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Diez años de la muerte de Rafael Baena: lea un capítulo de su novela “Memoria de derrotas”

Se cumplió una década del fallecimiento del novelista, periodista y fotógrafo. Un fragmento de su novela póstuma, publicada con el sello Alfaguara (2017).

Rafael Baena * / Especial para El Espectador

15 de diciembre de 2025 - 10:08 a. m.
Rafael Baena (Sincelejo, 1956 - Bogotá, 14 de diciembre de 2015) fue reportero y editor de medios de comunicación como el Diario del Caribe, las revistas Antena, Cambio 16 y Cromos, el diario El Espectador, el noticiero de televisión Noticias Uno y la revista Credencial. “Memorias de derrotas” está escrita en clave autobiográfica: Marcelo es un reconocido editor que enfrenta una grave afección pulmonar. Eloísa, su exesposa, es ahora la mujer de Juan Eugenio Cavadía, un talentoso autor de novelas históricas al que Marcelo edita, pero sobre todo envidia por haberse quedado con la mujer a la que él todavía ama.
Foto: Archivo Particular
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¿Cómo es posible amar tan intensamente a alguien que hace apenas unas horas era un desconocido?, se pregunta Marcelo cuando la madre de su nieto lo deja sobre sus muslos y le encomienda cuidarlo. Queda entonces a solas con el niño de sólo ocho meses de edad, sosteniéndolo torpemente con las manos bajo sus axilas, hipnotizado al ver su sonrisa de seis dientes mientras se afianza sobre los piecitos para empinarse y darle topetazos en el pecho. Como en esta tarde el sol andino recalienta el asfalto del techo y el ambiente es algo sofocante, el hijo viste apenas un pañal y una pequeña camiseta que dejan ver la perfección de su cuerpo de luchador de sumo miniaturizado, con brazos de estibador, piernas macizas y una cabeza calva de formas perfectas que, a juzgar por su mirada vivaracha y su temperamento bonachón, alberga una inteligencia capaz de adaptarse para sobrevivir al difícil mundo que le tocó en suerte. (Lea un perfil sobre Rafael Baena, escrito por Nelson Fredy Padilla)

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Mientras su nuera Ema regresa, el abuelo acaricia con gozo aquella apetitosa masita y, al posar los labios sobre la suave pelusa que aún no alcanza a ser pelo, saborea su sudor dulce y cálido. El momento es casi mágico y lo enternece tanto que se avergüenza y mira hacia el corredor con la esperanza de que Ema se haga cargo del tipilín, como le dice ella. En el entretanto, para que el bebé se vaya enterando un poco del talante del abuelo al que ahora jala las guías del bigote y empaña las gafas, le dice:

—Caballerito: ya te enterarás de que el calor que te permite estar casi empeloto en Bogotá se debe a una catástrofe climática. Y entonces me odiarás, nos odiarás a todos por heredarte un planeta en extinción, mi estimado.

Tras soltar el discurso apocalíptico, intenta entender el origen de su inexplicable adoración por el recién llegado, con quien hasta ahora no había compartido ningún momento de su vida. Piensa que quizás el amor incondicional tiene su origen en el mismo punto del cerebro donde nace el odio irracional, especula con que ambos sentimientos son el mismo sentimiento, sólo que alterado en cada caso por factores químicos y genéticos que elevan a las personas hacia el nirvana de los afectos o las sumergen en el remolino de la aversión. De cualquier modo, lo concreto es que este niño, registrado en notaría como Leonardo, vino al mundo mediante una cesárea porque su singular tamaño echó por tierra el plan con el que Ema quería dar a luz en su casa de Nueva York, de manera natural y con una partera asistiéndola. Ella siente que estaba en lo correcto al optar por un parto natural, pese al sermón que recibió de los médicos que a la postre terminaron atendiéndola en el hospital adonde acudió de urgencia. De hecho Genoveva, su hija mayor, nació en un apartamento de Teusaquillo en presencia de un obstetra, una partera y sus dos abuelas, pero aquel fue el parto de una niña de tamaño normal, para nada parecida al jayán cuyo tamaño hizo necesario el bisturí.

