
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
La frustración se apodera de muchos de nosotros cuando vemos que Iván Márquez y Jesús Santrich deciden retomar las armas como una forma de lucha y como la “última y obligada” alternativa para defenderse y tomar una postura por el incumplimiento de los Acuerdos de Paz firmados por el gobierno de Juan Manuel Santos en el 2016. De una misma forma, la preocupación y las dudas surgen cuando después de 34 años la Fiscalía y Medicina Legal concluyen que no hubo desapariciones forzadas en la toma del Palacio de Justicia en noviembre de 1985 o cuando el Centro de Memoria Histórica, el Instituto de Antropología e Historia, el Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional, el Teatro Colón y otras entidades o instituciones cambian su directriz por petición del Gobierno Nacional. No se trata de poner en tela de juicio los nombres de quienes ahora son directores de las instituciones mencionadas anteriormente, sino de dudar sobre la afirmación que Carmén Inés Vásquez, ministra de Cultura, dijo para El Espectador el pasado 28 de febrero de 2019 al afirmar que “no había ninguna intención de refundar la memoria nacional”.
Las decisiones que toma el Estado y las afirmaciones que surgen desde sus múltiples ramas van pasando y la indignación de la sociedad colombiana sigue siendo volátil y correspondiente al ritmo incesante de las redes sociales que todo lo vuelven coyuntural y a su vez efímero.
¿Cómo La desobediencia civil y Sobre la violencia de Henry David Thoreau y Hannah Arendt, respectivamente, nos ayudarían a comprender y a tomar una postura mucho más activa y responsable con el devenir de nuestro país?
Contrario a una primera impresión o imaginario, La desobediencia civil no invita necesariamente a un acto de rebelión y violencia, sino a un acto donde el individuo está en la capacidad de desatender a los legisladores de un Estado si las leyes que estos promueven son consideradas injustas o incorrectas: “¿Tiene el ciudadano en algún momento, o en últimas, que entregarle su conciencia al legislador? ¿Para qué entonces la conciencia individual? Creo que antes que súbditos tenemos que ser hombres. No es deseable cultivar respeto por la ley más de por lo que es correcto”.
Y más adelante Thoreau afirma: “Deposito mi voto, por si acaso, pues lo creo correcto, pero no estoy comprometido en forma vital con que esa corrección prevalezca. Se lo dejo a la mayoría. La obligación de mi voto, por lo tanto, nunca excede la conveniencia. Aún votar por lo correcto no es hacer nada por ello. Es simplemente expresar bien débilmente ante los demás un deseo de que eso (lo correcto) prevalezca. El hombre sabio no deja el bien a la merced del chance, ni desea que prevalezca por el poder de la mayoría. Hay poca virtud en la acción de las masas”.
Y ahí entramos al quid del asunto, pues el desgobierno que estamos observando, las decisiones que tanto nos generan escozor, tedio e indignación, y la falta de interés del Estado mismo con sus habitantes viene del error de siempre, de la falta de responsabilidad cívica y social, de una reducción de la importancia del voto y de una creencia un tanto falsa de creer que el voto es la única forma de ejercer la democracia y de asumir el poder y el control de la política como ciudadanos e individuos pertenecientes a una comunidad con intereses específicos y con varios retos por solucionar en términos estructurales que afectan nuestra cultura y nuestra política.
Si nosotros somos quienes poseemos las memorias de la guerra, si en nosotros están las historias que tejen y dan sentido a las causas del conflicto armado, ¿por qué permitimos que nos impongan a personas que niegan que aquí existió tal cosa? ¿Por qué la indignación, que si bien no debe traducirse en escenarios de violencia, perdura tan solo un día y no se convierte en fuente de activismo y de protesta ante las decisiones un tanto arbitrarias y poco consensuadas sobre quienes se encargaran de reconstruir los hechos y la historia que, al fin y al cabo, más que oficial, nos pertenece a todos y se compone con la multiplicidad de voces y recuerdos?
No se trata tampoco -aunque es el deseo de todos- de que el Estado satisfaga mis necesidades y peticiones, pues el mismo Thoreau afirma en el texto que “La autoridad del gobierno es una autoridad impura: porque para ser estrictamente justa tiene que ser aprobada por el gobernado”, y en ese sentido se hace imposible una forma de gobierno que acoja a todos, y tal vez por eso la más adecuada sea la democracia, pero también ella carga con la injusticia de ser pensada por una mayoría, de ser pensada para sacrificar a los grupos más pequeños, a las minorías que se ven relegadas.
No obstante, el problema del actual Gobierno parte de una incapacidad de satisfacer hasta a sus propios votantes, de haber incumplido con algunas de las promesas que afirmaron realizar en campaña, de un Gobierno desequilibrado, que ni siquiera logra ofrecer autonomía y que ejerce su autoridad desde los ideales de un partido y no de los propios líderes del gabinete.
El problema sigue siendo el que ya se mencionó: el conformismo y la falta de credibilidad de los ciudadanos con su poder en un modelo de gobierno que, en el papel, otorga las libertades necesarias para exigir y decidir quiénes deben ser los dignos representantes de todos los sectores sociales en las altas esferas del poder.
Es debido a esa ausencia de responsabilidad y de apropiación de la política que también se dan escenarios de violencia como los que parecen tomar aún más fuerza y de los que empiezan a visibilizarse con la creación de la “Nueva Guerrilla”, comandada por Iván Márquez y Jesús Santrich. Las culpas vienen desde el Gobierno Santos, pero un número considerable de la sociedad sabía que con la llegada de Iván Duque y la bancada del Centro Democrático al poder los Acuerdos de La Habana seguirían siendo endebles, vulnerables a esas “fuerzas oscuras” que siguen moviendo sus mejores fichas para generar desconfianza en la implementación de la paz y que siguen asesinando a diestra y siniestra a exguerrilleros y líderes sociales que trabajan en temas como la restitución de tierras.
