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“Que uno se enfrenta a ese tipo disfrazado. Sí, disfrazado entre una banda de disfrazados. A esos de las pilchas grotescas del tony carnavalesco. A ese del rancho pintarrajeado, de los labios con carmín barato y la cara enharinada. Que uno la ve a esa muchacha con una vincha rubia sujetándole la cascada de pelo rubio, aprisionada en una casaca del Globo con el ocho en la espalda. Que uno la ve a esa pareja “veterana” tomados del brazo con el domingo brillando en los ojos húmedos. A ese don José, o don Antonio, con más de medio siglo del Viejo Parque en el pelo gris, orgullosamente envuelto en una bandera. Y a esa doña Juana o quizá doña Vicenta llevada casi a la rastra por él, ya metida en la danza desenfrenada que se agita dentro de la cancha. Y el pibe, y el más pibe. Y el padre, la madre, el abuelo, la abuela. Y la cuñada y el primo de la cuñada”.
O aquellas otras de A solas con unos mismo, “Cuando sacrifiques la amistad por el poder… Cuando festejes el humor de los mediocres como la pobre copera lo hace con sus clientes… Cuando te acostumbres a juzgar a los demás por la calidad de la ropa que visten… Cuando mires con concuspicencia la mujer del amigo que te brindó la mesa, el techo y hasta el lecho… Cuando juzgues despreciativamente a un borracho… Cuando te erijas en juez inflexible de una prostituta… Cuando te inclines por lo que te conviene y no por lo que realmente sientas… Cuando después de tres días consecutivos adviertas que ni una sola vez levantaste los ojos al cielo… Cuando digas, con la voz impostada del aforista, que deben existir los pobres y los ricos, los triunfadores y los fracasados, los dirigentes y los dirigidos… Cuando te refieras a la gente y no te sientas incluído en ella… (…) Cuando entones canciones de protesta porque está de gran moda cantarlas… Cuando tus más queridos sueños literarios, cuando la espontaneidad de tu primer soneto, desemboquen en la prosa gris y árida de un memorándum ejecutivo…”
Eran sus palabras, don Osvaldo, y eran, también, y por supuesto, sus pensamientos, su dolor, su rabia. Pensamientos, dolor y rabia que veía, tenía que verlos en cada esquina de su Buenos Aires, y en cada transacción de los hombres de negocios. Ya eran los negocios los que dominaban todo. Y todo era el mundo y los hombres y sus relaciones. Ya el capitalismo multiplicado se había metido entre los pliegues de la gente, pero ahí no pararía. No. Según transcurrieran los años y fueran cayéndose las páginas de los almanaques, para recordar una figura que le leí en una de sus cientos de miles de crónicas, ese ser por y para los negocios se potenciaría, y dejaría en un rincón lo humano, al ser humano con su humanismo y su humanidad.
El fútbol también terminó por convertirse en un negocio, uno de los negocios más rentables del mundo de los negocios. La plata lo absorbió, y con la plata, todo el entramado de corrupción, chantajes, amenazas, miedo y trampa que suele haber detrás del dinero, y de aquellos tipos de los que usted escribía solo quedó el recuerdo, porque hoy, don Osvaldo, por más de que haya cracks como nunca antes, y el promedio de técnica y de disciplina sea superior al de sus tiempos, ya nadie juega por jugar. El otro día murió el último: Tomás Felipe Carlovich, usted debió haber oído hablar de él. Era un zurdo de aquéllos. No tan veloz con las piernas, pero el más rápido de todos con la cabeza. Era “cinco”, aunque llevara en la espalda el “siete” o el “23”. “Cinco” con manejo, con panorama, ese tipo de futbolista que se convertía en el eje de sus equipos. En el jugador más importante. Salida, orden, repliegue, relevos. Todo lo hacía Carlovich. Dicen que era un gusto verlo tocar una pelota.