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Al pensar en las circunstancias del nacimiento del hombrecito, Marcelo entiende por qué los galenos reprendieron a Ema y censuraron su fallida intención de recurrir a lo natural: si dicha práctica llegara a generalizarse, contribuiría de manera significativa a descongestionar los sistemas nacionales de salud, pero al mismo tiempo representaría menos ingresos para quienes programan cesáreas con criterios más propios de cadenas de montaje y traen al mundo muchachitos como si se tratara de desgranar vainas de alverja. En los días que corren no está bien visto hacer esguinces a las instituciones, y se desaprueba la creatividad a la hora de tomar decisiones cruciales para la vida, como por ejemplo parir un hijo en la misma casa donde vivirá, lejos del destello de los reflectores de los quirófanos, del tropel de batas verdes y del maremágnum de mangueras, jeringas y escalpelos. El sistema prescribe canales, carriles, rieles a través de los cuales las personas deben transitar desde el nacimiento hasta la muerte, so pena de recibir castigos que van desde una simple mirada de reproche hasta condenas en los tribunales, y tal cosa vale tanto para llegar al mundo como para abandonarlo, de modo que quizá por eso experimenta cierto tipo de afinidad con el pequeño Leonardo, porque su aterrizaje sobre el planeta se asemeja a la forma en que quisiera irse él mismo, situado hacia el final de un recorrido que el niño apenas comienza.

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Debido a la enfermedad, siente que su muerte está cercana, y sólo espera que le den la oportunidad de partir sin someterse a tratamientos y hospitalizaciones inútiles. Tiene ya firmada ante notario una orden de no resucitación, su historia clínica está encabezada por la frase «El paciente manifiesta su voluntad de no ser mantenido por medios artificiales», y porta en la billetera sin billetes el carné de la Fundación Derecho a Morir Dignamente. Pero de todos modos no confía en sus previsiones porque quizá la emergencia final lo sorprenda lejos de sus médicos tratantes. Nunca se sabe, y no descarta que durante los minutos finales de su existencia se tope con algún apóstol de la salud apegado a la regla según la cual la vida debe prevalecer sobre la muerte, como si esta última no formase parte de aquella.

Es evidente que su idea de muerte natural no coincide con la de la medicina ortodoxa occidental, según la cual la parca llega cuando tiene que llegar, no antes. Esa es la versión del discurso de boca para afuera, porque mientras aquella acude puntual a la cita, el paciente es conectado a cables, mangueras, sondas y catéteres a través de los cuales se medica, alimenta y evacúa, al tiempo que los sensores electrónicos detectan sus signos vitales para reanimarlo en caso de que el cuerpo intente rendirse. De ese modo, la autoestima del médico a cargo del aparataje recibe un estímulo similar al que recibe un futbolista cuando anota un gol, pues no sólo consigue ganarle el pulso a su enemiga sino que se mantiene fiel al juramento hipocrático. Además, y esto es muy pero muy importante, la caja registradora del hospital continúa facturando, porque no debe perderse de vista ni siquiera por un instante que en los tiempos que corren la ciencia médica, como casi todas las actividades humanas, se rige por criterios de eficiencia gerencial.

Por tanto, Marcelo tiene la certeza de que sufrirá más de lo necesario si decide esperar a morir «naturalmente», aunque de momento las dimensiones de ese sufrimiento terminal no sean mensurables. En cambio, si toma un atajo para abreviar el proceso necesitará la complicidad de un médico amigo, un tipo que no corra a rezar un rosario cuando oiga la palabra eutanasia. Con esa clase de ayuda disponible, podrá obviar la angustiosa agonía final y librará a sus seres queridos del estrés de verlo boquear como un pescado sobre las tablas del muelle. Le gustaría asumir la actitud de cierta gente que ve con buenos ojos aquello de dejar fluir las etapas finales de una enfermedad hasta que la voluntad divina decida el momento del desenlace, pero le resulta en extremo difícil hacerlo porque el agnosticismo y el positivismo cartesiano son sus taras, reforzadas por un recelo labrado a fuerza de desengaño, de nadar en un mar de mentiras de diversa índole. La verdad es que está tan cansado que no cuenta con la energía necesaria para asumir las cosas de manera más desprevenida y, sobre todo, menos mansa. Necesita a toda costa ser previsivo y adelantarse a los acontecimientos con la complicidad de un galeno que no sea un mercenario del sistema de salud o de las trasnacionales farmacéuticas, un tipo que entienda su profesión como lo que es: una ciencia, no un instrumento para enriquecerse y soportar el sistema.

