Una carta
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“Fuiste tú el que me arrastró hasta acá. Fuiste tú el que declamó versos de Rilke y de Lope de Vega. Fuiste tú el que me retó, el que me dijo que el amor era voluntad. El que me prometió que la vida sería diferente. No mejor ni peor, simplemente diferente, y eso era suficiente.
Mi error fue creerte. Si nadie ha podido definir exactamente el amor, cómo iba yo a escoger de quién enamorarme. Como si el amor no fuera un rayo que te parte en dos, que te deja paralizado, que te muestra un mundo que nunca habrías imaginado.
De verdad, de verdad intenté amarte, y a veces lo creí. Eran pequeños momentos de lucidez cuando me mirabas de cierta manera, cuando me hablabas con ciertas palabras cuidadosamente escogidas, cuando me hacías el amor como si estuvieras hambriento. Luego venía la sensatez, cuando se me acababa el impulso, cuando te veía como lo que eras, un hombre lisiado, admirado por muchos, envidiado por otros, e indiferente para mí.
Era difícil amarte y muy fácil odiarte. Cuando te ibas y me dejabas en una casa que más parecía una silla de ruedas. Cuando me veías sin verme, cuando estabas muy ocupado subiendo escalones y a mí me dejabas atrás. Yo trabajaba en silencio mientras tú recogías pedacitos de fama. Yo, que había sido la de la pasión en el pregrado. Yo, que fui la que te mostré el camino, ahora te dejaba brillar porque era mi deber, porque mi obligación era amarte y, por ende, desprenderme. Porque el amor es voluntad, y es la voluntad más fuerte. Es tan fuerte que se va adueñando de tu cuerpo, y de tu mente, y de tus entrañas. Se va adueñando de tu identidad, y entonces te pierdes, y entonces crees que el ser que te ama es quien te va a sacar de ese extravío. Y te vas perdiendo cada vez más… y más… y más… y tú nunca llegaste a recuperarme, Ciro. Dejaste que me perdiera. Y aún estoy perdida. Toda la vida estuve perdida, y me cansé de buscarme. Si ni siquiera tú lo lograste, nadie lo va a hacer.
Diría que te amo. Pero me retaste, y perdí.”
Con un suspiro, Ciro cierra la carta que ya ha leído más veces de las que quiere admitir. Suspira de nuevo, el suspiro se eleva, se va, abarca esa casa que ya no es casa. ¿Qué es? Es la cárcel de su alma. Es extraño. Ahora que lo piensa, los conceptos rimbombantes que se inventó en sus sentencias judiciales no son más que reflejos de sus propias inseguridades. Buscando respuestas para otros, es que intentaba encontrar las respuestas a sus propias preguntas. Si “cárcel del alma”es un aparato de control sobre personas oprimidas, entonces es el aparato de control que ejerce Clara sobre él. Es la vanidad que guio toda su vida profesional, es esa silla de ruedas que utilizó como mecanismo para generar compasión y admiración. Es esa casa que no es capaz de abandonar porque, entonces, ¿qué le quedaría de Clara? Esa casa es lo único que le queda de ella. Esa casa y su carta. Una carta que resumió sus cuarenta años de fracasos.
Y pensar que le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que no se fuera a ir sin saber cuánto la había querido. Tomó su mano con fuerza y en voz alta le pidió que empezaran de nuevo para enmendar los errores que habían cometido, para decirse lo que se habían tragado en silencio, pero tuvo que rendirse ante la muerte.
—Y aún lo estás.
La Muerte ya no es una niña ni tampoco una dama elegante. Está encorvada, su piel está marchita y sus ojos se hunden contra las cuencas. Está cansada. Su voz parece salir de un pez con plumas en lo más profundo de la Tierra. Aún conserva su capa, pero sobre la tela han aparecido unos arabescos que parecen ensañados, como serpientes enredándose en su propio veneno.
—Te traigo a alguien.
