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"El arte de escribir sobre las tablas":Tomaz Pandur

El director esloveno, que estuvo en la pasada edición del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá con el montaje “Fausto”, murió ayer a causa de un infarto durante un ensayo en la ciudad de Skopje (Macedonia).

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Juan Carlos Piedrahíta B.
13 de abril de 2016 - 04:22 a. m.
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Sus lágrimas caen y se funden con los espejos de agua que cubren el escenario. Es el estreno en Colombia de Calígula, una de las propuestas más esperadas del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá en 2010, y el personaje más aplaudido después de hora y media de función no es un actor sino un director. Tomaz Pandur sube a la tarima, se ubica en medio de los integrantes de su compañía, se emociona y agradece las expresiones de cariño, ese motor invisible que hizo que este esloveno hasta esa fecha tuviera chuleados cinco festivales y en todas las versiones la respuesta del público fuera la misma y se escribiera siempre en mayúsculas.

En aquella oportunidad, el desplazamiento de Pandur hasta el escenario con superficie acuosa fue lento. Caminó como una estrella de Hollywood que llega a la alfombra roja sabiendo que el galardón, pase lo que pase, reposará en sus manos. Para no desentonar con el grupo, el director propuso como mediadoras entre el agua y sus pies unas botas negras que se le aproximaban a la rodilla. Con este aliado de cuero no sólo dominó la fría infraestructura escénica sino que logró doblegar, una vez más, a la masa sin rostro definido.

“Con cada nueva presentación tengo 1.700 nuevos amigos colombianos”, susurró Tomaz Pandur en un castellano aprendido en España al lado de la actriz Blanca Portillo y algunos libros de colección. Sobre el escenario las lágrimas siguieron su curso y después de la exhibición de cada montaje sospechó que valió la pena tanto esfuerzo porque sus dirigidos demostraron talento, sus cuerpos rebosaron estética y el agua como componente esencial en sus muestras jamás lo traicionó. En Calígula todo salió tan bien que detrás de la perfección debió estar la energía de Fanny Mikey, a quien Pandur consideró siempre su madre de las tablas. “Es la primera vez que no tengo problemas técnicos ni logísticos en un estreno y eso se lo atribuyo a ella”, dijo después del estreno en el Festival Iberoamericano, en 2010.

Ese año Tomaz Pandur bajó de la tarima, pero nunca descendió de la cima de la popularidad, y con sus botas mojadas marcó sus pasos, mientras que con sus iniciativas vistosas, vanguardistas y revolucionarias se encargó de dejar huella en las mentes de los espectadores de América y Europa. Con Scherezada, su primer montaje exhibido en Colombia, la gente comenzó a familiarizarse con el teatro espectáculo. Después de algunos años de ausencia regresó con El Infierno y ahí se estableció que su obsesión con el agua era muestra de su definitivo interés por encontrar un estilo narrativo sobre las tablas.

A sus escenografías de grandes profundidades se sumó más adelante Cien minutos, una propuesta surrealista en la que el comienzo y el final se tornaban aleatorios. En 2008 estuvo en Bogotá con el montaje Barroco y, como era de esperarse, dejó al público con ganas de más. Por eso dos años más tarde, y para satisfacer la curiosidad colectiva sobre con qué saldría Pandur en el próximo festival, se inclinó por la adaptación de un texto de Albert Camus escrito en 1938. El sueño de su Calígula era hablarle al oído a la luna para seducirla y conquistarla, mientras que la mayor añoranza del director era mostrar la verdad teatral en cada una de sus escenas. Para la consecución de ese objetivo cumplió un rol preponderante el agua, que, según sus propias palabras, es el elemento dramático por excelencia.

“De todas las obras de este director vale la pena salir lavada”, dijo una fanática colombiana afectada tanto por el fenómeno Pandur como por los espejos de agua en Calígula, al abandonar su localidad en la segunda fila del teatro Jorge Eliécer Gaitán, en la capital colombiana.

“Me gustan los espejos de agua porque reflejan todas aquellas imágenes que no podemos controlar. Con este elemento, un director está siempre en la cuerda floja y eso es emocionante. Recurro a las escenografías con líquido porque son como una servilleta al viento, porque uno nunca sabe en dónde va a aterrizar”, comentó Pandur antes de cumplir su cita rigurosa para una charla interna con sus actores, quienes lo escuchaban con la atención que se le presta a alguien que tiene el destino en sus manos.

Cuando no estaba en terapia teatral con sus actores, Pandur utilizaba la evasión y se alejaba del mundo circundante por varios minutos. Eso lo aprendió en su natal Maribor (Yugoslavia), una ciudad al noreste de Eslovenia. En la cotidianidad, cuando no estaba cerca del telón, el velo que separa la realidad de la ficción, prefería hacerles el quite a los temas relacionados con cifras y sólo regresaba a la vida real después de un buen trago de café expreso.

“Pandur es alguien que ‘escribe’ sobre las tablas, pues podemos decir que es un hábil y sensible mecanógrafo de las imágenes. Él es ya un invitado permanente de los festivales de Bogotá, y si algo lo caracteriza es la monumentalidad poética de sus edificios teatrales”, dijo el escritor y dramaturgo Sandro Romero Rey después de ser testigo de la participación del esloveno en un nuevo encuentro escénico en Bogotá.

Durante la historia del Festival Iberoamericano de Teatro, este director representó a cuatro países: Eslovenia, Alemania, España y Croacia. En la reciente edición del evento, en 2016, participó con el montaje Fausto y con él se convirtió en el invitado especial, en ese convidado infaltable y esencial que llenó escenarios y se dio licencias para sorprender, a tal punto que nunca se supo muy bien si Tomaz Pandur fue una realidad tangible o un personaje más de una de sus propuestas escénicas. La incógnita se mantendrá hasta la eternidad porque el director murió ayer en Skopje (Macedonia), de un infarto durante uno de sus ensayos.

Por Juan Carlos Piedrahíta B.

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