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                                                                                                                              Dostoievski, Tolstói y Nikolái Chernyshevski: letras de cambio

                                                                                                                              Para él, para Lenin después, y para tantos y tantos rusos, Dostoievski, Tolstói y Nikolái Chernyshevski eran una especie de trinidad de la revolución por venir.

                                                                                                                              FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

                                                                                                                              Nikolái Chernyshevski, quien escribió una novela titulada Qué hacer, fuente de inspiración para Lenin y decenas de revolucionarios en el Sigo XIX. / Cortesía

                                                                                                                              Y de pronto, en medio de mil discusiones sobre el alma rusa, sobre sus dimensiones, sobre Dios y la ciencia, un crítico de apellido Bielynski dijo que si Cristo se apareciera por Rusia, “se uniría a los socialistas”. Fédor Dostoievski lo apoyó y admitió que hacia 1847 había leído en voz alta una carta suya que le había escrito a Gogol, en la que había atacado a la religión rusa y había dicho que se necesitaba una profunda reforma social. El zar, Alejandro II, había prohibido la carta, que la leyeran, que circulara, que hablaran de ella, que transcribieran siquiera una de sus frases. Una noche, la gendarmería detuvo a Dostoievski, y los jueces lo condenaron a muerte. Un escuadrón de soldados llegó a buscarlo a su casa en San Petersburgo a medianoche para acusarlo de traición a la patria.

                                                                                                                              Se lo llevaron a una celda donde rumió la vida durante cuatro meses, para luego salir a la luz del sol con las manos atadas y los ojos vendados, dispuesto para el verdugo, para una humillación más, para el postrero aliento de la muerte. Medio siglo después, Stephan Zweig escribiría: “Ya ha escuchado la lectura de la sentencia, y oye cómo redoblan los tambores...; todo su destino se apelotona y se estruja en un puñado de esperanza; su desesperación infinita y su infinita ansia de vivir se condensan en una sola molécula de tiempo. Y de pronto, el oficial levanta la mano, agita un pañuelo blanco y lee el indulto, que conmuta la pena de muerte por el presidio siberiano”. Siberia fue la prisión de Omsk. Allí, Dostoievski conoció las más bajas y negras profundidades del alma rusa.

                                                                                                                              “Lo que Dostoievski encontró entre sus compañeros de cautiverio –diría el escritor e historiador Orlando Figes en su libro El baile de Natacha– era un nivel de depravación que le sacudió la antigua convicción compartida por la intelectualidad de que el pueblo poseía una bondad y una perfección innatas. En ese submundo de asesinos y ladrones no encontró ni una pizca de decencia humana, sólo codicia, astucia, violencia, crueldad y ebriedad, y hostilidad hacia él por ser un caballero”. Pese a tanto dolor, a tanta humillación, al desengaño y a haberse tenido que tragar sus palabras, lo que más lo sacudió fue la ausencia casi total de remordimiento de aquellos hombres. Algunos de los personajes de Crimen y castigo y de Los hermanos Karamazov surgieron de su vida en Omsk, dirían algunos de sus críticos. Su obsesión por el remordimiento, también.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si está interesado en leer más sobre La revolucion rusa, ingrese acá: Lenin: El jefe bandolero

                                                                                                                              Para él, para Lenin después, y para tantos y tantos rusos, Dostoievski, Tolstói y Nikolái Chernyshevski eran una especie de trinidad de la revolución por venir. El primero, por su socialismo y por haber descrito como pocos el sufrimiento de los humanos del pueblo, del campo, de los lugares apartados. El segundo, porque escribía cosas como “El Estado moderno no es más que una conspiración para explotar a los ciudadanos, pero sobre todo para desmoralizarle (…) Comprendo las leyes morales y religiosas, que no son coercitivas para nadie pero que nos llevan adelante y prometen un futuro más armonioso; siento las leyes del arte, que siempre dan felicidad. Pero las leyes políticas me parecen unas mentiras tan prodigiosas que no comprendo cómo una sola de ellas puede ser mejor o peor que cualquiera de las demás (…) En adelante no serviré jamás a gobierno alguno”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si quiere saber más sobre Tolstoi, ingrese por favor acá: Las cartas de los colombianos a Tolstoi

                                                                                                                              Cuando murió, el 20 de noviembre de 1910, a su funeral fueron decenas de miles de personas, que lo consideraban la conciencia de Rusia. Años antes, Tolstói le había enviado una carta al zar Nicolás II, en la que lo cuestionaba por sus medidas y su actitud, por tanta sangre y tanto poder: “La autocracia es una forma de gobierno que ha muerto. Tal vez responda aún a las necesidades de algunos pueblos del África central, alejados del resto del mundo, pero no responde a las necesidades del pueblo ruso, cada día más culto, gracias a la instrucción que va siendo cada vez más general. Así es que para sostener esta forma de gobierno y la ortodoxia ligada a él, es preciso, como ahora se hace, emplear todos los medios de violencia, la vigilancia policíaca más activa y severa que antes, los suplicios, las persecuciones religiosas, la prohibición de libros y de periódicos, la deformación de la educación, y en general de toda clase de actos de perversión y crueldad. Tales han sido hasta aquí los actos de vuestro reinado”. Lenin leyó y repasó aquella carta, como casi todos los rusos, y utilizó algunas de sus frases para darse y darles fuerza a sus discursos.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Nikolái Chernyshevski, quien escribió una novela titulada Qué hacer, fuente de inspiración para Lenin y decenas de revolucionarios en el Sigo XIX. / Cortesía