No es necesario que lo anuncie. Ahí está. Es ella, y al mismo tiempo no lo es, o no como la recuerda. Es su misma frente, su mismo rostro, su mismo cabello. Sus caderas anchas y su manía de elevar un hombro más que el otro. Pero no lo es… Se le cae una lágrima, luego la otra. Empieza a llorar como seguramente lo hizo Dante al llegar al Paraíso y darse cuenta de que Beatriz no era Beatriz. Maldice la condición humana y su capacidad de romantizar el pasado. Es un mecanismo de defensa para recordar lo bello que puede ser el antes, lo que ya no es. El problema es que ese mecanismo no tiene en cuenta que puede que los humanos vuelvan a toparse con sus recuerdos, y los recuerdos ya no sean ilusiones idealizadas, sino personas de carne de hueso con sus antiguos defectos y miedos y errores; que ya no sean sueños perdidos, sino fantasmas que despiertan para asustarlos con ese pasado que ya no es tan bello.
—Pensé que querías verme —susurra Clara con consternación.
Ciro sigue llorando. Llora por lo que fue, por lo que no pudo ser, por lo que pudo haber sido y, sobre todo, por los recuerdos que ahora son fantasmas.
—Ciro…Tranquilo.
Llora aún más. Llora incontrolablemente. Se queda sin aire, se agarra el pecho. Toma aire sólo para seguir llorando. Y entonces ella corre hasta él y lo abraza.
—Con eso… con eso no vas a conseguir nada…
—Pero pensé que…
—Yo también.
¿En serio creyó que sería un buen encuentro? ¿Que Clara lo abrazaría y todo volvería a ser como antes?
—No puedo enamorarme de un muerto viviente.
Y aun así quiere estarlo. Quiero volverse a enamorar de Clara. Detrás de ella, la Muerte lo mira con sonrisa maligna. Aquella niña ha envejecido siglos desde que la conoció. Los arabescos de su capa parecen ahorcarla. Su piel parece tener grietas. Sus pupilas están huecas.
—Ya no siento. No siento nada por Clara… No siento ¡No siento! — Y entonces se rinde, se rinde ante la Muerte—…No siento, como si yo también fuera un muerto viviente…
—Y así es como Ciro Montilla descubre que ha perdido 40 años de su vida —concluye la Muerte, triunfante—. No, toda su vida. Ya estás listo para contestar el único problema filosófico verdaderamente serio que existe: ¿Vale la pena vivir?
Clara se aparta de Ciro. Se tensa. Mira a la Muerte.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—La única que importa. Nunca, en toda mi existencia, he visto que alguien se quite la vida porque la naturaleza o las leyes de la física sean de una u otra forma. Qué importa que la Tierra gire alrededor del sol o al revés, Galileo abjuró de su verdad cuando se vio ante la hoguera. Oh, pero los he visto que se quitan la vida porque es una existencia inútil. La Naturaleza y las leyes físicas seguirán aquí con o sin ustedes. Y también he visto miles que se hacen matar por ideas que supuestamente les dan una razón para vivir. Dime, Ciro ¿Tú por qué vivirías…o morirías?
Clara lo observa con anhelo, con miedo, con esperanzas y desesperanzas atascadas en el limbo.
—Podemos volver a empezar —dice en un susurro.
—¿De verdad crees que eso es posible? ¿Desde cuándo en los mitos, leyendas o chismes humanos dos almas en pena logran vivir felices por siempre jamás? Ni siquiera en los cuentos de hadas ocurre tal cosa… Ya perdiste tu oportunidad, Clara Calderón. Y, si de algo te sirve, no, no lo amaste en vida.
—¡¿Y tú qué sabes de amor?! —Clara cae al suelo y también llora—. Te juro, Ciro. Te juro que te amé.
—Eso es lo que quiere creer. Estoy leyendo sus pensamientos.
—¡Deja de hurgar! ¡Sal de ahí!
—Aun si fuera cierto… —dice Ciro—. Hay que tener en cuenta la Naturaleza y las leyes de la física.