“Murió a contramano entorpeciendo el tránsito”, como decía la canción de Chico Buarque. Le metieron una paliza sin fin por robarle una bicicleta. tenía setenta y pico, y el mismo aire de despreocupado de cuando jugaba. Maldita vida, maldita muerte, don Osvaldo. te matan por robarte una bicicleta. Es que no la vida vale. La vida no vale nada, como cantaba José Alfredo Jiménez. Maldita vida y maldita muerte, sí, y malditos todos esos que van por ahí sin dios ni ley sembrando el terror y eliminando al otro por “Un puñado de dólares”, como en la película de Clint Eastwood. Tal vez somos muchos ya, más del doble de los que eran en sus años. Y tal vez, por muchos, creemos que no hay para todos, y que el otro, en lugar de un compañero y un ser humano, es un rival, un alguien hay que tenemos que eliminar. La competencia del supracapitalismo, que se nos ha ido metiendo por la piel a todos y nos ha ido envenenando sin que nos demos cuenta.
El fútbol también es eso, don Osvaldo, no vaya a creer que no. Muchas firmas y contratos se llevaron a los soñadores, a los magos, a aquellos como Sívori, como Corbatta o Houseman, o Garrincha, a todos esos de los que usted escribía. Si aún me da vuelta aquella crónica que hizo sobre “los pibes” de River que debutaron en el 72 y le ganaron a Boca una noche de jueves, ¿o de miércoles?. Alonso, Jota Jota López, Merlo, aquella camada que pobló la mitad de la cancha del equipo de la banda durante tantos años. Usted los comparó con una película de Walt Disney. “Si Walt Disney estuviera vivo”, dijo. Se inventó una historia alrededor de la música de Fantasía y escribió sobre la fantasía de aquellos “purretes” que se les habían atrevido a los grandotes de Boca, y a la historia de Boca, porque nunca fue fácil jugarle a un equipo y sumarle la historia, pues aunque digan lo que quieran decir, la historia pesa, si lo habrá sabido usted, señor Ardizzone. Si lo habrá sabido usted.
Usted, que vivió casi Todo el siglo XX, “problemático y febril”, como el tango de Santos Discépolo, y lo habrá visto y palpado y llorado, también. Usted, que se la pasaba de noche en noche y de tango en tango, recorriendo Buenos Aires de la mano de quien quisiera conversar un poco de la vida y las vidas, y que en una de esas se encontró con Dante Panzeri, que era el director de la revista donde usted era un burócrata, y callaron y brindaron y hablaron de fútbol y de poesía y el señor le propuso que se fuera a escribir de fútbol, y así comenzó todo. Usted, que como me contó un día Antonio Gómez Voglino, un jugador de Atlanta que acabó en Millonarios, iba a sus entrevistas con una libreta y preguntaba los datos básicos, nombre, fecha de nacimiento, lugar, padres, hijos, y luego se la guardaba y salía a caminar con su personaje. Y a conversar. Y a soñar. Y después escribía sobre todo aquello que no era medible.
usted, que en el Mundial del 62 se largó con un texto que desnudaba lo mercantil del periodismo, y lo mentiroso, y lo mentiroso de los jugadores, y que decía,
“Quizá cuando vinimos a Chile llevábamos en nuestra maleta la intención del reportaje. Pero la dejamos en la maleta. Preferimos oír las quejas del jefe de redacción antes que hacernos cómplices de tanta mentira intrépidamente lanzada a la circulación sin ninguna finalidad periodística. De una mentira que sólo merecería ser publicada a condición de que se ajuste a la tarifa de avisos del periódico o de la revista que se hace ingenuamente eco de esa mentira. Los reporteados deberían pagar a sus reporteros. No es paradoja. En Chile, en este Campeonato Mundial, sería un gran éxito económico facturarles a los Herberger, a los Rappan, a los Lorenzo, o a los Barotti, sus prolíferas declaraciones a tantos pesos el centímetro. Sólo así el periodismo demostraría que no es vehículo inanimado e inocente para digerir y publicar todo el sensacionalismo calculado de este cenáculo de autopublicistas. Queremos el reportaje franco, el diálogo con el reporteado. Sufrimos viendo al reporteado mofarse de la credulidad general. Por eso no reportearemos. ¡Hay que reportear! Lo aceptamos. Pero no nos prestamos a convertirnos en agentes de publicidad”.