Cada día le resulta más fácil aceptar que ya pasó su tiempo sobre la Tierra, y Leonardo es el heraldo encargado de recordárselo cuando sonríe y deja al descubierto las seis hachuelas con que mordisquea la manguera que le suministra oxígeno veinticuatro horas al día. Se pregunta si todas las personas se sienten igual de obsolescentes al llegar a cierta edad, o si padecer algún mal que merma significativamente sus capacidades las hace sentir que caminan al borde de la cornisa. No pertenece al grupo de quienes cantan emocionadas alabanzas a la vida, pero por lo que a él respecta, y en vista de que aún está vivo, hay cosas a las que no desearía renunciar sino hasta que se encuentre a punto de patear el balde: las amistades, la buena mesa, su familia más próxima y el sexo, en orden aleatorio y dependiendo del estado de ánimo, la neurastenia y las necesidades del momento. Aunque haya perdido el miedo de morir, se aferra a la vida cuando piensa en el bienestar que le produce la cópula. Ojalá pudiera echarse otro polvito más, o varios, que haberse convertido en abuelo no significa necesariamente renunciar al placer.

De ninguna manera la proximidad de su final representa para él una capitulación. Gracias a la tecnología, y a las previsiones que ha tomado, aún puede trabajar en casa y desplazarse a otros lugares cuando es estrictamente indispensable. Todo cuanto necesita llega a su puerta o se posa sobre la mesa de trabajo de su estudio, y cuando requiere compañía para cumplir con una cita médica o asistir a una reunión social está disponible María José, que por una tarifa razonable se hace pasar por enfermera, terapeuta o asistente, según sea el caso. La conoció a través de un anuncio clasificado en internet que ofrecía jóvenes acompañantes y masaje tántrico a domicilio. Marcó sin mayor expectativa el número de teléfono celular que aparecía, convencido de que sería otro encuentro más, no muy diferente de los que solía sostener recurriendo a similares avisos en la red desde cuando entendió, como cierto personaje de Vonnegut, que el comercio carnal practicado de manera sincera es una de las mejores ideas puestas por Satanás en la manzana que Eva mordió.

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—¿Cómo la quieres? —preguntó al otro lado de la línea una joven voz femenina.

—Pues… bonita, por supuesto. Y discreta, que no se maquille ni se vista de manera llamativa.

No deseaba estar en boca de los vecinos en caso de que la vieran en el ascensor o en la recepción, por no hablar de lo chismosos que son los porteros. María José resultó ser ambas cosas. Discreta, porque llegó vestida de manera sencilla, incluido el muy de moda blue jean roto por el que asomaban partes de su muslo. Traía un morralito con sus cosas y algunas prendas de recambio, que además encajaban perfecto en el rol de terapeuta con el que se anunció en la portería. Y bonita, porque apenas puso los billetes de su paga a buen recaudo y llamó por teléfono a su alcahueta para decir que todo marchaba bien, se despojó de su ropa y quedó apenas con un body de fino encaje negro, mucho más excitante que la misma desnudez. Se tomó su tiempo para exhibirse frente a él, que sentado en el sofacito del estudio se maravillaba ante aquella perfección que se movía con lentitud mientras doblaba su ropa sobre la silla del escritorio. Era de una delgadez grácil y firme, con unas proporciones y una feminidad capaces de conquistar el mundo. Para Marcelo estaba claro que, en condiciones normales, aquella ninfa que lo desvestía y acariciaba estaba fuera del alcance de un hombre de su edad, a menos que tuviese la clase de poder que otorgan la fama o la riqueza. Tipos como él sólo podían acceder a una mujer como aquella si pagaban por sus servicios. Más embriagado con la contundencia de su belleza que con los dos whiskies dobles bebidos a la espera del efecto de la necesaria pastilla de sildenafilo, le pidió ponerse en pie para besarle el estómago, abrazarse a su cintura y agradecer su buena suerte a los dioses y a Satán. Extasiado con su aroma la despojó del body y vio que tenía depilada la vulva, dejando apenas un pequeño rombo de vellos en el monte de Venus. La llevó hasta el sofá para dedicarse durante un buen rato a descubrirla y acariciarla desde la cara hasta los pies, en el mismo ritual practicado con las distintas amantes ocasionales que visitaban su apartamento desde la ruptura con Clara, su última pareja estable. Como le ocurría siempre en esa clase de citas, verse obligado a comprar amor lo alegró en lugar de entristecerlo, pues la ausencia de fingimiento y la manera que tuvo María José de abordar diversos temas cuando pasaron los estremecimientos y llegó el momento de conversar, le permitieron percibir en ella a una persona inteligente a la cual podía recurrir en lo sucesivo en busca de servicios menos prosaicos.

