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Día Mundial de la Poesía: la belleza, según Emily Dickinson

Desde el año 2000, el 21 de marzo es la fecha escogida por la Unesco para celebrar la vigencia de este género narrativo. Fragmento de “Morí por la belleza”, de la colección Poesía Portátil de Random House.

Emily Dickinson * / Especial para El Espectador

21 de marzo de 2024 - 02:00 p. m.
Emily Dickinson (1830-1866) es una de las autoras más enigmáticas de la historia de la literatura. Murió a los 55 años siendo una desconocida y habiendo publicado solo siete poemas. En realidad había escrito casi dos mil y fue su hermana quien los encontró en un cajón, garabateados en pedazos de papel o cuidadosamente cosidos en cuadernillos. / Archivo
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Morí por la belleza

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Es un raro placer que nos ahorma

hallar un viejo libro

con la ropa que usaba en aquel tiempo,

creo que un privilegio.

Cogerle de la mano venerable,

calentarla en la nuestra

y dar un paso o dos hacia el pasado,

al tiempo en que era joven.

Sondear sus extrañas opiniones,

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averiguar cuál es su pensamiento

sobre asuntos en que los dos pensamos,

lo que se ha escrito acerca de los hombres. (Recomendamos: Murió el poeta Eduardo Escobar. Así lo describía su colega Gonzalo Arango).

Lo que a los sabios más apasionaba,

sobre qué discutían,

cuando Platón era una certidumbre

y Sófocles un hombre.

Safo era una muchacha

y Beatriz vestía

el ropaje que Dante hizo divino.

Cosas que sucedieron hace siglos

y que él cuenta con naturalidad,

como alguien de visita que nos dice

que todo lo soñado es verdadero

porque vivió donde los sueños nacen.

Su presencia es como un encantamiento.

Le suplicamos: ¡Quédate! Los libros

niegan con su cabeza de vitela

para luego escaparse de las manos.

Desde luego, rezaba.

¿Y le importaba a Dios?

Le importaba lo mismo que si un pájaro

imprimiese sus huellas en el aire.

Y yo gritaba: «Dame».

Mi razón y mi vida

las tengo porque Tú quisiste dármelas.

Hubiera sido más caritativo

dejarme allí en la tumba de los átomos,

contenta, nada, alegre, adormecida,

que darme esta amargura que me duele.

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Morí por la Belleza, pero apenas

ahormada en la tumba.

otro murió por la Verdad, y estaba

en un lugar contiguo.

Me preguntó en voz baja: «¿De qué has muerto?».

Dije: «Por la Belleza».

«Pues yo por la Verdad. Y son lo mismo.»

Añadió: «Hermanos somos».

Así, como parientes que se encuentran

de noche, conversamos.

Hasta que el musgo nos llegó a los labios

y cubrió nuestros nombres.

Una mosca zumbaba al morir yo.

La quietud en el cuarto

me recordaba la quietud del aire

en las pausas que deja una tormenta.

Enjuagadas las lágrimas

y el pecho sosegado, se esperaba

la final irrupción,

la presencia del Rey en aquel cuarto.

Repartí los recuerdos que aún tenía

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y la parte de mí que me quedaba;

entonces una mosca

se interpuso zumbando,

insegura y azul,

entre la luz y yo.

Se oscurecieron todas las ventanas,

y ya no pude ver que estaba viendo.

Sabemos que se agacha el Himalaya

hasta la altura de la margarita,

movido a compasión

al ver cómo crecía la pequeña

donde después de muchos campamentos

su universo hace ondear

sus banderas de nieve.

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* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Emily Dickinson * / Especial para El Espectador

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