Son unos grandes equilibristas: se mueven rápidos, pero seguros. Allí se ven con el resto de zapatos de las casas vecinas, que también merodean por ahí. Charlan, ríen y se cuentan sus problemas.
Una noche, un par de ellos estaba triste. Su dueño había tomado la decisión de botarlos a la basura porque ya eran viejos y tenían rotas las suelas. La muerte era evidente, pero tantos años protegiendo los pasos y los pies de su dueño, no podían terminar así. Caminaban pensativos por el hilo delgado de uno de los cables, uno tras otro, sin saber qué hacer. De repente al zapato izquierdo se le ocurrió una idea, se la contó a su hermano derecho y este aceptó. Entonces se tomaron muy fuerte de los cordones, se pusieron al borde del cable y saltaron al vacío, cada uno por lados diferentes. Ambos colgaban, agitándose con fuerza: el aire ya no entraba por sus lenguas, ni mucho menos por sus suelas rotas; los cordones se tensionaron más y más, hasta que los zapatos dejaron de chapalear. Pendían del cable sin vida, tranquilos y dignos.
A la siguiente noche, los demás zapatos encontraron a sus amigos ahorcados y quedaron aturdidos por el suceso. Y también en ese instante, todos ellos, excepto los mocasines, descubrieron que abandonados en un bote de basura no era la única forma posible de morir.