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Por eso, en la siguiente ocasión en que sintió esa pulsión lasciva que aún hoy no lo abandona a pesar de sus años, volvió a llamarla, tanto por sus dotes de conversadora amena como porque desde aquel primer encuentro le resultó imposible olvidar su cuerpo y la forma en que lo había amado. Comprobó de nuevo que de ninguna manera había magnificado sus cualidades, y a ella también debió sucederle algo similar, pues a partir de entonces continúan viéndose con cierta regularidad, no sólo para intercambiar favores sexuales por dinero sino para asistir juntos a eventos o a un buen restaurante. Si por casualidad llegan a encontrarse con alguien conocido la presenta como su amiga, o asistente, o sobrina, dependiendo de la circunstancia y de la cara de la persona, que suele ser de mal disimulada sorpresa al verlo acompañado de una mujer tan joven. María José goza mucho en tales situaciones, especialmente cuando lo ayuda en el acarreo de la bala portátil de oxígeno, vestida con un sobrio uniforme adquirido en una tienda de suministros para profesionales de la salud. Le fascina interpretar ese papel porque, dice, en rigor ella es terapeuta y cuando Marcelo la presenta como tal no miente. A él le encanta su forma de mirarlo cuando inadvertidamente, y con más frecuencia de lo que aconseja la cordura, pretende instruirla en algún tema. Al caer en cuenta de que está jugando a ser Pigmalión, él intenta recular y guardar silencio o encaminar la conversación hacia otros asuntos, pero ella insiste en que continúe al poner la mano sobre la de su cliente y mirarlo con esos ojos grises tan similares a los de una gata.

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En ocasiones como esa se siente afortunado por el privilegio y la fortuna de haber encontrado una Galatea en su vida, y sin dudar un segundo admite que la ama. Con un amor sui generis, desde luego, pues en la relación pesan mucho la juventud y belleza de ella, factores que constituyen sus mayores gracias desde la perspectiva de un confeso machista como él. Por otro lado, está la generosa paga con que suele recompensarla, sin duda lo más atractivo que ella encuentra en su cliente, pues ningún otro hace gala de igual desprendimiento. El suyo es entonces el mejor arreglo posible, en la medida en que los beneficia y enriquece a ambos. Sin carestías sexuales, Marcelo espera mantener hasta el fin de sus días su relación con María José o con quien sea la encargada de reemplazarla, pues cabe la posibilidad de que ella decida no volver a verlo si encuentra un rumbo menos azaroso, que bien merecido lo tiene porque ganarse la vida de esa manera debe ser doblemente duro para una persona tan sensible como ella.

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Ya tiene claro que para los hombres de edad y condición similares a la suya resulta relativamente fácil tener acceso a mujeres jóvenes que gustosamente se van a la cama, siempre y cuando vean que de esa forma tienen posibilidades de mejorar su vida personal o laboral. Si se cuenta con recursos económicos, o con poder para conseguir empleo u otorgar ascensos, tener acceso a mujeres de esas características representa un problema menor, si es que representa alguno. Lo verdaderamente difícil es acercarse y ser aceptado por una dama como Eloísa, su exesposa, la madre de sus tres hijos, el amor de su vida, su alucinación, su desvelo, su lotería ambulante, su tarro de miel, la persona que quisiera le sujete la mano cuando le llegue la hora de despedirse de este mundo. Eloísa, alfa y omega de sus penas amorosas, quien a pesar de no contar con la misma lozanía de sus congéneres es todo lo bonita que una mujer puede ser, debido justamente a las pequeñas imperfecciones que con el correr de los años llegan de la mano de las preocupaciones y de la reiterada exposición a los rayos del sol.

