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Eduardo Galeano, “escribir, para algo, sirve”

Hace 80 años nació el escritor uruguayo y nos dejó una obra literaria en la que se jugó la vida.

Nelson Fredy Padilla * / @NelsonFredyPadi o npadilla@elespectador.com
03 de septiembre de 2020 - 12:59 p. m.
Eduardo Galeano nació el 3 de septiembre de 1940 en Montevideo, la capital de Uruguay, y allí murió el 13 de abril de 2015. / Archivo - El Espectador
Eduardo Galeano nació el 3 de septiembre de 1940 en Montevideo, la capital de Uruguay, y allí murió el 13 de abril de 2015. / Archivo - El Espectador

“Escribir, para algo, sirve”, entendió el uruguayo Eduardo Galeano cuando en una travesía juvenil los mineros del pueblo boliviano de Llallagua le pidieron al aventurero venido del puerto de Montevideo que les describiera “cómo es la mar”. El resto fue una carrera “tironeado por el aliento o el desaliento”.

No voy a hablar del trillado Las venas abiertas de América Latina, convertido en clásico al ser prohibido por las dictaduras de este lado del mundo en los años 70, así él admitiera que de esa afrenta al colonialismo y al imperialismo le venía el prestigio. No quiero caer en el lugar común de debatir sobre la visión política de un respetable pensador de izquierda, sino rendirle homenaje por su visión humanista y por fundir en uno dos universos: literatura y fútbol.

Yo fui de aquellos que descubrieron su prosa en los años 90 leyendo El fútbol a sol y sombra. Él cuenta en su último libro, El cazador de historias (Siglo Veintiuno Editores, Argentina 2016): “lo escribí para la conversión de los paganos. Quise ayudar a que los fanáticos de la lectura perdieran el miedo al fútbol, y que los fanáticos del fútbol perdieran el miedo a los libros”. Y ese fue en mi caso. Pudo haberme salvado la vida por abrirme los ojos. Víctor Quintana, un diputado federal en México, que a mediados de 1997 fue secuestrado por mafiosos afectados por sus denuncias contra la corrupción, le aseguró al propio Galeano cómo le salvó el pellejo: “Ya lo tenían atado en el suelo, boca abajo, y lo estaban matando a patadas cuando en la última tregua, antes del tiro final, los asesinos se trenzaron en una discusión sobre fútbol. Entonces Víctor, más muerto que vivo, metió su cuchara en ese debate. Y se puso a contar historias de ese libro, canjeando minutos de vida por cada cuento salido de esas páginas, como Sherezade había canjeado un cuento por cada una de sus mil y una noches de vida. Y las horas y las historias fueron pasando. Y por fin los asesinos lo abandonaron, atado y aporreado, pero vivo. Le dijeron: ‘Nos caíste bien’, y se marcharon con sus balas a otra parte”.

De Galeano hablé en 2011 con el escritor español Juan Cruz y lo trajo a cuento como inspirador de su libro Viaje al corazón el fútbol. “Es un sabio que sabe de fútbol como una de las bellas artes de la melancolía que produce perder”. Desde la cancha supo describir las tragedias y las derrotas del ser humano con “garra charrúa”, heredada de campeones mundiales. Lean, por ejemplo, “Muerte en la cancha”, uno de los capítulos de El fútbol a sol y sombra. Y para hacerlo había leído a maestros como su paisano Horacio Quiroga y su cuento trágico del futbolista Juan Polti. También los relatos futboleros de Borges y Bioy Casares, Roberto Fontanarrosa, Osvaldo Soriano, por citar a sus admirados vecinos argentinos.

Qué mejor retrato de la sociedad contemporánea que los mortales que pagamos una boleta para ver fútbol: “El fanático es el hincha en el manicomio. En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla”. Trató de entender la realidad explorando vidas, como la de “La primera jueza”, la brasileña Léa Campos, árbitro profesional en América y Europa después de ser reina de belleza en Minas Gerais.

Tenía claro que su camiseta y su existencia estaba en el equipo de los indignados no en el de los indignos. Hoy se cumplen 80 años de su natalicio en Montevideo y ya van cinco desde su muerte. Si estuviera vivo, estaría reivindicando en plena pandemia las últimas reflexiones como el cuentacuentos y cazador de historias que era: “La tierra está indignada, la tierra se alzó, furiosa, contra la impunidad de siempre”. Como buen defensor, respirándole en la nuca al capitalismo salvaje, a “las sanguijuelas modernas, que te venden buena salud mientras te acompañan al cementerio”.

Estaría con los ninguneados: “Los campesinos todavía esperan las tierras fértiles que les habían prometido. Recibieron suelos de piedra”. Condenando naciones sitiadas por la basura industrial: “vivimos presos tras barrotes invisibles, traicionados por las máquinas que simulan obediencia y mienten, con cibernética impunidad, al servicio de sus amos”. Denunciando codicias y guerras: “están convirtiendo al mundo en un inmenso manicomio y un muy poblado cementerio”. Se fue delirando su máxima utopía: “una pelota apareció, venida no se sabe de dónde, y se echó a rodar, no se sabe cómo, y entonces el campo de batalla se convirtió en campo de juego”.

Se describió como “sonámbulo perdido” y tenía razones de sobra para el escepticismo, para preguntarse cerca de la muerte: “¿Habrá que mudarse de planeta?”. Sin responder, nos dejó “buscando el aliento perdido” y la esperanza: “entenderse con la fortaleza del roble y las melancolías del sauce” y jamás de los jamases perder contacto con “la piel del libro”. Sólo así tendremos un planeta para vivir, no para sobrevivir.

También nos dejó Huellas”, uno de sus últimos poemas:

El viento borra las huellas de las gaviotas.

Las lluvias borran las huellas de los pasos humanos.

El sol borra las huellas del tiempo.

Los cuentacuentos buscan las huellas de la memoria perdida,

el amor y el dolor, que no se ven, pero no se borran.

Por Nelson Fredy Padilla * / @NelsonFredyPadi o npadilla@elespectador.com

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