                                                                                                                              Y de pronto, en medio de mil discusiones sobre el alma rusa, sobre sus dimensiones, sobre Dios y la ciencia, un crítico de apellido Bielynski dijo que si Cristo se apareciera por Rusia, “se uniría a los socialistas”. Fédor Dostoievski lo apoyó y admitió que hacia 1847 había leído en voz alta una carta suya que le había escrito a Gogol, en la que había atacado a la religión rusa y había dicho que se necesitaba una profunda reforma social. El zar, Alejandro II, había prohibido la carta, que la leyeran, que circulara, que hablaran de ella, que transcribieran siquiera una de sus frases. Una noche, la gendarmería detuvo a Dostoievski, y los jueces lo condenaron a muerte. Un escuadrón de soldados llegó a buscarlo a su casa en San Petersburgo a medianoche para acusarlo de traición a la patria.

                                                                                                                              Se lo llevaron a una celda donde rumió la vida durante cuatro meses, para luego salir a la luz del sol con las manos atadas y los ojos vendados, dispuesto para el verdugo, para una humillación más, para el postrero aliento de la muerte. Medio siglo después, Stephan Zweig escribiría: “Ya ha escuchado la lectura de la sentencia, y oye cómo redoblan los tambores...; todo su destino se apelotona y se estruja en un puñado de esperanza; su desesperación infinita y su infinita ansia de vivir se condensan en una sola molécula de tiempo. Y de pronto, el oficial levanta la mano, agita un pañuelo blanco y lee el indulto, que conmuta la pena de muerte por el presidio siberiano”. Siberia fue la prisión de Omsk. Allí, Dostoievski conoció las más bajas y negras profundidades del alma rusa.

                                                                                                                              “Lo que Dostoievski encontró entre sus compañeros de cautiverio –diría el escritor e historiador Orlando Figes en su libro El baile de Natacha– era un nivel de depravación que le sacudió la antigua convicción compartida por la intelectualidad de que el pueblo poseía una bondad y una perfección innatas. En ese submundo de asesinos y ladrones no encontró ni una pizca de decencia humana, sólo codicia, astucia, violencia, crueldad y ebriedad, y hostilidad hacia él por ser un caballero”. Pese a tanto dolor, a tanta humillación, al desengaño y a haberse tenido que tragar sus palabras, lo que más lo sacudió fue la ausencia casi total de remordimiento de aquellos hombres. Algunos de los personajes de Crimen y castigo y de Los hermanos Karamazov surgieron de su vida en Omsk, dirían algunos de sus críticos. Su obsesión por el remordimiento, también.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si está interesado en leer más sobre La revolucion rusa, ingrese acá: Lenin: El jefe bandolero

                                                                                                                              Para él, para Lenin después, y para tantos y tantos rusos, Dostoievski, Tolstói y Nikolái Chernyshevski eran una especie de trinidad de la revolución por venir. El primero, por su socialismo y por haber descrito como pocos el sufrimiento de los humanos del pueblo, del campo, de los lugares apartados. El segundo, porque escribía cosas como “El Estado moderno no es más que una conspiración para explotar a los ciudadanos, pero sobre todo para desmoralizarle (…) Comprendo las leyes morales y religiosas, que no son coercitivas para nadie pero que nos llevan adelante y prometen un futuro más armonioso; siento las leyes del arte, que siempre dan felicidad. Pero las leyes políticas me parecen unas mentiras tan prodigiosas que no comprendo cómo una sola de ellas puede ser mejor o peor que cualquiera de las demás (…) En adelante no serviré jamás a gobierno alguno”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si quiere saber más sobre Tolstoi, ingrese por favor acá: Las cartas de los colombianos a Tolstoi

                                                                                                                              Cuando murió, el 20 de noviembre de 1910, a su funeral fueron decenas de miles de personas, que lo consideraban la conciencia de Rusia. Años antes, Tolstói le había enviado una carta al zar Nicolás II, en la que lo cuestionaba por sus medidas y su actitud, por tanta sangre y tanto poder: “La autocracia es una forma de gobierno que ha muerto. Tal vez responda aún a las necesidades de algunos pueblos del África central, alejados del resto del mundo, pero no responde a las necesidades del pueblo ruso, cada día más culto, gracias a la instrucción que va siendo cada vez más general. Así es que para sostener esta forma de gobierno y la ortodoxia ligada a él, es preciso, como ahora se hace, emplear todos los medios de violencia, la vigilancia policíaca más activa y severa que antes, los suplicios, las persecuciones religiosas, la prohibición de libros y de periódicos, la deformación de la educación, y en general de toda clase de actos de perversión y crueldad. Tales han sido hasta aquí los actos de vuestro reinado”. Lenin leyó y repasó aquella carta, como casi todos los rusos, y utilizó algunas de sus frases para darse y darles fuerza a sus discursos.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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