Ciro alza la vista y mira a la Muerte. Ella no se mueve, no pestañea, sus arabescos los tiene en tensión. Vuelve a tener ese extraño brillo oscuro, pero esta vez le da la bienvenida, lo disfruta. A Ciro se le pone la piel de gallina, tiene miedo. Tiene un miedo atroz. El miedo de saber que se está enfrentando a la Muerte misma. “¿Tú por qué vivirías… o morirías?, suena la voz de esa niña no tan niña como si fuera un eco. No lo sabe, realmente no lo sabe, y eso es triste. Hasta no saber la respuesta no puede dejar este mundo.
—Tienes en cuenta la Naturaleza y las leyes de la física para estudiar nuestro más profundo propósito; pero no las tienes en cuenta para estudiar la manera como llegamos a él. Por naturaleza somos impredecibles, somos confusos, somos inciertos. Somos criaturas que nos contradecimos constantemente. Lo que hoy amamos, mañana lo odiamos, y luego volvemos a tener fe en nuestro alrededor. En un mismo día podemos realizar el acto más loable y también el más cruel. ¿Y si Clara me amó en la mañana y me detestó en la noche? ¿Qué estás buscando, Muerte? No entiendo qué es lo que quieres de mí.
La Muerte se acerca lentamente. Su luz envuelve toda la sala. Si tuviera piernas, una parte de Ciro sabe que huiría. Tiembla, la Muerte se percata de ello. Sonríe. Se acerca más. Ciro se queda sin aliento, se agarra fuerte a la silla, a su sostén, a su cadena. “¿…Qué haces…?”, oye que pregunta Clara, pero ya no es capaz de entender lo que ocurre. Es como si su mente hubiera abandonado su cuerpo como mecanismo de defensa. Así que eso es saber que el final se acerca.
—No quiero nada de ti —dice la Muerte a su oído—. Te quiero a ti. Todo tú.
Y finalmente lo besa en la frente.
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XX
Ciro abandona toda esperanza
Ciro no siente dolor. Supone que eso es bueno. Solo ve oscuridad a su alrededor, parece que está en una especie de vacío. Eso también debe ser bueno. No tiene silla de ruedas. Eso definitivamente es muy bueno. Pero está consciente, está fatalmente consciente en medio de la Nada. ¿Es eso la muerte? Casi que prefiere el fuego, o el río helado, o el remolino incesante más que esa eterna conciencia de su identidad por los siglos de los siglos.
“Estuve sola, pero ya no lo estoy. Seguí el rastro de tu amor hasta encontrarte, y ahora mi corazón retumba con tus melodías “, escucha de repente.
—¿Pero qué…?
“Nuestros caminos se cruzaron, contigo conversé y reí, y ahora nada ni nadie te sacará de mis memorias más queridas”.
—Y sin embargo, hoy nos toca decir adiós.
La voz calla de pronto.
—¿…Eres tú…?
“…¿Quién escuchará los ecos de tus melodías? … ¿Quién te escuchará? "
—¿Dónde estás?
“Sólo deja que retumben entre las montañas….”
—Mamá…
La voz calla de nuevo.
Gira un poco y ahí está. Bertha Angarita está frente a él, sentada en el sillón que más le gustaba, tejiendo una bufanda roja. Flota hasta ella, quiere tocarla, quiere abrazarla…
—Mamá…
—No se acerque más.
—¿Qué…?
—¿Qué hace acá? Este es mi espacio.
—Mamá..
—¿Qué pensó? ¿Qué lo amaría luego de lo que me hizo?
—Pero qué…
—Dígame, Ciro. ¿Cuándo tuve tiempo para mí? ¿Cuándo me tocaba a mí cumplir mis sueños, en lugar de intentar que usted tuviera derecho a tener los suyos?
—Qué rayos…
—¿Sabe qué quería?
—Dime.
—Quería ir a Bogotá. Sólo eso. Nunca la vi.
—Mamá…
—Qué sueño más estúpido, ¿no? Ir a una ciudad mediocre, de un país mediocre, porque eso es lo que merecía por ser tan mediocre.
—No fuiste mediocre…
—Claro que lo fui. Era maestra de escuela, no tenía derecho a aspirar tan alto. Sólo tenía que mantener los pies en el suelo y ni siquiera de eso fui capaz. Me tenía que enamorar de ese doctor, su padre. Un sinvergüenza.
