El adiós de Héctor Mora

El recordado presentador de los programas de televisión “Pasaporte al mundo” y “El mundo al vuelo” dejó un libro inspirado en París. Ediciones B estudia su publicación. Publicamos un fragmento.

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El Espectador
30 de julio de 2017 - 02:00 a. m.
 Héctor Mora (1942-2017) también escribió los libros “Haciendo maletas”, “A dónde ir” y “Guía de China”. / El Espectador
Héctor Mora (1942-2017) también escribió los libros “Haciendo maletas”, “A dónde ir” y “Guía de China”. / El Espectador
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La monja del cabaret tituló Héctor Mora su libro, que ahora será póstumo. Él lo consideraba una serie de crónicas con argumento de novela. Allí demuestra su amor y conocimiento de París. Su memoria periodística la traslada a la ficción respetando los hechos históricos y los monumentos de la Ciudad Luz. Explica en el prólogo: “Es un encadenamiento de crónicas sin mayores ambiciones literarias. La monja del cabaret es un himno a lo elemental, a lo sofisticado, a lo diario, a lo eterno de París: el amor. Es que allá se aprende a decir mon amour”. Su publicación depende ahora de la voluntad de la familia y del sello editorial Ediciones B. A continuación un capítulo de la obra:

El adiós de Antonella

Cuando Antonella desapareció del tablado del Lido, Jairo la esperó treinta noches, parado como un farol con un ramo en la mano.

La última vez que la había visto le compró dos manojos en vez del ramillete formal de diez flores convertidos por su veneración en doce. La primera semana de ausencia la supuso enferma, la segunda la creyó en vacaciones.

Ojeroso y paciente se ubicó contra las rejas del vecindario para espiar el paso de ese amor platónico, pero el tiempo pasó en vano. A la tercera semana oía sus pasos, a la cuarta preguntó a las bailarinas, pero nadie le dio razón de su ausencia, tan solo hacían un gesto frívolo para expresarle que no había vuelto a trabajar y que no sabían de su destino. Deprimido, caminó errante por vías solitarias del trazado ancestral trotadas por huérfanos, legionarios, espías, traidores, héroes ancianos, taimados terroristas, borrachos llorosos, artistas abandonadas, meretrices ungidas. Calles saturadas por todos los géneros como les sucedió a los animales en la desagradecida Arca de Noé.

Terminó la primavera caminando triste y confuso.

Carmen descubrió su enamoramiento platónico y no lo perdonó; se sintió traicionada máxime cuando se negaba a concebir un hijo con ella. No aceptó la explicación sobre la imposibilidad social, económica, real, de serle infiel con Antonella, describiéndola como un sueño imposible que no afectaba su amor. Lo despidió del apartamento, cambió la cerradura y le dijo adiós…

Jairo, afectado por las dos desgracias, cambió de escenario y armado de su caja de rosas, se fue a vivir a la zona del Seine Saint Denis, en la Banlieu, un barrio xenófobo, un temido refugio de proxenetas, abandonado del Estado, una escuela de los terroristas islámicos donde crecen miles de jóvenes de origen africano en condición de tercermundistas marginados, un barrio peligroso llamado “el 93” por las dos primeras cifras de su código postal.

Es una zona de microtráfico, de ladrones graduados por la vida, unos parajes que ni siquiera la policía corrupta se atreve a visitar, donde se vive la brecha social y política entre los extramuros y la sociedad, un gueto de 40 ciudades dormitorio cultivado por el Islam y el Partido Comunista, donde tiene su sede el diario L’Humanité.

Un día cualquiera fue localizado por sus amistades que lo buscaban y a la sombra de un pastis lo enjuiciaron por su actitud displicente, por buscar refugio en ese sucio barrio proletario como escudo protector al tormento de un amor platónico, irreal, que había arruinado su vida en pareja.

Luego de escucharlos en silencio, en un acto de contrición con propósito de enmienda, regresó a su entorno laboral recuperando la fe, pero por nostalgia no quiso vender sus flores en los Elíseos ni cerca del Lido, ni a la sombra de la torre Eiffel, por temor a las bandas de carteristas que azotan el lugar a la caza de turistas distraídos. Prefirió ubicarse en el espacio más cerrado del Arco de Triunfo, donde desembocan doce avenidas formando una estrella, el monumento ordenado por el ego de Napoleón en la colina de Chailot como una celebración inmortal de sus victorias…

En la rotonda Jairo vendía sus flores bajo el Arco revisando la decoración romana trazada por el genio de Chalgrin y quince artistas de confianza del rey Luis Felipe, que repujaron en las paredes los nombres de 660 generales del imperio francés, incluyendo al legendario tenorio y militar venezolano Francisco Miranda, el combatiente de la revolución francesa, un flautista políglota, lector consagrado, aventurero fugitivo de la Inquisición, amante furtivo de Susan Livingston la hija del canciller de Estados Unidos, el mismo que intimó en noches desaforadas con la zarina de todas las Rusias, Catalina la Grande…

En ese fabuloso monumento a las masacres sociales de soldados sin nombre, en el ocaso de una tarde de sol invernal, transcurridos unos años y unos meses, Jairo, asombrado, incrédulo, fatigado, vio pasar a Antonella. Lucía muy delgada, airosa y pelirroja, apoyada como una sombra viva en un fino bastón de madera negra con empuñadura de plata.

Sí.

Era la “monja del cabaret”, esa belleza altiva, consagrada por la madurez que produce el paso del tiempo, los sufrimientos o los goces de la suerte. Era un testimonio arqueológico del Cancán. Ya no era la “muñeca” de la infancia y la adolescencia. Caminaba a primera vista como una mujer elegante, serena, muy sola.

Iba despacio como recogiendo sus pasos, como un ideal, con la suficiencia y la seguridad otorgadas por el dinero y el éxito. Se detuvo en la esquina para detallar una bufanda en una vitrina de marcas. Luego alzó la mano como un aviso para llamar y abordar una limusina que bajó por la Avenida Foch hacia la Etoile.

Jairo, paralizado por la sorpresa, no pudo desafiar e tráfico de la glorieta, darle alcance y gritarle un saludo o mirarla de cerca. Escuchar su voz, sentir su aroma.

La sangre se le detuvo en el cuerpo y las piernas no le obedecieron. Su vida se fue disolviendo…

Por El Espectador

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