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Muy poco después de la abolición de la esclavitud, a mediados del siglo XIX, irrumpió en la literatura colombiana el lenguaje de los bogas negros. Las novelas José de la Crú Rodrigue, boga de corazó, escrita en 1857 por Manuel Madiedo, y María, de Jorge Isaacs en 1867, llevaron esta oralidad a la representación letrada. La misma fuente de donde Isaacs extractó el poema «Canción de los bogas negros», incluido en su novela, es la que le sirvió a Candelario Obeso para formular diez años más tarde su «Canción del boga ausente». (Lea aquí cualquiera de los títulos de la Biblioteca de Literatura Afrocolombiana).
La segunda mitad del siglo XIX, cuando se formaba la nación republicana, y el comienzo del XX corresponden a un lapso conocido como la «República de los gramáticos», pues los presidentes y gobernantes fueron poetas, escritores, rectores de la lengua. De ahí que el historiador Malcolm Deas hable de una «obsesión nacional filológica-gramática», íntimamente conectada al ejercicio del poder.
¿Qué relación puede existir entre la lengua y el poder? Mucha. No se trataba de una mera manía nominalista y formal. Se trataba en ese entonces de construir un campo simbólico cultural común, bajo el cual se unificará una manera de ser colombiano. Este campo, que tenía sus orígenes en la antigua organización de preferencias y poderes colonial y peninsular, se llamó el orden letrado o la ciudad letrada, como bien lo documentó el crítico Ángel Rama.
El modelo lingüístico debía dejar claro que esta nación pertenecía a la herencia de Occidente, poseía una genealogía grecolatina, se enorgullecía de sus raíces judeocristianas, guardaba una conexión étnica y de lenguaje con el pasado español. La lengua pública, resultante de esta operación, fue una sustancia ceremonial, protocolaria y escrita.
Para custodiarla era preciso disciplinarla, gracias a una gramática regulada de modo preciosista. El encumbramiento de las letras cultas y la férrea reglamentación aportada por las ciencias lingüísticas fueron una de las violencias integradores de la nación. Lo opuesto a la corrección idiomática era el desorden de la lengua popular cotidiana, considerada como corrupción, barbarismo e ignorancia. El dialecto, denominación que señalaba el habla de indios, negros, zambos y plebe, era una anomalía y una monstruosidad que amenazaba lo hispánico. De esta manera premeditada y concienzuda, la nacionalidad fue históricamente definida por la exclusión y la marginación de la cultura africana en Colombia.
La irrupción del lenguaje de los bogas en el territorio de las letras fue, pues, una subversión simbólica y una intrusión desde lo otro, desde lo diferente, en las ficciones fundacionales de la literatura nacional. Es desde allí de donde se empieza a visibilizar la diversidad y la validez de la misma, así como su importancia para la formación de la nacionalidad. En la «Advertencia del autor» a su obra Cantos populares de mi tierra, Candelario Obeso formula en 1877 una poética insurgente: “En la poesía popular hay y hubo siempre una sobra copiosa de delicado sentimiento y de mucha e inapreciable joya de imágenes bellísimas. Así, tengo para mí que es solo cultivándola con el esmero requerido como alcanzan las naciones a fundar su verdadera positiva literatura. Tal lo comprueba el conocimiento de la historia”.
A continuación aboga por «calmar el furor de la imitación, tan triste, que tanto ha retrasado el ensanche de las letras hispanoamericanas». Con esta bandera, el momposino Obeso escoge como materia prima de su obra poética Cantos populares de mi tierra la irregularidad del lenguaje oral, y hace de las gentes de la periferia y del común –artesanos, bogas, lavanderas– los protagonistas de sus escritos. Merced a su poesía, esta oralidad se introdujo en la ciudad letrada como Literatura, con mayúscula, no obstante la resistencia velada con que fue recibida ya que se la convirtió en expresiones de lo exótico y periférico.
Esta traducción literaria de la alteridad negra significó un doble vuelco cultural frente a la rancia tradición prohispánica imperante. De una parte se pasó de la lengua oral a los códigos escritos dominantes. De otra, se hizo el tránsito de lo afro a lo nacional. El doble vuelco instituye la lengua vernácula como materia legítima de la literatura nacional.
Esta especie de Toma de la Bastilla espiritual no fue en su momento reconocida en su importancia. De hecho, la obra de Obeso no fue recibida en la ciudad letrada con entusiasmo, y debió aguar-dar hasta los años treinta del siguiente siglo para que otros escritores afro la apreciaran y tomaran el relevo.
La invisibilidad del negro está incrustada en el currículo del sistema educativo nacional, que excluye de sus materias la historia y consideración de ese veinticinco por ciento del censo poblacional, compuesto por afrocolombianos. Su marginación ha sido sutil pe-ro firme. El proceso de blanqueamiento forzado, que campeó en la época cuando se formaba la nación, sobrevive en el inconsciente colectivo hasta el presente.
