La imagen de Dios con un compás en la mano en el acto de la creación del mundo evoca una de las ideas de mayor impacto sobre la historia de la cultura occidental. En este caso se trata del frontispicio de una biblia del siglo XIII y la pintura recuerda la figura de Pantocrátor (todopoderoso) del arte bizantino, en la cual Dios es representado como un hombre barbado con una aureola cuya cruz nos recuerda la pasión de Cristo. La imagen muestra el proceso de creación, en el cual el demiurgo sostiene un universo esférico en la mano izquierda y un compás en la mano derecha con el que mide el mundo para transformar el caos en orden siguiendo los principios de la geometría. Dentro de un círculo perfecto ya creado se aprecian el Sol, la Luna, y una masa informe que se convertirá en la Tierra una vez que el Dios arquitecto defina sus proporciones con la ayuda del compás. La imagen evoca la idea platónica de un gran demiurgo que crea el mundo siguiendo un modelo de ideas perfectas e inmutables.
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Para entender el sentido teológico de la imagen es útil recapitular elementos básicos de la filosofía de Platón: para el filósofo de Atenas, el mundo material no es otra cosa que un imperfecto reflejo de un mundo de ideas eternas e inmutables y, por lo tanto, no es posible alcanzar el conocimiento de la verdad en la experiencia de lo mundano y material. Los sentidos son imperfectos y nos mantienen atrapados en las apariencias. Por el contrario, la razón es el camino a la verdad que apreciamos al contemplar el mundo de las ideas eternas, que constituyen el modelo de una única e inmutable realidad. Con una clara influencia de los pitagóricos, la tradición platónica entiende la geometría como un lenguaje divino que permite a los humanos apreciar el verdadero orden de la creación, que corresponde a un diseño racional de un gran artesano.
El Timeo, de Platón, fue uno de los textos griegos de mayor impacto en el Renacimiento, en el cual su autor describe con detalle el origen del universo y del hombre para así justificar un único orden político acorde con el orden natural. El dialogo describe el tránsito de un mundo desordenado a un cosmos ordenado como la obra de un demiurgo quien “tomó todo cuanto era visible (…) y lo condujo desde el desorden hasta el orden (…) Por ello lo fabricó con forma esférica (…), la forma más perfecta y semejante a sí misma de todas las figuras”.
Es difícil de exagerar la influencia de estas ideas en Occidente. El platonismo fue definitivo en la justificación filosófica de la teología monoteísta, de obvia influencia sobre los grandes padres de la Iglesia, como Agustín de Hipona (354-430 d. C.). Los humanistas italianos del temprano Renacimiento estudiaron con avidez las ideas del discípulo de Sócrates y su influencia es evidente en el arte italiano del siglo XV, con su obsesiva atención en el tratamiento matemático y los principios de armonía y proporción en la pintura, la escultura, la arquitectura y la música. En su influyente tratado Della pittura (1435), León Battista Alberti hizo de las ideas de Platón la base de la nueva filosofía del arte, donde la geometría y las matemáticas fueron una condición fundamental para la genuina representación del mundo natural. En palabras de Alberti: “La composición es aquella regla de la pintura por medio de la cual las partes de las cosas se ven unificadas”. En sus escritos sobre pintura, Leonardo da Vinci se expresa en términos similares: “La proporción armónica de las partes que componen el todo satisface los sentidos”.
No solo los afamados artistas del Renacimiento invocaron los principios estéticos del neoplatonismo; las ciencias naturales y, en particular, la astronomía moderna se fundaron en supuestos similares. Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes y Newton fueron herederos y voceros de la creencia en un gran arquitecto del universo a quien es posible comprender gracias a el lenguaje divino de las matemáticas y la geometría.
En el prefacio de Sobre las revoluciones de los orbes celestes, obra de Nicolás Copérnico, se justifica la idea de poner al Sol y no a la Tierra en el centro del universo con argumentos estéticos de armonía y proporción; Johannes Kepler defendió las tesis de Copérnico con argumentos platónicos revelando el “misterio del cosmos” con un sistema en el cual las orbitas de cada planeta corresponde a uno de los cinco sólidos platónicos (sólidos regulares o poliedros cuyas caras son iguales). En palabras de Kepler, la geometría y las matemáticas son “la verdad unificadora entre la mente de Dios y la mente del hombre”, y su platonismo fue tan radical que llegó a afirmar que “las figuras que no pueden ser construidas con el compás y la regla están por fuera del entendimiento, son inexpresables y no existen”.
En términos muy similares, Galileo Galilei nos enseña: “La filosofía está escrita en ese grandioso libro que siempre está frente a nosotros —me refiero al universo—, pero no lo podemos entender si no aprendemos su lenguaje y comprendemos los símbolos en que está escrito. Este libro está escrito en el lenguaje de las matemáticas y los símbolos son triángulos, círculos y otras figuras geométricas”.
Para algunos, el libro más importante de la historia de la ciencia occidental, Los principios matemáticos de filosofía natural, de Isaac Newton, es otro descomunal esfuerzo por explicar el orden matemático de la creación. Para el “último de los magos” —como llamó John Maynard Keynes a Newton—, Dios se revela en dos “libros”: su palabra y su obra.
Como vemos, esta poderosa idea de un creador racional, de un único Dios fuente de una única verdad, marcó los derroteros de la cultura judeocristiana. La aparente evidencia de propósitos y, por lo tanto, de diseño en la naturaleza ha sido por siglos la prueba más exitosa de la necesaria existencia de un creador del universo. Después de las meticulosas críticas de pensadores como David Hume a la teología, del ataque del positivismo del siglo XIX a la metafísica, después de físicos como Laplace y naturalistas que siguieron a Darwin, después de pensadores como Nietzsche y su ataque al dogma cristiano, es necesario aceptar que el platonismo no nos abandona del todo y el ideal de explicar un orden racional del mundo natural sigue siendo parte del sueño de las ciencias del siglo XXI.