El Magazín Cultural

Doméstico: ¿algo de mujeres?

Hasta el 2 de junio va la exposición “Frecuencia doméstica”: una apuesta colectiva por tres artistas que buscan cuestionar la limitación de la palabra 'doméstico' como un sinónimo de mujer.

Maria Paula Lizarazo
27 de mayo de 2017 - 04:03 a. m.
“Frecuencia doméstica”, una obra de Sandra Llano Mejía. / Cortesía
“Frecuencia doméstica”, una obra de Sandra Llano Mejía. / Cortesía

Doméstico: adj. Relativo al hogar: artes domésticas. Dícese del animal que se cría en la compañía del hombre.

Domesticar: v. t. Acostumbrar a un animal a la vista y compañía del hombre. Fig. Volver una persona más tratable.

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Bogotá. No en el centro pintado de Candelaria ni en La Macarena perpetua de bohemios. Un barrio con pinta de estrato tres, comercial, lleno de mecánicos automotrices estrechos pero fraternales entre calle y calle, ferreterías empolvadas con olor a pintura y regueros de tíner y tiendas cocacoleras que son la morada del pan del desayuno, el pastel gloria del día y el canelazo para el frío de por las noches.

En ese barrio de comercio y no de pintores hay una casa de fachada verde que resplandece entre el resto, o por lo menos así la vemos quienes tenemos la esperanza de que cada día crezca el tamaño de las ramas de aquel árbol cuya fotosíntesis atraviesa el alma de los amantes del arte en este país tercermundista que no lee sino tuits, donde la costumbre de la inmediatez no le permite al uno percatarse del dolor del prójimo ni tampoco de la maravilla que es ver la vida desde el oasis de ésta: sintiéndola.

Esa casa verde, que para mí adopta la forma de un rayo de luz arrojado en una celda a través de un pequeño círculo, se ubica en la carrera 23 Nº 76-74 y guarda la galería Instituto de Visión, abierta en 2014 por cuatro directoras. Su directora artística y curadora es Beatriz López, y su directora de investigación y gestora del Programa de Visionarios en ese lugar es María Wills.

Hasta el 2 de junio tendrán allí la exposición Frecuencia doméstica, resultado de la intención de las artistas Karen Lamassone, Sandra Llano y Tania Candiani de crear una secuencia, un ritmo naciente del cuestionamiento al, casi inherente, vínculo de la palabra “doméstico” con “mujer”.

Lamassone, cuya compañera en esta exposición fue la acuarela, hecha luz y sombra, se encargó de llevar su pincel al espacio doméstico en el que el ser humano se asea y defeca, sin acudir a apoyos como el velo sobre la transparencia o los amaneramientos académicos, como dirían en la galería.

Llano, interesada en tocar el cuerpo humano, desde el arte, hasta su más profunda intimidad, sin tabúes ni ideologías, dio luz a obras en las que su cuerpo ha sido mimetizado en diferentes pantallas: electrocardiogramas propios de cuando baila, besa o deja de respirar; copias de todo su cuerpo despojado de muda alguna, por medio de una fotocopiadora, y un juego de fragmentaciones que hizo con una cámara de video, de su cara y su cuerpo, junto con las reflexiones que brotaron del interior de aquella latina solitaria que acababa de aterrizar en Estados Unidos.

Candiani, intrigada por el lenguaje y las implicaciones de “lo doméstico”, ha hecho de su obra un vientre de vías lingüísticas, fónicas, gráficas, simbólicas y tecnológicas, dando como resultado diferentes mezclas entre significados y expresiones.

Estas tres mujeres, en la búsqueda del despojamiento del cuerpo humano y lo que su naturaleza implica, así como de las infinitas metamorfosis que puede sufrir el lenguaje, conforman esta exposición en la que pretenden dar una muestra de lo doméstico (ese lugar en el que se fortalecen las relaciones y corean las pasiones humanas) sin un noviazgo con la aberración de la mujer a este significado.

“La conciencia que adquiere la mujer acerca de sí misma no se define por su sola sexualidad, sino que refleja una situación que depende de la estructura económica de la sociedad, estructura que traduce el grado de evolución técnica al cual ha llegado la humanidad. Ya se ha visto que, biológicamente, los dos rasgos esenciales que caracterizan a la mujer son los siguientes: su aprehensión del mundo es menos amplia que la del hombre; la mujer está sujeta más estrechamente a la especie. Pero esos hechos adquieren un valor completamente distinto según sean las circunstancias económicas y sociales” (Simone de Beauvoir, El segundo sexo, 1949).

Doméstico viene del latín domus, que significa casa y se refiere a lo hogareño. No es una gran confesión que al posar en la mente la palabra doméstico, a ella lleguen unas cuantas imágenes de espacios que conforman una casa del común: sala, cocina, habitación, aseo, mercado, comunidad, entre otros. Para no extendernos, no más en los tres primeros hay una fijación directa con la mujer. Tanto la sala, como la cocina, como la habitación han sido, desde que tenemos memoria, lugares de dominio femenino en lo que respecta a su limpieza y organización, ya sea por alguna mujer de la familia o externa a ella, que se gana los pesos haciendo esas labores: labores del arte doméstico, exclusivo de féminas.

Si la dependencia de la situación de la mujer reside en unas circunstancias económicas y sociales, y si coincidimos en la relación de lo doméstico con la mujer desde que somos niños, es decir, desde que esta idea es inculcada directa (aprenda para cuando se case / a los niños se les sirve más) o indirectamente (tu nueva cocinita incluye delantal y limpión / deje ahí el reguero que eso no es cosa de niños) en nosotros, ¿qué ocurriría si, por ejemplo, respondemos a los cuestionamientos de Lamassone, Llano y Candiani para dejar de concebir a la mujer como aquel ser vacío y domesticable y equiparable con el verbo de amansar animales, ese mismo digno de las artes domésticas?

¿Qué ocurriría si damos más pasos tras las huellas de aquellas mujeres que han tenido el valor de desmitificar la condición de este género y se han autorizado para volverse las dueñas de sí mismas y hacer eco de lo que su corazón quería que fueran? Como María, que se atrevió a decir, nada más ni nada menos, que era la madre de Dios, que la divinidad venía en ella y no en paraísos extraviados; como la Pola, que ante el poderío de la Corona española gritó: “Aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la muerte y mil muertes más”; como Emmeline Pankhurst, luchadora por la igualdad en el derecho político de la mujer para votar; como Kate Millet con su poderosísima declaración: “Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban”, y Elizabeth Cady, al decir que todo está fundado en la creencia de que la mujer fue hecha para el hombre; como tantas que han gritado, bailado, escrito o si quiera imaginado a las mujeres dueñas de sí y del balbuceo de imágenes que se produce en la memoria de una sociedad cuando suena la palabra mujer.

“No les deseo a las mujeres que tengan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas” (Mary Wollstonecraft).

Por Maria Paula Lizarazo

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