Bien entrado el siglo XX surgieron en el mundo, y en especial en la región del Caribe, dos movimientos de reivindicación literaria negra. El Negrismo, del que fueron tributarios Luis Palés Matos de Puerto Rico y Nicolás Guillén de Cuba. Estos llamaron a ir más allá de la música, el color y lo orgiástico, para explorar el sentimiento, el espíritu y la condición del negro en América.
Y la Negritud, del senegalés Léopold Sédar Senghor y el martiniqués Aimé Césaire, quienes insistieron en la necesidad de independencia intelectual y artística, y por lo tanto del alejamiento de la imitación. Colombia no tuvo presencia fundacional en estos movimientos, pero a partir del tercer decenio del XX, y merced al cartagenero Jorge Artel, se conectó con el Caribe en el canto de dolor de los antepasados, la resistencia, el anhelo de libertad y el clamor por la situación marginal de los afrodescendientes.
Los procedimientos de esta literatura dieron preferencia a la onomatopeya, la aliteración y la jitanjáfora, esa invención de expresiones que solo cobran sentido en relación con el conjunto del texto pero se usan por su valor sonoro. Más allá del insumo de ruptura aportado por la lengua oral negra, autores posteriores destacaron la contribución material y psicoafectiva de los afrocolombianos a la cultura nacional.
Manuel Zapata Olivella, en un rapto de ingenio e ironía, hace caer en cuenta de que el único objeto material traído del África por los esclavos es su sombra. ¿Es material la sombra del hombre? En todo caso, Zapata insiste en que la sombra fue el único equipaje, el acompañante fiel, al cual se aferraba el esclavo en su soledad y martirio. Yendo más allá de ella, por supuesto, los africanos reconstruyeron con materiales americanos sus tambores, flautas, maracas, marimbas, canoas, tejidos. Reinventaron su sabiduría gastronómica y agrícola.
En sus cantos religiosos y ritos funerarios trajeron sus catarsis emocionales. En la letra de sus canciones, la picardía. En su cotidianidad, el culto a la fuerza física y a algunas formas liberadoras desde la sensibilidad. En sus religiones, una fuente de rebeldía, una savia vivificadora.
De todos los aportes culturales negros, hay uno que merece situación de privilegio. Es una concepción atávica africana muy similar a la que hoy en día se erige como la salvación para el planeta degradado. Proviene de la noción bantú conocida como «muntu». El muntu es la comunión del ser humano con la naturaleza. Para los negros, los hombres son una sola familia estrechamente unida a los animales, árboles, ríos, montañas, praderas, mares. Esta alianza totalizante incluye también a los muertos. El muntu está en la base de la fraternidad proverbial de los afro, de las ceremonias de despedida a los que se van de esta vida pero continúan como presencias, del cuidado hacia los seres vivientes y las formas en apariencia inertes del cosmos.
La historia cultural de lo afro está por reescribirse, apreciarse y enaltecerse. En el puro centro de la constitución triétnica nacional, la vertiente negra es más que un ingrediente adherido. Así como su esencia no puede constreñirse a la química de la pigmentación de la piel, su impronta va mucho más allá del folclor y de las sensualidades del cuerpo. Así lo testimonian en sus obras los autores afrocolombianos, desde cuando hace siglo y medio rompieron la solemnidad de la ciudad letrada con sus alegrías orales y sus letanías rituales.
* La relectura y resignificación de la literatura nacional, pasa por la visibilización y el reconocimiento de los aportes que los autores Afrocolombianos/as han realizado, a través de los importantes procesos de resistencia cultural que bajo el proyecto de libertad ejercido en épocas coloniales y contemporáneas se configuran en la consistencia y la valiosa capacidad creativa que en todas las áreas del arte poseen los descendientes de las diversas culturas africanas llegadas a Colombia.
Esta Biblioteca de Literatura Afrocolombiana (2010) ha querido congregar un ancho y variado caudal de una expresión literaria elaborada en nuestro país por una multitud de voces, registros escritos y tonalidades sonoras que han venido labrando su presencia en la cultura colombiana desde hace más de doscientos años. Y aunque es una muestra no exhaustiva ni totalizante, se habrá podido apreciar que involucra mucho más de lo que sus dieciocho volúmenes representan en sí mismos. No solo están los más significativos escritores, los casi veinte prologuistas y sus preparadas presentaciones a obras y autores,sino la voz de decenas de ancianos del Pacífico contadores de historias, los niños que las han interpretado en minuciosos dibujos, centenares de anónimos copleros y propagadores de leyendas, cantos e historias fantásticas, y también las decenas de mujeres poetas con su variedad y polifonía. Esta colección, en suma, pretende hacer patente la confluencia de la expresión y creatividad ancestral afrocolombiana de individuos, grupos, corrientes, congregaciones y audiencias que hoy, pero desde su origen mismo, dilatan, enriquecen y sensibilizan la vida cultural y emocional de este territorio.