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En el colegio Antonio Nariño, ubicada en la Calle caliente de Villa de Leyva, se llevó a cabo el Festivalito, un espacio dedicado para que los niños conocieran el cine tras bambalinas. Directores, realizadores y guionistas conversaron con los pequeños que no dejaron de correr alrededor de una cancha de microfútbol en la que se adaptaron varias carpas para cubrirse de un sol que parecía reafirmar el nombre de la calle o de una lluvia fugaz que venía acompañada de rayos que se divisaban entre las montañas que contrastan con las paredes blancas y el paisaje anacrónico de Villa de Leyva.
Los niños, que participaron del Festivalito y que corrían alegres y traviesos bajo los banderines de colores que cubrieron las calles del pueblo, le impregnaron al ambiente un aire de curiosidad, de disposición, de expectativa a las animaciones, cortometrajes, largometrajes y documentales que se proyectaron en el Teatro municipal, en la plaza principal y en el Hotel La Española en los tres días de duración del Festival Internacional de Cine Independiente de Villa de Leyva.
Los habitantes y turistas estaban en modo cine y así se percibió el fin de semana. Los pasos de los caballos que se escuchaban a lo lejos se hacían menos frecuentes mientras las películas eran proyectadas. El eco de un saxofón, de una guitarra, una caja y una voz acorde a los boleros eran precisos para decorar un paisaje bohemio en el que cada cuadra era una manifestación distinta de arte e historia.
Franceses que caminaban por las calles empedradas en pantaloneta, camiseta y maletas más grandes que su torso; argentinos que, tal vez, acompañaron a Natural Arpajou a presentar su película, Yo niña -ganadora a mejor largometraje del festival- y que sonreían a los otros como si todo fuera un encuentro entre viejos amigos deambulaban por las calles en los que se llegaban a formar pequeños arroyos provocados por fuertes y efímeras lluvias.
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De las universidades de Bogotá llegaron varios estudiantes que se atrevieron a buscar personajes e historias que podían plasmarse en sus documentales. A blanco y negro, muchos nos contaron de los personajes clandestinos, de mujeres que habitan en los suburbios ocultando sus luchas y sus victorias, de drag queens que eliminan los límites de la belleza asociados al género y a sus características. Nos hablaron de sueños místicos, de sobrevivientes del conflicto armado en Colombia y de personas que luchan contra la depresión y la ansiedad que surgieron después del trauma de una violación.
Con canelazo en mano brindamos por la posibilidad de hacer parte de un festival que le apuesta al cine independiente. Con un chocolate espumoso en la mañana hablamos de Amanda, de la historia de la hija que queda huérfana en París por una masacre perpetrada por el Estado Islámico, de la sensación de pensar que en cualquier momento ella y su hermano pueden ser víctimas, de un miedo que se atraviesa en la garganta y que me llevaba a preguntarme si ese miedo nos arropa porque nos acostumbramos a pensar que la violencia es cíclica y llega sin avisar, que si en otro lugar y otro tiempo habríamos sentido el mismo miedo. Hablamos entre las calles pedregosas de los asistentes que lloraron con El niño de los mandados en la plaza principal, de ese paisaje en el que unos ven cine expectantes y otros toman aguardiente, cantan vallenato y coquetean entre sí.
Ver a niños participando en Cine haciéndose, jugar con el set de grabación y soñar que son directores, productores o actores del séptimo arte hace pensar que este tipo de espacios ayudan a construir otro tipo de público, propósito del certamen, pero, también, que ayuda a construir otra comunidad, una que puede acceder al derecho a soñar por medio de una pantalla, de unos minutos de rodaje. Ahí vimos que no solamente de los balcones de las casas de estilo colonial florecen nuevas formas de vida, pues la mirada amplia y la sonrisa del asombro daban la impresión de la creación de nuevas ideas y de corazones valientes que, tal vez, años después, estarán con una cinta bajo el brazo representando a su pueblo en ese mismo festival o en otras latitudes donde se podrá seguir observando un cine diferente, alejado de los lineamientos y los parámetros de economías y éxitos.
El lunes una extraña calma volvía a las calles que rodean la plaza. Los banderines seguían ondeando. Desde la madrugada la gran pantalla desapareció del escenario central. La reunión de sonidos nos hizo olvidar por un momento que el festival se acababa, que la clausura en la antigua fábrica de licores de la Nueva Granada aguardaba a los invitados para celebrar con cumbias, porros, merengues y salsas la culminación de una nueva edición del certamen, de una posibilidad de seguir fomentando el cine y de atraer personas con el fin de disfrutar de películas que, seguramente, no podremos ver en las salas comerciales, que no serán transmitidas en los grandes canales de televisión y que en su clandestinidad y en su esfuerzo revelan igual, o incluso aun más, las fibras y los límites de lo que somos y hemos sido como seres humanos.
Un ejercicio de retrospectiva de nuestras vidas y el olor de El caballero de la noche nos dio un adiós al pueblo de Boyacá donde se vende cerveza de chocolate y al festival que seguirá buscando los relatos y los personajes más llamativos para reunirnos y ahondar en las revelaciones de nuestro tiempo.