—Pero si murió poco después de mi nacimiento.
—Eso dijeron, que había muerto en una riña. ¿De verdad se cree ese cuento?
—No entiendo…
—Nunca entendió nada. Estoy segura de que fingió su muerte para no tener que cargar con la maestra de escuela y su muchachito con polio.
—Cómo sabes eso.
—Porque a diferencia de usted, que no entiende nada, yo sí tengo sentido común.
—¡¿Bueno, pero este trato a qué se debe?! —explotó al fin—¡Soy tu hijo, que por cierto, no ves hace setenta años! ¡Setenta!
—A la Muerte gracias.
—Eso… eso fue un golpe bajo.
—Y, sin embargo, es la realidad.
—¿Cuándo dejaste de amarme?
—Tal vez nunca lo hice. Quizá me convencía de que lo quería. Soy su madre, y las madres tienen la obligación de amar a sus hijos. Si tuviéramos la posibilidad de elegir, seríamos una abominación de la Naturaleza.
—No, no tienen la obligación…
—Quienes se han atrevido a elegir, ahora deben estar en el infierno.
—¿Acaso esto no te parece ya el infierno?
A la mujer que alguna vez fue la madre de Ciro se le contrae el rostro en una mueca de dolor.
—Es mi infierno, por amar al que no debía e intentar amar al que sólo podía rechazar. Ahora estoy en soledad, sin nadie que me ame y que yo pueda amar de vuelta.
—…Me puedes amar a mí.
—¿Para sufrir de nuevo con sus convulsiones? ¿Para no poder dormir, a causa de sus gemidos? ¿Para pensar en todo lo que podría hacer de no ser por usted? Es cierto, podría amarlo. Eso sería un infierno más acorde con mis demonios internos.
Así que Ciro se rinde. Se rinde ante su desidia. Su desidia para amar y odiar, porque no amó lo suficiente, no odió lo suficiente. No sacó de su vida a ese señor que alguna vez fue su padre. No fue capaz de cargarlo y cargar su cruz en forma de polio. No lo odió tan intensa, tan irracional, tan vehementemente como para dejarlo tirado en alguna esquina de Ambalema y vivir. Vivir tan intensa, tan irracional, tan profundamente como para olvidarlo y viajar a Bogotá, a cuevas inexploradas, a cascadas que esconden tesoros, a algún sarcófago. Un sarcófago no es propiamente un sitio, pero quisiera que se fuera allá, para que él también la olvide y momifique su recuerdo.
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—Aun así te amo.
—Es lo más estúpido que he escuchado en el más allá.
—Y, sin embargo, es la realidad.
Gracias a la Muerte, supone, Ciro deja a su madre y de pronto se encuentra en una habitación circular y pequeña. En las paredes hay cuadros de arcángeles, ángeles y querubines. Miguel, Rafael, Uriel, Raguel, Sariel, Remiel… Un centenar de ojos compasivos lo observan, lo perfilan, lo vigilan… Y se siente incómodo.
En el centro está una mesa con dos sillas, y en una de ellas está sentado un viejo más o menos de su edad. Tiene la cara tan llena de arrugas, que el rostro que debió parecer de forma cuadrada, tiene un aspecto ovalado y cansado. Es como si las arrugas arrastraran el cansancio de toda su vida, o todo lo contrario, le recordaran todo el esfuerzo y toda la tristeza que ha tenido que sufrir para que, al final, tenga que vivir con ellas eternamente. Está vestido con una chaqueta raída y una boína sucia. Levanta su mano venosa, se quita la boína, descubre una coronilla calva y corácea, todo su cuerpo es tortuoso y desagradable a la vista. Ciro quiere que abandone la habitación, pero sus pies están clavados al piso como si fueran raíces. Parece un árbol, y es como si los cuadros a su alrededor le gritaran una y otra vez que ese es su sitio.
—Cachifo.
No puede ser. No es él. De ser él lo habría reconocido. No. No. No…
—¿Eduardo?
—¿Una partida? —Con su mano temblorosa toma una baraja situada en el centro de la mesa—. ¿Qué? ¿Mucho miedo?
