El Magazín Cultural

Depresión y alcoholismo en la vida y obra de John Cheever

Se niegue o no, el escritor traza sus líneas con una sola intención: ser leído. ¿Por quién? No es prudente y ni siquiera interesante conjeturarlo. Pero sea el género que sea, quien escribe pretende lo mismo.

Jaír Villano/ @VillanoJair
14 de septiembre de 2018 - 08:07 p. m.
John Cheever, quien conoció el reconocimiento y la fama en el cenit de su vida.  / Cortesía
John Cheever, quien conoció el reconocimiento y la fama en el cenit de su vida. / Cortesía

¿Que hay distinciones? Por supuesto: no es lo mismo el diario de un anónimo, -que lo utiliza, digamos, para expresar sus sentimientos más íntimos-, al registro de una figura con lectores, adeptos, seguidores, o para citar sus palabras: “una marca registrada, como los cereales del desayuno”. 

No hay que entrar en circunloquios: en la página 309 de sus "Diarios" (Emecé), John Cheever lo deja claro: “Me anima leer los cuadernos antiguos, pero hay algo de narcisismo en ello. Siempre queda la ilusión de que alguien los lea en mi ausencia y después de mi muerte, y admire mi sinceridad, pureza, valentía, etc. ¡Qué buen hombre es!”.

No miente. Es eso lo que encontramos: confesiones, dolores, angustias, reflexiones, apuntes, observaciones, quejas, reclamos, frustraciones, envidia, recelo, pedantería, admiración. Y dos estados que resuenan y causan estragos a lo largo y ancho de sus días: depresión y alcoholismo.

Bueno, no es que sea desconocido que el autor de Falconer era profundamente triste y se la pasaba ebrio. (John Irving y Raymond Carver, dos de sus amigos más ilustres del taller en Iowa, pueden dar cuenta de ello). En sus relatos está el testimonio de lo que fue su concepción de la vida íntima, familiar y social de seres de esa clase media y media alta estadounidense. Su literatura es reconocida por la representación de personajes despreciables, ruines, atormentados y fatales. A sus novelas se le reconoce, entre otras cosas, por las alteraciones en la estructura narrativa. Y a su prosa se le destaca la agilidad y la limpieza.

En todo caso, en el compendio de los diarios que escribió en un período de treinta y tantos años se nos permite abrir esa puerta en la que se esconden los instintos más bellos y abyectos de todo ser humano. Y entonces seguimos, en primera persona y acápites cortos, al escritor que podía manifestar admiración por sus colegas, -los glorificados: Flaubert, Joyce, Nabokov, Updike, Mailer, Fitzgerald, Roth-, lo mismo que veneno, -las víctimas: Saul Bellow, Salinger, Kerouac, Capote, Borges, entre otros-. Y al ser que podía amar a su esposa, y al mismo tiempo tener el pensamiento más ruin para con ella: “Pienso contrariado que yo, el novelista, debo mecer al niño en la cuna mientras Mary, el ama de casa, corrige por puro placer antiguos trabajos universitarios” (231).

También, escuchar las confesiones sobre un homosexualismo que reprimió: “Quiero dormir. Me parece que lo digo con cierta serenidad. Estoy harto de preocuparme por el estreñimiento, la homosexualidad, el alcoholismo y preguntarme cómo es un bar de gays” (369). Y tomar nota de algunos detalles que preocupan a todo literato: “toda literatura es experimentación; si deja de serlo, deja de ser ficción. Uno no escribe una oración si no tiene la sensación de que nunca fue escrita de esa manera, de que incluso la sustancia misma de esa oración jamás fue sentida. Toda oración es una innovación” (377).

Las incongruencias del autor de El nadador son muy interesantes: podía ser tierno y a la vez egoísta, podía ser el devoto más creyente de Dios al tiempo que el ser más libidinoso (escondía ginebra, la bebía furtivamente), podía ser generoso con los escritores noveles y el más severo con los demiurgos de moda.

Los diarios de Cheever son tan honestos como cínicos, tan axiales como fútiles, tan interesantes como monótonos. Pero es que en eso consiste un diario: en la tentación de querer registrarlo todo. El escritor de La familia Wapshot lo sabía, y así lo hizo. No en vano la advertencia a su hijo Benjamin Cheever, a saber, la publicación de estos podía incomodar a la familia; no en vano la delimitación de su editor Robert Gottlieb, quien al final precisa que el libro solo incluye la vigésima parte del material original; y no en vano las pertinentes notas al pie de Rodrigo Fresán, el argentino que conoce los aspectos menos sospechados de su vida y de su obra, seleccionador de una antología que ilumina a cualquiera que desee conocer el universo cheeveriano: La geometría del amor.

Hay que decirlo: uno lee un diario de un autor que le interesa, que lo ha leído y lo ha repasado. Y por eso es un goce sumergirse en las páginas de Cheever: porque uno siente que escucha los pensamientos del autor que ha escrito piezas cortas y magistrales, como El marido rural, Adiós, hermano mío, El enorme receptor de radio. Porque uno cree entender ese vacío existencial. Uno compadece esa depresión y soledad, a pesar de estar rodeado. Uno para y se dice: diablos, el licor fue su maldición y su genialidad; diablos, de verdad se la pasaba mohíno.

Cheever conoció el reconocimiento y la fama en el cenit de su vida. Sabía, como Heidegger, que autor y obra y obra y autor merodean el mismo camino. Sus testimonios dan cuenta de ello. Él lo reconoce: “soy cuentista desde el principio de mi vida: reordeno los hechos para que sean más interesantes y a veces más significativos” (205).

Por Jaír Villano/ @VillanoJair

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