Seguro recuerdan a don José, un serenatero, o mal nombrado cantante callejero, como aquellos que frecuentan el Parque Berrío o el Bolívar de Medellín. Su nombre es conocido por un hecho no muy afortunado, ocurrido aquel lunes siete de mayo de 2018, cuando fue víctima de la discriminación. Ese día don José había salido de su casa en un callejoncito del barrio Campo Valdez y alistado su guitarra, como de costumbre, para ofrecer esos inusitados conciertos que pueden darse en cualquier restaurante de Medellín a cualquier hora del día. Don José eligió como destino a el barrio el Poblado.
Estando allí, se paró a la puerta de un restaurante y haciendo gala de su talento, comenzó a cantar. Su canto cautivó a dos clientes que estaban almorzando, y al terminar la canción, invitaron a don José a la mesa, para que almorzara con ellos. Sorpresivamente, por razones aún incomprensibles, que en su momento la prensa tituló como “discriminación”, iban a impedir que don José se sentase a almorzar, diciéndole que debía comer afuera del restaurante. Los comensales se envalentonaron y el restaurante terminó por aceptar, casi por conmiseración, que don José almorzara. Sin bien esta historia puede no ser tan importante y hasta tan convencional, nos mostró la cruda realidad de la desigualdad social que vivimos en Colombia.
Casi un año después de aquel desencuentro, por azares me crucé con don José en la esquina de La Playa con Girardot. Era la mañana de un sábado primaveral. Al verlo lo reconocí. Su rostro era inconfundible. Así que me le acerqué, me presenté sin formalismos y con una emoción súbita, me comprometí a escribirle una crónica, sin pretensiones de ser una gran historia.
Desde aquel encuentro pasó casi otro año, hasta que nos topamos de nuevo, por segunda vez, el viernes 23 de agosto del 2019. Habíamos convenido vernos en el Salón Málaga del Paseo Bolívar, pero como los tangos de Gardel y los pasillos de los Cuyos nos distraían, acordamos, mejor, hacer la entrevista en los bajos de la estación San Antonio del Metro. Comenzamos a conversar en medio de un sol parsimonioso de media tarde.
Ese día don José portaba su aspecto natural: pantalón de paño color negro, camiseta blanca de seda y sombrero aguadeño de mimbre al estilo de un silletero. Bajo el sombrero reinaban unas cejas grandes que parecían helechos; bajo ellas, uno ojos perdidos en un rostro apacible. Portaba también unos incongruentes tenis deportivos, un desperfecto de su vestido campesino, que no encajaban por ningún lado. ¿Cómo olvidarlo? También portaba su guitarra, la misma que compró por diez mil pesos hace 37 años en Marinilla, cuyo cuerpo se embellecía con el rostro de Cristo al lado de la caja de resonancia; y una mochila que decía Tolú-Coveñas, que pudo ser comprada en cualquier baratillo del Centro. Su caminar era despreocupado.
Comenzamos la entrevista con la canción El Camino de la Vida, del maestro Héctor Ochoa, y luego avanzamos en el océano de preguntas, aunque él era de respuestas cortas, casi como si fueran frases. Aun así, sus respuestas fueron suficientes para conocer mínimos detalles de su vida.
Don José nació en Segovia, Antioquia. Su padre, como corresponde a un segoviano, fue un minero dedicado al místico oficio de sacar oro. Su madre se dedicó únicamente a las labores del hogar. Cuando él estaba chico sus padres decidieron mudarse a Medellín y se instauraron en un pequeño barrio al oriente llamado San José la Cima. En Medellín estudió lo que pudo y se ganó la vida como pudo, trabajando en un taller de zapatería, hasta que compró su guitarra. Por el resto de su vida se dedicó a cantar en el centro de Medellín. Luego se casó, tuvo dos hijos, sus hijos, otros cuatro hijos y a esto se resumió su vida.
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En sus comienzos integró un grupo dedicado a cantar la música que don José conocía como “Popular Variada”, y posteriormente conoció a un compañero, con quien conformó un dueto.
El itinerario de don José no cambiaba mucho que digamos. A las 7 se levantaba, llegaba al Centro a las 8, recorría las cafeterías de 8 a 12 y los restaurantes de 12 a 3, y a veces, cuando le sobraba tiempo, visitaba a sus colegas serenateros del Parque Berrío. Antes de que se pusiera el sol, ya estaba de vuelta en su casa.
Algunos se emocionaban cuando don José llegaba a cantar a un restaurante, con su mirada diáfana y voz pueblerina, que hasta le pedían sus canciones favoritas. A otros, más huraños, les molestaba sus cantos y su forma de ganar los pesos que necesitaba para vivir. Don José no es millonario, desde luego, pero cuando rasga las cuerdas de su guitarra con la pajuela y ese candor que lo identifica, siente que no le hace falta más nada en la vida, que seguir cantando y tocando como si no hubiera un mañana.
El día del incidente don José salió en los principales periódicos de la ciudad, hasta el Alcalde le prometió una casa y un empleo como maestro de música en la casa de la cultura. Todavía don José sigue esperando por las promesas. Su noticia se olvidó y yo no pude soportar el infranqueable peso de no escribirle. Por eso las grandes historias no habitan las primeras planas, porque allí, corren el riesgo de perderse para siempre en el olvido. Cuánto desearíamos que las historias tristes se olvidaran fácil, lástima que las alegrías sean tan efímeras. El único argumento para no olvidar las historias tristes, como la discriminación en un país en donde todos son tan distintos, es que nunca más se vuelvan a repetir.