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Si Marcelo contara con la suerte loca de que ella lo perdonara y lo aceptara de vuelta, con el dolor de su alma estaría obligado a renunciar a María José, pues justamente fueron sus infidelidades de picaflor las que llevaron a su esposa a repudiarlo después de criar tres hijos y compartir toda una vida. Si bien el adulterio fue la razón para poner a su marido de patitas en la calle, lo que más la sacó de casillas fue que él expresara reiteradas quejas acerca de su vida sexual, que percibía afectada por la rutina. Con la perspectiva del tiempo, Marcelo valora más su relación, pero en aquel entonces no le parecía suficientemente satisfactoria, influido por un paradigma masculino tan contradictorio, paradójico y añejo como la institución del matrimonio, consistente en pretender, en aras de evadir la rutina, que la esposa se comporte en la cama como una meretriz, al tiempo que trata como damas a las amantes de ocasión. Para él se trata de un empeño muy humano, pues en su sentir ambas clases de mujeres deberían emular a la otra en sus funciones. Sólo que, temeroso de ser linchado, durante toda su vida ha sepultado esa opinión bajo capas y más capas de dolosos artificios.

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Rafael Baena publicó con Alfaguara las novelas Tanta sangre vista (2007), La bala vendida (2011), Siempre fue ahora o nunca (2014), La guerra perdida del indio Lorenzo (2015) y su libro póstumo, Memoria de derrotas (2017).

Sin embargo, al principio de la separación se sintió aliviado y liberado al pensar que por fin llegaba el día en que podría tener varias enamoradas sin darle explicaciones a ninguna. Por otro lado, considerando que Eloísa ya estaba en sus cuarenta, creía improbable que volviera a emparejarse con alguien de manera definitiva, lo cual abría la posibilidad de que, una vez que se le pasara la furia y se disipara el remolino del divorcio, él podría volver a acercársele para incluirla en su baraja de opciones amatorias. Quizás esa sería la fórmula más ajustada para su historia como pareja, la que dictaban las nuevas realidades, se dijo entonces, pensando más con el deseo que con el buen juicio. La realidad se encargaría de sorprenderlo muy rápido, cuando a través de su hijo mayor se enteró de que Juan Eugenio Cavadía, uno de los autores de la editorial donde trabajaba y aún trabaja como editor, estaba cortejándola y había llegado al punto de quedarse a dormir en la que era su casa hasta hacía apenas unas semanas.

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Le dolió mucho que no hubiera pasado casi tiempo desde la ruptura, pero más aún que ella se emparejara con un escritor conocido suyo, casi un amigo, alguien a quien él mismo le había presentado en algún evento social organizado por la editorial. Para colmo, desde que Cavadía llevó a su oficina el primer manuscrito él sospechó que se trataba de un tipo aburrido, dada su tendencia a tocar temas trascendentes incluso en escenarios donde prevalecía la diversión. Con el tiempo se vería obligado a reconocer, con un sordo reconcomio de envidia, que estaba ante un autor exitoso, pero ahora que le ha robado a su más preciado bien, lo detesta. Debió sospechar de él desde cuando en una fiesta evidenció que sus gustos musicales estaban demarcados por Alberto Cortez, Eagles, Facundo Cabral, Kansas y Supertramp. Ahora quisiera que el karma de Eloísa fuera una elevada dosis de tan edulcorados horrores.

Si fumar tabaco fuese delito y Marcelo necesitara argumentar atenuantes para obtener una rebaja de pena, su abogado debería empezar por echar mano del asidero más común al que recurren los fumadores desde las primeras de cambio: «Mi cliente, señor juez, ignoraba que su conducta acarrearía las consecuencias que nos convocan hoy en este recinto. Por el amor de Dios, señoría, si desde su primera infancia vio que su abuela se fumaba dos cajetillas diarias de tabaco negro, ¿cómo podía deducir que lo propio era impropio? Sobre todo si se tiene en cuenta que la vieja, perdón, señoría, la señora, falleció en su cama de manera apacible, no debido a envenenamiento por nicotina y alquitrán».

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Ya está. El cuento de la abuela longeva que sobrevive a pesar de su elevado consumo de tabaco, chicharrón, ají chivato, aguardiente y cuanta sustancia de alto riesgo existe resulta ser la primera coartada del fumador consuetudinario para continuar viviendo con los dientes manchados, sabor a cenicero en la boca y la ropa hedionda a garito, secuelas que muy poco contribuyen a menguar el apremio nicotínico.