—¿Me está retando, pendejo?
Ciro se acerca con paso firme, tratando de pensar en que por fin puede caminar. Trata de concentrarse, pero Eduardo le causa cada vez más repulsión. “¿Mucho miedo?”, parecen repetir los ángeles. “No”, trata de contestarles, pero es inútil. En cierto modo, Eduardo le recuerda a esa gárgola solitaria que fu él vigilando desde un undécimo piso, y eso le causa repulsión.
Se sienta frente a él. Lo mira. Se obliga a sostenerle la mirada.
—¿Me está retando, pendejo? Hágalo, que no pienso perder.
—¿Aventón?
—Lo que quiera. Igual va a perder.
Eduardo apenas sonríe de manera retorcida, y reparte las cartas.
—Entonces, ¿qué ha hecho desde que morí?
—No mucho, trabajé hasta cuando mi cuerpo y mente no pudieron más.
—¿Y ahora?
—Paseo con mi sobrino… Y me quedo en la casa el resto del tiempo.
—Me imagino. Clavado a esa silla de ruedas supongo que no puede hacer mucho más.
Ciro no piensa dejarse. No va a sucumbir a sus ataques.
—Siempre habrá cosas por hacer. Últimamente he tenido una visitante lo más de interesante.
—También converso con ella de vez en cuando. Hablar con ella es… vigorizante.
—Sea más preciso.
—Hablamos de acontecimientos de mi vida la mayor parte del tiempo. Me recuerda eventos desde una perspectiva de la que ni yo mismo era consciente. Por ejemplo, ¿tuvimos a alguien más que no sólo fuera tenernos el uno al otro?
—A qué se refiere —dice Ciro, mientras destapa la primera carta de su juego. Es un as que tiene que descartar. Mala movida.
—No teníamos más amigos. Y todo porque debía gastar mi tiempo y mi juventud en subirlo y bajarlo. A usted, a quien no le debía nada.
Eduardo destapa una de sus cartas, un 10 de picas, y la cambia por el as de Ciro.
—No había pensado en…
—O Clara. ¿Por qué se casó usted con ella y no yo? Yo al menos tenía un cuerpo que ofrecer. Habríamos tenido hijos. ¿Ella quería?
—Sí...
—Y usted la desperdició. ¿Es que acaso todos debemos arrastrarnos hasta su nivel? —Bota una carta de su mano sobre la mesa y toma una del naipe. Sonríe de nuevo, y Ciro no puede evitar pensar en esos labios retorcidos besando a Clara.
—Yo no…
—Usted nada, Ciro. Tuvo admiradores, porque inspiraba compasión. Tuvo envidiosos, porque ganó cosas que no se merecía. Tuvo a Clara porque su diferencia la atrajo, como mosca a la luz, y cuando se quemó, ya era demasiado tarde. Usted fue una condena para todo aquel que lo rodeó. Y todos acabamos muertos. Todos muertos menos usted.
—¿¡Y entonces por qué no se alejó?! ¡Imbécil!
—Realmente no lo sé —contesta con calma mientras destapa otra de sus cartas. Una K de corazones. Es como si tuviera un juego perfecto. Hasta de pronto lo tiene y los cuadros de ángeles se burlan de la ingenuidad de Ciro.
—¿Sabe a qué conclusión he llegado? Somos unos animales, y los animales viven de la costumbre. Todo ese cuento de que tenemos voluntad, de que podemos superar nuestros miedos y defectos, que podemos redimir nuestros errores… Eso es psicología barata. El mundo es demasiado grande, demasiado peligroso, demasiado indiferente como para que conspire a nuestro favor. Así que tuvimos que evolucionar para hacerle frente a esta apatía cósmica. Y no encontramos mejor remedio que aferrarnos a estos hábitos que, poco a poco, nos otorgan el regalo divino de no pensar. Vamos por la vida como autómatas, porque así es mejor.
—Habla como si fuéramos zombies.
—Me gusta más pensar que somos marionetas. Fui su marioneta, pero la muerte me dio la libertad. —Eduardo destapa su tercera carta de cuatro. Es una Q de diamantes. La levanta con deleite, se la deja al frente y toma otra del naipe—. Su turno.
