Recordatorios, relatos y notas para después de la pandemia
Cali, 23 de marzo de 2020. 5:49 pm
Ellas, mis hijas, llegaron de Lyon, el sábado 14 de marzo. La puerta por la que salen los viajeros internacionales del aeropuerto Bonilla Aragón, de Palmira, estaba casi vacía. Apenas un mes atrás habíamos estado allí y no cabía un alma.
Antonia (19 años), mi hija menor, organizó el viaje de retorno en un dos por tres el viernes a las 7:00 am. Rocío y yo íbamos de camino a la Universidad del Valle, a dictar clases, cuando recibimos su llamada vía WhatsApp: estaba desesperada. Muchos de sus compañeros de universidad en Lyon estaban regresando a sus países de origen y sus amigos locales iban de vuelta a sus casas. Se rumoraba que Macron impondría el confinamiento general a partir del lunes 16 de marzo, justo un día después de las elecciones regionales, y ella sospechaba que a partir de entonces sería un dolor de cabeza salir del país y encontrar vuelos. (Tenía razón). No quería estar en Francia encerrada en caso de que se declarara la cuarentena, y nos consultaba para decidir si compraba, con tarjeta de crédito y a precio de ocasión dos tiquetes aéreos para el viaje de retorno de ella y Catalina (22 años), nuestra otra hija. Aunque Rocío y yo vacilamos un poco, en cuestión de minutos todo estaba decidido. Vénganse, es probable que las clases cesen en pocos días en Francia y no tiene sentido que se queden allá sin apoyo familiar.
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Mientras continuábamos la ruta hacia la universidad, la llamada WhatsApp nos entregaba en tiempo real la voz de Antonia tramitando la compra en línea de dos tiquetes -los últimos cupos- de un vuelo que pasaría por Francfort, Panamá y Cali. Una y otra vez la transacción financiera fallaba, la tarjeta no servía, el proceso abortaba, la conexión se caía. Su nerviosismo se hizo nuestro.
Cuando llegamos, tras un viaje en el que mi conciencia estuvo dividida entre los trámites digitales de Antonia en Lyon y la manipulación del freno, acelerador y timón del carro en Cali, Antonia nos obsequió su voz de alivio: había conseguido comprar los dos tiquetes mientras, paralelamente, Rocío convencía a Catalina, vía llamada WhatsApp, de que volver era lo más conveniente. Eran las 7:52 am del viernes 13 de marzo.
Hace unas semanas no estábamos muy seguros de que podríamos verlas en Colombia para las vacaciones de verano, durante los meses de julio y agosto. Y ahora el Covid 19 -que en ese entonces se llamaba Coronavirus- nos las había regresado antes de lo esperado.
Llegaron a casa al día siguiente.
Unos días atrás les habíamos enviado noticias informándoles que habría una mascota nueva en casa: una perrita. Dante, el gatito que ellas se habían encargado de rescatar años atrás, tendría una rival o una aliada. No podemos saberlo. Y ellas estarían aquí para hacerse cargo de su crianza.
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(Quisiera que se llamara Covida, que tiene la gracia de darle una vuelta de sentido a Covid y prolonga de alguna manera el nombre de nuestro perrito, muerto hace años: Coan).
Así es la vida: empuja conexiones luego de destruir puentes. Enhebra relaciones inesperadas entre personas humanas, personas no humanas, objetos y circunstancias aquí y allá.
Un virus -realmente varios miles de millones virus- ha reorganizado la vida común y cotidiana de miles de millones de personas, en el curso de tres meses. Apenas hace algunas semanas se había reportado un incremento del número de pasajeros de avión en el mundo: 9,1% entre 2018 y 2019. El 2020, sin duda, ofrecerá un panorama sombrío para la industria de la aviación y el turismo.
Y no tenemos idea de lo que se viene. Pero sí hay algo claro: se abrieron las puertas de una nueva configuración del mundo que puede ser profundamente tenebrosa y brutal o significativamente esperanzadora y propicia. Pueden triunfar decisiones y fuerzas globales que alienten una humanidad más plena y potente, o pueden prolongarse por varias décadas más la estupidez y la irracionalidad que, en general, ha venido gobernando los destinos humanos de manera abrumadora. Esa estupidez consiste en que, nunca como ahora, habíamos liberado tantas posibilidades materiales y técnicas donde instalar formas de vida auténticamente autónomas, satisfactorias e incluyentes para todos, y al mismo tiempo, nunca como hoy, habíamos invertido tantos esfuerzos orientados a despilfarrar esas fuerzas, a contenerlas, a administrarlas y atajarlas en nombre del derecho de unos pocos a poseer casi toda la riqueza globalmente generada por todos.
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Hay optimistas moderados como Zizek (descargar)y hay personas más cautas y hasta cierto punto pesimistas como Byung Chul Han (descargar) respecto a lo que encontraremos más allá de la puerta que acaba de abrirse. De cualquier manera, incluso si transitoriamente triunfan los atajadores y los destejedores, la mayoría de seres humanos continuaremos embarcados en esa milenaria lucha franca en favor no de la mera supervivencia, sino de una vida que tenga sentido vivir y haya válido la pena haberse vivido.