En aquel hipotético juicio, el abogado defensor argumentaría también que, aún sin fumar, la inhalación continuada de humos de tabaco en los lugares de trabajo, y de las partículas de plomo que se encuentran en la atmósfera bogotana, habría bastado para enfermar a cualquiera. Enseguida tomaría asiento para escuchar al fiscal insistir en sus cargos de negligencia criminal, puesto que el acusado tenía tanta conciencia del peligro acarreado por su conducta que en dos o tres ocasiones intentó abandonar el vicio y dejó de gratificarse con su droga durante períodos más o menos largos. Tanto así que incluso un día de 1993, durante uno de esos períodos de abstinencia, se atrevió a bromear con ello y tomó la foto de un revólver con el tambor cargado no con balas sino con cigarrillos, al lado de una supuesta nota suicida en la que garabateó un antiguo eslogan publicitario memorizado desde su infancia: «Pielroja satisface plenamente el deseo de fumar». A renglón seguido, con un brillo triunfal en la mirada, el togado dejaría la foto sobre el estrado del juez como prueba reina de intenciones suicidas, no sin antes tener buen cuidado de mostrarla a los presentes.

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El defensor alegaría que su cliente sí intentó deshacerse del vicio en varias oportunidades, aunque infructuosamente. Su récord máximo sin recaída fue de ocho meses, durante los cuales recuperó el gusto, el olfato, parte de la masa muscular de brazos, muslos y torso y, más importante aún, a pesar del daño ya sufrido sus pulmones se las arreglaron para impulsarlo a emprender largas caminatas en alturas superiores a los tres mil metros s.n.m. Sin embargo la poderosa nicotina terminó imponiéndose, confirmando su poder y la verdad de aquel aserto según el cual quien deja de fumar debe cambiar de amigos, de trabajo y de pareja; en suma, cambiar de vida. Quien no logra romper ese círculo vicioso simplemente recae antes de completar un año, como ocurre, según estadísticas, con un porcentaje comprendido entre el cincuenta y el setenta y cinco por ciento de los fumadores.

Parte de ese fracaso se debe también a la industria tabacalera, que rediseña continuamente las fórmulas de sus productos para lograr que el fumador promedio de hoy dé más pitazos o caladas que el de ayer. Investigaciones médicas han demostrado que los cigarrillos son dispositivos de droga finamente ajustados y diseñados para perpetuar una pandemia que hoy por hoy suma mil millones de adictos en todo el planeta, ochenta por ciento de ellos en países con ingresos bajos o medios, platanales donde la industria tabacalera opera a su antojo gracias a una patente de corso concedida por la ley de la oferta y la demanda. En todo el mundo la sociedad los acorrala cada vez más, pero en la práctica las todopoderosas tabacaleras expenden sustancias adictivas y se cargan seis millones de personas cada año traficando droga, pero nadie osa ponerle el cascabel al gato.

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Dejando de lado el hipotético juicio de marras, hay un hecho escueto e irrefutable para Marcelo: su adicción lo acercó al final de la vida a un ritmo mayor que el de otras personas de edad similar. Hace tres años, cuando tenía cincuenta y seis, los médicos más optimistas recurrían a los algoritmos para calcularle siete años más, lo cual significa que en este momento le restan cuatro si tiene la suerte de no pillar antes un virus o una bacteria. Cada vez que menciona a la parca —cosa que procura evitar para no quedar inscrito en el grupo de los desahuciados que sobreviven echando el cuento y duran y duran y duran y nada que se mueren pero siempre están muriéndose—, su interlocutor suele carraspear mientras suelta el previsible «bueno, Marcelo. No es para tanto. En realidad todos estamos muriéndonos de un modo u otro», lo cual es verdad en cuanto a que todas las personas la palman, aunque haya diferencias de forma entre unas muertes y otras. Sin embargo, enfocar el lado irreparable del tema lo deja a un milímetro de hacer el papelón de mártir, lo cual no tiene ningún sentido porque al fin y al cabo fue su propia voluntad la que lo llevó hasta el borde de la paila del infierno, a protagonizar desde la edad de veinte años esa primorosa parábola de majadería prolongada en el tiempo que constituye la esencia de cualquier adicción y que, en el caso del tabaco, puede resumirse en el aserto de Kurt Vonnegut, fumador insigne según el cual en un extremo de cada pitillo hay un fuego, y en el otro, un imbécil.