—¿Ha hablado con la Muerte de esto?
—Muchas veces.
—Me imaginé. Tiende a obsesionarse con muertos vivientes —dice con calma, mientras toma la Q de diamantes y la cambia por la única J de su mano, la mejor carta del naipe.
—Bueno, empezamos a morir desde que nacemos. Literalmente somos muertos vivientes en vida o en la muerte. No me extraña que se obsesione, y así es mejor. Para qué pelear contra la indiferencia. —Con cuidado, Eduardo coge la J que Ciro ha dejado. Es como si esperara de él una trampa. Ciro le hace un ademán para que prosiga y finalmente la toma. En su lugar se deshace de un 4 de corazones. No sabe para que continúa. Es seguro que ganará.
—Tiene muy poca fe en nuestra especie.
—Después de ver quién gana en ese mundo que afortunadamente ya dejé, claro que perdí la fe.
Y entonces, a su alrededor, un coro empieza a cantar “Maestro, ¿no te importa que nos ahoguemos?” Narrador: Los ángeles repiten aquella frase como un mantra, y Eduardo cierra los ojos con… ¿Es eso placer? Ciro espera a que los ángeles sigan con el resto de la parábola. Que canten cómo Jesús calló al viento y al mar, cómo les increpó a los apóstoles su falta de fe, pero los ángeles no cantan más allá de esa frase. Voces: “Maestro, ¿no te importa que nos ahoguemos?”, ¿no te importa que nos ahoguemos?”, “¿nos ahoguemos?”, “ahoguemos…”…
—Eduardo…
Él no responde.
—Eduardo, por favor…
Él sigue con los ojos cerrados y ahora susurra esa frase desgraciada. Se ha unido al coro.
—Cachifo.
—”¿De qué tienen miedo?—recita entonces—. “¿Por qué tienen miedo? ¿Acaso todavía no tienen fe?, “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.
El coro por fin se calla. Eduardo por fin abre los ojos. Y lo que ve detrás de sus ojos es rencor.
Me aviento. —Sosteniéndole la mirada, baja las cuatro cartas de su mano. Dos ases, un 2 y una J. Ganó—. No se esfuerce por salvarme, nadie necesita la salvación de un tullido. Y si Jesús no me salvó, usted menos lo va a hacer. Ni siquiera es capaz de ganar un aventón, mucho menos le ganará un alma a la Muerte.
—Creí que era mucho mejor que esto, cachifo. Que era orgulloso, que era sensible, que de la amistad obtenía fuerza, que pensaba lo mejor de la humanidad.
—Pero, dígame, ¿a alguien le importó? Usted mismo se lo preguntó hace poco. ¿Cómo es posible que el creador de todo lo que es y todo lo que fue nos ame, así como amó a Lázaro? Somos insignificantes, y le aconsejo que lo vaya aceptando.
Ciro quiso haberle dicho que se equivocaba, que él también estaba equivocado, que podían vencer juntos a la misma Muerte, que podían regresar juntos de nuevo, como alguna vez lo hicieron. Él se lo habría negado, le habría dicho que no volvería caer en ese error. A Ciro no le habría importado. Era de lo poco bueno que había tenido, no quería perderlo… y lo perdió. Ya no era Eduardo, sino un árbol encadenado a un mantra….Muy parecido a él, a decir verdad. Si ese era el caso, ¿en qué se había convertido?
—Hey, doctorcito —dice entonces una voz.
—¿Ah?
—Deje de pensar en el otro. De todos modos, está condenado y nada se puede hacer por él.
Sin darse cuenta, ya no está en la habitación circular de Eduardo, sino en la esquina donde solían hablar el cachifo, Fernando y él antes de ir a almorzar. El que había sido su jefe y su maestro estaba frente a él, sentado sobre un tronco. Sobre sus pies yacen más de una docena de cigarrillos y seguro caerían más, a juzgar por el que ahora está en su boca y la cajetilla que tiene en la otra mano.
—¿Y es que acaso por usted sí se puede hacer algo?
