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“Ese cajón dio pa’ todo”, dice el director y fundador de Ditirambo Teatro mientras hace un flashback de 25 años de historia. Una que se ha construido a pulso y que ha parido más de 35 obras escritas por quien se denomina un “actor que actúa como dramaturgo”: Rodrigo Rodríguez. Para él, como para muchos teatreros de una ciudad que se jacta de tener uno de los festivales de teatro más grandes del mundo (el Iberoamericano, que se realiza cada dos años, fundado por Fanny Mikey), vivir de este arte que mueve fibras y que no sólo de vez en cuando cambia vidas es toda una odisea.
Una de las causas: el lánguido presupuesto que destina el Distrito para las artes escénicas no permite que se viva holgada o, por lo menos, tranquilamente del teatro. Y eso que el rubro aprobado para él en 2014 es el más alto de los últimos 10 años, según le dijo a este diario la directora de Arte Dramático de Idartes, Narda Rosa: $1.559 millones, cuando, por ejemplo, salas como la Julio Mario Santo Domingo reciben casi $3.000 millones, o sea, el doble de lo que se les asigna a todas las de la ciudad.
Pese a ello, Rodríguez se la jugó por las tablas, por el público, por las historias y, de paso, por dignificar esa profesión haciendo un teatro de calidad, que retrata las tragicomedias de este país que, entre carruseles, delfines, mojigatos y Santos, arma historias al mejor estilo del circo romano.
Con más canas que años y una gesticulación que no oculta su carácter teatral, el dramaturgo relata el día en que empezó a trabajar la idea del monólogo Gilaldo Sampos, con el que nació el teatro. Es la historia de un campesino santandereano condenado por el destino a vivir en la desgracia y sometido por un entorno cruel a padecer la incertidumbre y la desesperanza. Cuatro máscaras, el cajón y mucho sudor construyen ese personaje al que Rodríguez dice deberle mucho.
Con su propuesta y metodología de trabajo, la “popular, mestiza y analógica”, el director y actor bogotano pretende desarrollar un teatro “eminentemente colombiano”. Por eso, piezas unipersonales como Ni mierda pa’l perro, ganadora en el Festival Mar del Plata, Argentina, y que cuenta la historia de una mujer de Garagoa, Boyacá, que llega a Bogotá para conseguir mejores oportunidades de vida y es sometida por su misma familia, es una de las formas que el teatro usa como herramienta de transformación social para denunciar la explotación, el abuso y la corrupción.
Así también lo hace en una de sus últimas creaciones, Colombianopitecus circenses, una puesta en escena que usa los recursos de la comedia negra para denunciar el sistema de salud colombiano a través de la historia de una mujer que tiene que domar un león y hasta subir el mismísimo Everest para conseguir que su EPS le dé una cita médica.
Pero para que el teatro llegara al punto de consolidación en el que se encuentra, en el que cuenta con dos sedes, más de 35 obras escritas, miles de funciones, reconocimientos internacionales y becas de creación artística, Rodríguez tuvo que pasar por muchos obstáculos. “Inicialmente, el lugar de trabajo fue una casa de tres pisos en el barrio Galán. Mi abuela falleció y, mientras se daba el proceso de sucesión, que duró un año, le dieron las llaves de la casa a mi mamá. Aproveché y le dije que, si estaba de acuerdo, junto con mis compañeros le limpiábamos la casa y de paso ensayábamos todos los días. Eso nos benefició durante ese primer año”.
“Después me fui de ahí y tomé un apartamento en arriendo en un barrio que se llamaba Luna Park, abajo de la Caracas. Ahí duré menos de un año. Tenía una habitación, una cocina y un baño, pero la sala comedor era amplia y alta. Un primer piso helado, horrible, oscuro, que parecía una cueva, pero que funcionaba escénicamente. Compré telas e hice un teatrino para unas quince personas. Tenía aforo y usé unos tarros de galletas puestos como reflectores”.
Trabajar sin un lugar propio es una etapa por la que, generalmente, pasan los grupos de teatro al comenzar. Sin embargo, hay un momento en el que la cosa se pone seria o se acaba. Por eso, antes de tener la sede principal donde opera Ditirambo, en la calle 45 con Caracas, el grupo pasó por varios lugares en busca de un espacio desde donde se pudieran contar historias, desde donde hacer reír, llorar, enamorarse y, también, sentirse incómodo con la realidad del país.
“¡Tengo teatro!”, fue la expresión de felicidad del actor y dramaturgo cuando, por ofrecimiento de un profesor uruguayo que hacía teatro en el país, resultó aceptando la propuesta de usar una casa abandonada en la calle 47 con 13. No tenía agua ni luz e incluso era el sitio que les servía a los indigentes como resguardo de paso.
Y aunque lo timaron y tuvo que pagar cuantiosas sumas por los servicios atrasados de la casa, Rodríguez y su grupo alcanzaron a estar siete años allí. Un bar que montó en el patio le permitió sostener el teatro tranquilamente, pese a que, asegura, “casi termina alcoholizado”. Desde hace 16 años Ditirambo teatro funciona en la sede de la calle 45 con Caracas y hace unos meses abrió una nueva sala en el barrio Galerías. Ahora, al repertorio de sus 35 obras se suma La caída de la pantera, también escrita por Rodríguez y que arranca temporada este año.