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De cualquier modo es inexplicable cómo un adolescente de clase media, no particularmente dotado para los deportes pero con una vida sana que incluía partidos de fútbol, exigentes caminatas a campo traviesa y excursiones de natación con aletas en las ensenadas del Caribe, puede llegar a convertirse en alguien que aspira un apreciable porcentaje de la producción de Coltabaco, hoy aspirada por Philip Morris. Pretextos tuvo muchos, claro, porque el arsenal de excusas de un adicto es infinito y el fumador tiene la habilidad de elevarlas a la categoría de ceremonias sagradas, asociaciones mentales establecidas entre una taza de café y el acto de ponerse el pucho entre los labios, buscar con ansia el encendedor desechable en los bolsillos y encenderlo para experimentar el microclímax que produce la primera calada. El más delicioso de todos es ese que saluda cada día, con el mug desportillado a punto de desbordarse de café retinto, el noticiero radial confirmando que también hoy el mundo continúa vuelto mierda y el adicto sentado en el sanitario obrando en consecuencia, exorcizando los demonios con que la prensa puebla los amaneceres. No son pocas las ocasiones en que Marcelo ha sentido la tentación de hacer algún símil entre el material que emiten las cadenas de noticias y el que procesan sus intestinos, pero siempre desecha la idea porque resultaría demasiado escatológico. Le basta el convencimiento de que no hay romería de Popayán o de Mompox que iguale en misticismo ese mágico momento de las mañanas en la vida del buen fumador.

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¿Y qué tal la delicia del puchito posterior al desayuno, con el segundo o tercer café doble haciendo ya estragos en las terminales nerviosas mientras taladra en silencio el sistema digestivo? Tampoco hay almuerzo digno de llamarse almuerzo si no se remata con unos buenos pitazos, preferiblemente en compañía de eximias chimeneas ambulantes que contribuyan a ratificar la certeza de que fumar es lo máximo en guaracha, una putería, una sucesión de embelesos bucales que podrían prolongarse hasta que san Juan agache el dedo, porque nadie más imperial a la hora de ejercer su soberanía que un fumador. Es cierto que ahora los lugares públicos ya no acogen tales rituales, pero para eso está la democracia liberal, para garantizar la propiedad y la iniciativa privadas, qué carajo.

Y si ocurre que el fumador conduce además un vehículo, lo más probable es que los rituales asociados se incrementen de forma exponencial. Se fuma porque hay un trancón, porque ya se desató el nudo, porque el tráfico sigue pesado, porque el día está lindo y el sol entra por la ventanilla abierta, porque faltan apenas dos horas para llegar al punto de destino. Las posibilidades son infinitas y seguro tienen origen en la publicidad, que durante decenios asoció cigarrillos y automóviles con sofisticación, talante aventurero y unas cuantas pendejadas subliminales diseñadas para convertir adolescentes ignaros en adultos adictos. En los años sesenta, a un niño como él le parecía que fumar era requisito para la aceptación social.

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Vive convencido de que el coctel mortal estará incompleto mientras no se le incluya alcohol, que de todas las sustancias asociadas con el humo es la única que se atreve a competir con el café en el universo simbólico del fumador. No cree que todo fumador sea alcohólico o viceversa, pero para él los bebedores sociales, vale decir aquellos que sólo toman un whisky como aperitivo en el almuerzo con amigos, o los que se echan al pico dos cocteles margarita antes de pasar a la alcoba con el amorcito, o los de una copa de champaña para brindar por el año que ya pasó, aprovechan el pretexto etílico para poner a funcionar el encendedor desechable o hacer chasquear la tapa del Zippo con sofisticación gansteril.

Cigarro fue cigarro vino, su vida continuó y del mismo modo en que iba acopiando información útil para su trabajo pero inútil para todo lo demás, también se llenó de una infinita cantidad de pretextos, dogmas idiotas que iban desde lo imposible que le resultaba soportar el estrés de la oficina sin tener al lado la cajetilla de dieciocho cartuchos, hasta creer que ningún encuentro amoroso podía ser bueno si no incluía el pitillo poscoital, creencias todas avaladas por la parábola de las abuelas longevas que viajan para el otro barrio de manera natural.

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* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial.

Por Rafael Baena * / Especial para El Espectador

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