Fernando apenas le regala una sonrisa ladina y le da una calada a su cigarrillo.
—Yo no importo, doctorcito. Siempre supe que el destino me deparaba algo así.
—No me parece ese tipo de persona.
—¿Ah no? Igual, le parezca o no, aquí estoy, vertiendo mi alma en este fuego que se consume, y que de paso me consume —dice, soltando una nueva calada.
—¿Y dónde quedó todo eso que nos enseñó? Que leyéramos esto y lo otro, que pensáramos, que repensáramos, que reflexionáramos y dudáramos de nuevo. ¿Nunca lo creyó, acaso?
—Eso no importa. O, mejor dicho, importaba allá arriba, o abajo… o dónde quiera que quede el mundo real. Es allá donde importan las cosas. Para serle sincero, nunca entendí a esas personas que vivían con la esperanza de una vida mejor más allá de la muerte. ¿Y si no existe? ¿Y si no es como se la imaginan, lo cual seguro que así es? Además, qué importa si hay o no una segunda vida. Es como estar persiguiendo elefantes rosados o esperar a algún amigo en la estación del tren hasta que quede vacía. Es una ilusión, y las ilusiones son hermosas, pero ilusiones al fin y al cabo.
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Fernando fuma hasta acabar el cigarrillo e inmediatamente va por otro. Al abrir la boca, descubre una dentadura amarilla y desgastada, y es tan repugnante como triste. Fernando Reyes es apenas la sombra de lo que fue, y al mismo tiempo es el resultado de años y años de preocupaciones por el pasado, el presente y el futuro. Su cuerpo y alma se han transmutado en granito, porque fue lo suficientemente valiente como para encontrar un para qué en vida y aceptar todas las consecuencias de sus creencias y decisiones; incluso de los vicios que no quiso dejar.
—¿Sabe qué es lo único de lo que me arrepiento?
—Dígame.
—De usted. Creí en usted, le vi capacidades, y no hizo un carajo.
Ciro reaccionó como lo hacía cuando trabajaba para él. Bajó la mirada, se envaró, las piernas le temblaron. Sobre todo, no le contestó. Después de años de experiencias, de matrimonio, de magistratura, de vejez, de llegar a su misma edad y hasta más, seguía comportándose como un crío.
—Después de todo lo que intenté enseñarle, ¿vanidad y orgullo fue todo lo que pudo conseguir?
—Eso no es cierto…—apenas pudo susurrar.
—¿Ah no? Impartió justicia cual si fuera un dios, resolvió casos con el mero ánimo de coleccionar títulos, se olvidó de todos quienes lo apoyamos y lo elevamos hasta donde llegó. Ni siquiera fue capaz de invitarme a su matrimonio, por todos los clavos de Jesucristo. Le mostré lo impuro que era el mundo y usted no alcanzó a ser un mar impetuoso que pudiera recibir su sucia corriente. Todo lo contrario, fue como Eduardo, que, como un árbol, quiso alzarse hasta el sol y entre más se elevó, más hundió sus raíces hacia la tierra, hacia abajo, hacia lo oscuro, lo profundo… hacia el mal. Hacia el mal porque los hice perderse en la vida de otros, en la vida de Karámazovs y Quasimodos, de Raskolnikovs y Annas Kareninas, de Florentinos Arizas y de Jay Gatsbies. Quise adentrarlos en un bosque para que se encontraran a sí mismos. Y por poco lo hicieron, por poco ambicionaron ser héroes, pero resultaron ser unos libertinos y unos cascarones vacíos.
El Fernando que conocía Ciro se habría jalado los pocos cabellos que le quedaban en la cabeza. Habría lanzado su cigarrillo y habría dado zancadas hacia él hasta casi tocarle la frente. Lo habría penetrado con la mirada, lo habría sacudido…. Pero ese Fernando murió. El fantasma de Fernando que tenía enfrente ya estaba demasiado cansado para eso. Además, de qué habría servido, igual, Ciro ya no tenía salvación.
