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¿Qué la motivó a crear la Fundación AlmaRosa y, además, organizar una carrera para mujeres diagnosticadas con cáncer?
Hace 12 años fui diagnosticada con cáncer de mama, y durante el proceso de quimioterapia me di cuenta de que esta enfermedad es lo suficientemente dura y compleja como para vivirla en soledad y con hambre. Hay personas que no solo no tienen qué comer ni cómo pagar un pasaje para llegar al tratamiento, sino que tampoco tienen quién las acompañe. Eso me tocó profundamente. Y aunque tenía el privilegio de contar con un buen seguro médico y con compañía, aun así lo viví como algo muy difícil. En ese momento decidí actuar. Tengo una agencia de comunicaciones y relaciones públicas desde hace 20 años, y pensé que, así como contamos historias de marcas, productos y servicios, igual podíamos contar la historia de una enfermedad que necesita ser detectada a tiempo, para que no tengamos que llegar a las quimioterapias. Así nació la Fundación AlmaRosa.
Mencionó que el cáncer puede ser una enfermedad solitaria. ¿Qué ha significado para usted construir una comunidad, especialmente entre mujeres, que se acompañan en el dolor?
Para mí es una forma de devolverle a la vida lo que recibí. En el proceso, aunque estuve rodeada de amor, fue una amiga —con hijos de la misma edad que los míos— quien realmente entendía mis miedos: dejar a mis hijos, a mi esposo, los cambios en mi cuerpo. Teníamos la misma edad. Y ahí comprendí que nadie acompaña mejor que quien ya lo vivió. Por eso creamos en la fundación el programa gratuito “Amigas del Alma”. Somos más de 20 mujeres, entre sobrevivientes y pacientes, que acompañamos con amor y compasión a cualquier mujer que se sienta sola. Les damos lo que mi amiga me dio a mí: esperanza.
Después del diagnóstico, ¿cómo cambió su forma de ver la vida? ¿Qué cosas empezaron a tener otro valor u otro color?
La vida me cambió completamente. Pensaba que era agradecida, positiva, que tenía fe, que era desapegada, pero me di cuenta de que me faltaba mucho por aprender. Esta lección vino a enseñármelo todo junto. Desde hace 11 años vivo la vida de una forma más liviana, disfrutando del presente. Cada mañana agradezco por estar viva. Antes no valoraba cosas tan simples como respirar sin dolor. En mi tratamiento hubo momentos en los que el solo hecho de respirar era doloroso. Hoy valoro despertar sin dolor o miedo, y eso es un regalo.
¿Cómo fue cuidar mientras también era cuidada?
Eso fue lo que más me costó aprender. Tengo tres hijos y, como mamá, una cree que su rol es cuidar. Sentí que ya no podía cumplir ese rol, y no quería incomodar a nadie. Me hice la fuerte. Lloraba en la ducha, en la noche, cuando nadie me veía. Pero entendí que eso no era sano para mí ni para ellos. Todos, en algún momento, necesitamos ser cuidados. Dejarse cuidar también es un acto de amor. Es permitir que los otros se sientan útiles, que puedan expresar el amor que tienen por ti. Creí que era egoísta mostrar mi dolor, pero descubrí que era más egoísta no permitir que me cuidaran. Entregué esa parte de mí, y recibí muchísimo amor.
¿Cómo se sobrevive a la vulnerabilidad y al mismo tiempo se convierte en ejemplo? ¿Qué le ha costado de ese lugar de liderazgo?
Creo que el liderazgo se ejerce desde lo real. Mostrarme vulnerable es poder decir: hoy tengo miedo, hoy tengo un dolor, hoy me siento incómoda, pero sigo conectada con la esperanza. Desde ahí enfrenté mi enfermedad, y creo que eso es lo que ha sido útil para otras personas. Nosotras, las “amigas del alma”, no desconocemos los desafíos. Sabemos que esto no fue ningún spa. Pero también sabemos que donde pongamos el foco, ahí va nuestra energía. Si nos enfocamos solo en la enfermedad, en la muerte, ahí nos quedamos. Pero si lo hacemos en la ciencia, la tecnología, los medicamentos, en la posibilidad de vivir, entonces avanzamos. Así llegamos al otro lado, con pelo o sin él, con cicatrices, pero con esperanza.
Qué diría sobre el amor propio después de todo este proceso...
Uno se ama de una manera más desinteresada, más desde el alma. Mi mamá murió mientras yo estaba en tratamiento, y aunque era la persona que más necesitaba, fui quien más la ayudó a decidir dejar de luchar. Aprendí que el amor también es saber dejar ir, entender que el cuerpo tiene su tiempo, que todos tenemos un momento.
Hablemos del sentimiento de culpa. A veces uno quisiera hacer más, ayudar más, pero hay cosas que se salen de las manos...
Eso es algo que aprendí. Algunas pacientes ya tienen metástasis y saben que no se van a curar. No podemos mentirles. Entonces nos enfocamos en vivir el presente con felicidad. Hay dos formas de vivirlo: desde la queja y el dolor, o desde la aceptación. Les digo que hay personas que se mueren mañana sin avisar, sin despedirse, sin pedir perdón. Pero ellas tienen tiempo para sembrar huellas para dejar cartas, para abrazar. Lo importante es darle valor a ese tiempo y al presente.
Si pudiera escribirle una carta a la mujer que fue antes del diagnóstico, ¿qué le diría? ¿Qué consejo o verdad le confiaría?
Le diría lo que me dijo un padre: “A los 43 años vas a recibir un regalo. El regalo más grande, más importante y más revelador de tu vida. Es un regalo muy mal empacado, que al principio no vas a entender, pero que viene con muchas cosas hermosas para ser más feliz que nunca”. Es lo mejor que he recibido. Aunque esos primeros días fueron durísimos, hoy me siento más viva que nunca. Si volviera a nacer, quisiera volver a vivirlo.