Las disidencias de la extinta guerrila de las FARC, que vuelven a estar bajo las órdenes de Santrich y Márquez, nunca dejaron sus actividades ilícitas, y tras observar el panorama que se ha consolidado con la persecución, estigmatización y asesinatos a exguerrilleros, decidieron salir a la luz pública y demostrar que la lucha armada sigue siendo un medio para alcanzar los anhelados fines del poder. Esto, desde la filosofía de Hannah Arendt, presenta algunas implicaciones que configuran el ejercicio del gobierno y el funcionamiento de la comunidad.
Según C. Kohn, en el artículo La dicotomía violencia-poder: una defensa de la propuesta Arendtiana, de la revista EN-Claves del pensamiento: “El poder es entendido, así, como acción concertada y buscado por sí mismo para el ejercicio de las libertades públicas, mientras que la violencia utiliza los instrumentos y abarca los procesos de la coerción física, cuya meta es la sumisión de los individuos que conforman una comunidad política. El poder se gesta en la pluralidad, en lo público y lo común, en cambio la violencia se desarrolla en la esfera privada y en el ámbito de lo social. El poder surge de la serie de acuerdos y de compromisos a los que arriban un grupo de ciudadanos que se reúnen con el fin de emprender una acción en defensa de sus derechos”.
En el momento en que se identifica el diálogo y la concertación, puede existir un acercamiento a la idea del poder como aquello que es derivado de una pluralidad, de una unión de varios puntos que coinciden en otorgar esta facultad a una persona o una comunidad que, en el caso de una democracia, va a representar los intereses del pueblo y, por ende, se adjudicaría su poder de mandato. De ahí que entonces no se hable de violencia como una parte constituyente de la política, pues en principio esta surge de varios factores sociales y de un interés cercano a la dominación y el mando por la fuerza y no del consentimiento de otros para tomar decisiones. Así, se entiende entonces que la decisión de Iván Márquez y Jesús Santrich vuelve a ponerlos por fuera del ejercicio de la política, que pese a que la política nacional no sea el mejor de los escenarios por su falta de garantías para la pluralidad de voces y pensamientos, los deja de nuevo a ellos fuera de todo radar y debilita al partido FARC, a los antiguos compañeros que han decidido apostarle a sus ideas consensuadas desde el diálogo y el debate y no desde la violencia.
Arendt, en su libro Sobre la violencia, afirma que “Debe reconocerse que resulta especialmente tentador en una discusión sobre lo que es realmente uno de los tipos del poder, es decir, el poder del gobierno, concebir el poder en términos de mando y obediencia e igualar así al poder con violencia. Como en las relaciones exteriores y en las cuestiones internas aparece la violencia como último recurso para mantener intacta la estructura del poder. […] Políticamente hablando, es insuficiente decir que poder y violencia no son la misma cosa. El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer al poder […]. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo”.
La violencia no ocasiona en los individuos la capacidad de poder, pues éste último debe ser consensuado y avalado por una comunidad. Así, lo que la violencia origina es un espacio de dominación y obediencia, en el cual no es necesario el aval de una pluralidad sino las acciones forzadas a causa del terror y la represión infundadas por las armas.
En la cita anterior se habla desde el terreno político, pues fuera de él tanto el poder como la violencia son vistos como iguales, salvo que el poder está legitimado y situado dentro del marco legal que supone un gobierno y sus instituciones. Dicho de otra forma, si equiparamos al poder y la violencia como tal, veremos que la fuerza de ambos elementos se corresponde en tanto que logran lo que dentro de ellos está estipulado, pero si hablamos de poder y violencia dentro de lo político veremos que son dos campos que discrepan en sus acciones y en sus lógicas.
Al equiparar la condición política con la condición humana se hace más sencillo entender por qué es tan importante reconocer la pluralidad en cuanto identidad, pues así como el uno se realiza a partir de lo que comparte con los otros, esos otros se realizan en la medida en que afirman su propia identidad teniendo como referencia la de los demás, de modo que la política en este punto se torna indispensable para la constitución del ser, pues a medida que voy debatiendo, voy reconociéndome en la diferencia y en la pluralidad como una persona que aporta a partir de su acción y que acepta el valor de que los otros también tomen partido sin necesidad de negar la vida misma a través de la deshumanización que causa la violencia.
En pocas palabras, el escenario que ahora se afronta con el debilitamiento de la paz y con el resurgimiento de la lucha armada muestra una vez más la incapacidad de todos como agentes de transformación social, como individuos que hemos sido incapaces de superar los acontecimientos cíclicos que producen la violencia y que siguen haciendo de la política nacional un lugar para las voces tradicionales, donde se hace imposible la inclusión o adhesión de nuevas ideas, de nuevas presencias que han decidido apostarle al diálogo y a la política para lograr postular sus ideales en el poder. Si no somos capaces como sociedad de asumir una postura mucho más activa, que no sea producto de un impacto proveniente de las redes sociales, si no vemos el voto como uno de los escalones que hay que andar para obtener el poder que soñamos y para controlar a quienes nos representan, será muy difícil escaparnos de este eterno retorno y de ese estado esquizofrénico que mencionó Pepe Mújica hace unos años, cuando habló de nosotros como una comunidad que, extrañamente, no se escapa de la guerra y que pareciera no querer huir de ella.