—Ya. No importa. Nada importa. Fracasé con ustedes. Tampoco soy un dios para redimir lo irredimible. Una mujer sin amor que dar, un alma solitaria, un árbol y un vicio eterno. Eso es todo lo que logró en vida, Ciro Montilla.
—Fernando…
—Váyase —le dice, dándole una última calada a su cigarrillo, y desaparece.
Desaparece sin un último adiós. Sin gritarle, sin regañarlo, sin una última esperanza. La última, la que se supone que tiene la fuerza suficiente hasta para levantar muertos de la tierra. Y muertos son los que ahora danzan a su alrededor. Son todos iguales, todos son el Hombre del Pañal, que gira en derredor, mirándolo con ira.
“Me encontraste cuando estaba en medio de la tormenta”.
—Quise sacarte de la tormenta. Tuve voluntad.
“Pero la tormenta no amainó”
—Lo intenté… Intenté hacer algo por todos ustedes…
“No, no lo hiciste. Lo que hiciste fue dormir. Dormir mientras nos ahogábamos. No te importó nuestro porvenir”.
—¡Lo intenté! ¡Hice todo lo que estaba a mi alcance! ¡Estudié, sentencié, juzgué!
“Y, de todos modos, no silenciaste al viento y al mar”.
—¡No soy un dios, como para que el viento y el mar me obedezcan! ¡Sólo soy un humano que hace todo posible por cambiar su parte del mundo!
“Y, sin embargo, dios te creíste, y lo único que conseguiste fue una mujer sin amor que dar, un alma solitaria, un árbol y un vicio eterno. No nos amaste porque fuimos insignificantes para ti, e insignificantes en verdad que somos. ¿Qué derecho teníamos para exigirte tu amor y tu cuidado?”
—Lo tenían… lo tenían…
“Sólo eras un humano que se creyó dios, y los dioses también tienen su propio infierno: su amor a los hombres.”
Los Hombres del Pañal se detienen y se transforman. Sus cuerpos se deforman, como si se estuvieran derritiendo, hasta que sólo quedan masas amorfas que, aun así, denotan una especie de rostros inhumanos.
“Nos juzgaste, nos despreciaste. Es ahora nuestro turno”, murmuran dentro de la cabeza de Ciro.
—“No”—piensa Ciro.
“Tu vanidad, tu orgullo, tu egoísmo te empequeñecen. Intentaste amar, pero solo te amaste a ti. Odiaste a todos y a todo, porque también te odiabas. No dejaste nada a nadie. Tus victorias fueron ilusorias. Juzgaste sin juzgarte a ti mismo y de eso sólo quedó el olvido. Ciro Montilla, el lisiado que nunca se levantó”.
—Tuve que haber hecho algo bien. A alguien tuve que ayudar, por algo fue que juzgué.
“Tus ayudas fueron efímeras y tus errores interminables.”
—Intenté ser ecuánime y compasivo, y lo hice por ustedes, ¡desagradecidos!
“Y no te rindió frutos, porque las cobardías más grandes han sido cometidas por los más compasivos. Tu discapacidad fue tan compasiva como cobarde. No fuiste lo suficientemente fuerte para desprenderte, como te lo pidieron Bertha Angarita, Fernando Reyes, Eduardo Castellanos, Clara Calderón… No fuiste capaz de decidir a pesar de tu silla de ruedas. Y te quedaste en la autocompasión y tu propio éxito a pesar de los demás.”
—¡Mienten! ¡Mienten!
Ciro se agarra la cabeza en un acto de desesperación. No quiere escucharlos, y las voces siguen, están adentro. No más, ya no aguanta más. Grita cada vez más fuerte para acallar las voces, pero ellas siguen ahí, como un taladro, como una carga, como una cruz…
—¡Muerte! ¡Muerte! ¡No más! ¡Ven! Ven… ven…ven.
Las voces se callan de pronto, como si tan sólo hubieran sido una cacofonía que se hubiera devuelto a su universo disonante. Pero él sigo gritando y llorando porque su recuerdo aún está en la cabeza, como un eco.
—¡Cálmate, Ciro! —le ordena la Muerte.
Ciro está de vuelta en su casa. Gracias a la Muerte está de vuelta.