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El arte colombiano: testigo, daga y reflejo de la historia

El arte colombiano ha sido testigo y narrador de su historia. Desde la independencia hasta la violencia del siglo XX, los artistas han pintado no solo los momentos heroicos, sino también las contradicciones de la guerra.

Paula Andrea Baracaldo Barón

06 de agosto de 2025 - 07:29 p. m.
Alejandro Obregón, "Violencia", 1962
Foto: Alejandro Obregón
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En “Mirarse al espejo. Colombia, un retrato a través de la historia del arte”, Adriana Jaramillo Aguilera plantea que, en lugar de simplemente ilustrar la historia, el arte permite cuestionarla y ofrecer respuestas a una sociedad que ha mostrado reticencia a enfrentar su pasado. Esa resistencia se manifiesta en la tendencia de ignorar o minimizar las heridas dejadas por el conflicto: una especie de amnesia colectiva. Mirar atrás a través de las representaciones artísticas no solo es un ejercicio de recuerdo, sino una forma de confrontar esas ausencias y vacíos históricos. El arte, entonces, funciona como un espejo que refleja las vivencias y las contradicciones del país; se convierte en un espacio para cuestionar y expandir nuestras narrativas.

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Colombia continúa siendo un país de luchas interminables entre la libertad y la opresión, entre lo que se desea proyectar y lo que realmente se vive. El arte nos ha trastocado. Las obras de los artistas colombianos no solo han representado los momentos de la historia, como la Independencia o la violencia política del siglo XX, sino que han servido como medio para replantear el lugar del país dentro de esos relatos.

La Batalla de Boyacá, celebrada en 1819, ha sido uno de los eventos más repetidos, no solo en los libros de historia, sino en el arte nacional.

En 1926, Andrés de Santa María, desde Bruselas, envió al Capitolio Nacional un tríptico monumental que representaba precisamente esa batalla. El “héroe” montado en su caballo, rodeado de campesinos descalzos y sin uniforme, una imagen que representaba un mito. Los soldados sin entrenamiento militar se parecen más a figuras de una leyenda que combatientes en medio del sufrimiento y la violencia de la guerra.

Este retrato de la independencia no estaba interesado en mostrar la cruda realidad de la batalla, sino en consolidar una narrativa heroica. No es casual que la figura del campesino se presente como el verdadero protagonista de la victoria, despojando al relato de los sufrimientos que marcaban la lucha por la libertad. El arte, en este caso, sirvió no solo para representar un hecho histórico, sino para crear una memoria mitificada que aún se sigue reproduciendo.

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Con el paso del tiempo, este tipo de representaciones comenzaron a ser cuestionadas. El arte de la independencia, como el de Santa María, presentaba un país que ya no existía. Lo que el arte comenzaba a reflejar, de forma más sutil, era el desajuste entre el pasado idealizado y el presente fragmentado. La historia de la independencia colombiana se construyó sobre la promesa de un país libre, pero la realidad que seguía a la guerra era otra. La violencia no cesó con la independencia; de hecho, se multiplicó, y el arte, en su capacidad para mostrar la verdad, tuvo que adaptarse a esas nuevas realidades.

A lo largo del siglo XX, la violencia que marcó el destino de Colombia pasó a ser uno de los temas más tratados por los artistas. Los enfrentamientos entre liberales y conservadores, el narcotráfico, las guerrillas y las desapariciones forzadas. Las obras de Fernando Botero, con su estilo característico de figuras voluptuosas y exageradas, se alejaron de las representaciones realistas y se adentraron en un territorio entre lo grotesco y lo trágico.

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Sus figuras, desmesuradas en tamaño, provocan una sensación de desbordamiento y opresión, y su serie sobre las víctimas del secuestro y la violencia de los años 80 y 90 reflejan de manera brutal la magnitud del conflicto. Sin embargo, la crítica que recibió Botero por su estilo exagerado es la misma que se le dio a Santa María: su arte distorsionaba la realidad. Pero esta distorsión no tenía como objetivo ocultar la verdad; más bien, buscaba que el espectador no pudiera evitar enfrentarse a la magnitud del sufrimiento, aunque este se presentara de manera simbólica.

Si en el caso de Santa María se creó una imagen de la independencia que idealizaba a los héroes del pueblo, en el caso de Botero se optó por mostrar la violencia como un hecho que desbordaba cualquier medida. Un desbordamiento que se extendió más allá de cualquier límite.

