de memoria de una violencia sin rostro: rutas de cocaína, accidentes, dinero, silencio. También aparece un joven que ha compuesto una balada dedicada a Lehder. Un paisaje hundido, donde el crimen y la cultura popular conviven en una estética espectral.

En Nefandus, de Carlos Motta, el artista navega el fastuoso río San Diego junto a un habitante de la región. En un momento del video, un hombre lee, en su lengua originaria, un texto que declara: en su cultura, el deseo homosexual nunca fue pecado. Lo fue para los colonizadores. La obra devuelve voz y dignidad a los cuerpos y afectos silenciados por la moral católica. Es una pieza sobre la descolonización afectiva, sobre el deseo como territorio también por recuperar.

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La exposición estará abierta hasta el 7 de julio en el parqueadero del Museo de Arte Miguel Urrutia.
Foto: Banco de la República

En AguaCero, Óscar Leone realiza un performance en la Ciénaga Grande de Santa Marta, donde su cuerpo se fusiona con el paisaje hasta volverse casi indistinguible. Leone se tiende en el barro, se deja cubrir por el agua, se disuelve con el entorno. El gesto evoca la masacre ocurrida en la ciénaga en 2018, que produjo desplazamientos, desapariciones y asesinatos de civiles. El artista no representa: encarna el dolor. El agua es aquí herida, pero también umbral de pertenencia. Un llamado a reparar el vínculo quebrado entre cuerpo y territorio.

En Atrato, Marcos Ávila Forero convierte el agua en instrumento de resistencia. Acompañado por comunidades afrodescendientes de Chocó, recupera la práctica ancestral del “tamboleo”: golpear el agua con las palmas hasta convertirla en tambor. Lo que comienza como una sinfonía festiva, termina sonando como ráfaga de disparos. El performance no solo recuerda una tradición, sino que reconfigura el río como partitura de duelo. Aquí, el agua suena, y al sonar, recuerda.

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En Hombre que devora al hombre, Estefanía García Pineda convoca la figura del cóndor —ave sagrada para los pueblos originarios— en un ritual silencioso de limpieza. En la costa del Pacífico los restos de un animal en descomposición son devorados por estas aves, mientras la voz del filósofo Misak Eyder Calambás, leída por el sabedor Lorenzo Tunubalá, articula un pensamiento que une lo ancestral con lo político. La imagen, cruda y ceremonial, retoma el manifiesto de la antropofagia de Oswald de Andrade como un gesto de resistencia: devorar es también transformar.

La exposición estará abierta hasta el 7 de julio en el parqueadero del Museo de Arte Miguel Urrutia.
Foto: Banco de la República

En El agua que tocas es la última que ha pasado y la primera que viene, Nicolás Consuegra fija su cámara en la ribera del río Magdalena, en Honda. Fragmentos de video registrados en distintos puntos se unen por un horizonte fijo. La frase de Da Vinci “El agua que tocas en la superficie de un río es la última de la que ha pasado y la primera de la que viene: así el instante presente” se convierte en estructura de sentido. Todo fluye, nada permanece. El río como línea de tiempo, como archivo en movimiento. Una metáfora del cambio y de lo que resiste en la repetición.

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En Departamento, de Juan Pablo, Elkin Calderón viaja a Santa Cruz del Islote, uno de los lugares más densamente poblados del planeta, con forma de mapa de Colombia. Juan Pablo, un joven del lugar, construye un apartamento sumergido con objetos y desechos marinos. El único suelo posible en ese territorio saturado es el fondo del mar. El video es una metáfora de un país hundido, donde la supervivencia se inventa entre los escombros. Una casa sumergida que también es mapa, espejo y síntoma.

En Aparecer (en pena), Mario Opazo encarna a los desaparecidos en un performance de larga duración. La acción ocurre en Pisagua, Chile, antigua prisión y sitio de ejecuciones durante varias dictaduras. El artista, cuerpo errante, tiñe el aire de rojo con un polvo mineral que se expande hacia el mar. La figura espectral que camina junto al océano no busca redención, sino memoria. El exilio no termina: aparece.

Déjala correr es una cuenca viva. No hay linealidad en su cauce, sino bifurcaciones, remolinos, estuarios. Las obras aquí reunidas nos invitan a volver a mirar el agua, el bien más preciado de la humanidad, cuerpo sagrado, como archivo, como frontera, como herida, pero también como territorio posible para la reparación. Porque el agua, aunque fluye, no olvida.

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Por María Elvira Ardila

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