Andrés Santa María, Tríptico de la Independencia, 1926
Foto: Andrés Santa María, Tríptico de la Independencia, 1926

Mientras tanto, creadores como Doris Salcedo, que trabajaron a finales del siglo XX y principios del XXI, llevaron el arte colombiano hacia una nueva dirección, más vinculada al dolor de las víctimas y la necesidad de recordar. Salcedo, a través de su obra sobre la toma del Palacio de Justicia en 1985, utilizó la simbología para enfrentar la violencia que se había convertido en una constante en la historia reciente del país. La serie de sillas vacías suspendidas en el aire, evoca la presencia ausente de las víctimas de la toma, las que aún siguen desaparecidas. Estas sillas representan no solo la muerte, sino también el olvido, el vacío dejado por aquellos que fueron silenciados por la violencia estatal.

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A través de su obra, Salcedo invita a la sociedad colombiana a mirar la historia de manera crítica, a confrontar los vacíos y las ausencias, a recordar lo que ha sido silenciado por el poder. El rechazo que su obra sufrió por parte de algunos sectores del Consejo Asesor del Museo Nacional subraya la dificultad que aún existe en Colombia para enfrentar el pasado. La obra de Salcedo, como un espejo distorsionado, ofrece una reflexión incómoda: se ha decidido ocultar verdades para poder pensar en un futuro donde esas sombras ya no persigan al país.

Parte 2: El espejo fragmentado: la abstracción, la memoria y la larga crisis política

Tras la independencia, cuando se pensaba que el conflicto armado había terminado, el país se vio envuelto en una nueva forma de violencia. La lucha ya no era contra un enemigo externo, era interna. La sed de poder, de control y de influencia transformaron el conflicto en una guerra civil prolongada, sin resolverse en las décadas que siguieron. La violencia política se intensificó a medida que los bandos, antes unidos en la lucha contra la corona, ahora peleaban entre sí, cada uno defendiendo su propia visión de lo que debía ser la nación.

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En la primera mitad del siglo XX, los artistas colombianos se enfrentaron a un dilema: cómo narrar un país sumido en el caos y la violencia sin ser devorados por la corriente política del momento. La autora señala que durante los primeros años del siglo XX, las obras de arte se alejaron de los temas no aceptados por la iglesia y el conservadurismo, que dictaban los límites de lo que podía ser representado públicamente. A pesar de las dificultades, algunos artistas decidieron, sin mucho respaldo colectivo, tratar de abordar problemas sociales y culturales a través de sus obras. Sin embargo, estos esfuerzos fueron generalmente solitarios y dispersos, sin formar un movimiento artístico unificado que pudiera competir con las ideologías dominantes.

Con el golpe militar de 1953, la violencia pareció disminuir temporalmente, pero el país seguía atrapado en una crisis política. En este contexto, los artistas comenzaron a alejarse de la representación directa de la violencia. La abstracción se convirtió en una forma de distanciarse de los problemas políticos, una manera de oponerse a la guerra y a la ideología sin recurrir a los recursos estilísticos de la propaganda. La abstracción, en muchos casos influenciada por el auge del expresionismo abstracto en Nueva York, proporcionó un espacio de libertad para que los artistas pudieran alejarse de la narrativa política dominante.

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Este período de abstracción tuvo su mayor auge en las décadas de los 50 y 60, cuando Colombia, en medio de su crisis política, comenzó a experimentar una transición hacia una forma de arte más internacional. La modernidad permitió que los artistas colombianos pudieran colaborar con la corriente global, pero también se convirtió en un reto para la identidad artística nacional. La pintura y la escultura de este período se desmarcaron de las representaciones directas de la violencia y la guerra y abrazaron una estética que buscaba explorar nuevas formas de expresión.

A lo largo de estos períodos de crisis, los artistas colombianos, al igual que sus compatriotas, se enfrentaron a un dilema central: ¿cómo se representa un país sumido en la violencia sin ser capturado por ella? ¿Cómo hacer que el arte se convierta en un espacio de reflexión y memoria, y no en un mero vehículo de propaganda política o de evasión? En la historia del arte colombiano, estas preguntas siguen vigentes, pues el reflejo que el arte ha ofrecido a la sociedad colombiana nunca ha ofrecido un reflejo claro y ordenado, sino fragmentado, ambivalente y lleno de tensiones que aún buscan respuestas.

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Por Paula Andrea Baracaldo Barón

Comunicadora social y periodista de último semestre de la Universidad Externado de Colombia.@conbdebaracaldopbaracaldo@elespectador.com
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