Por allá, muy a comienzos de los 70, Jorge Luis Borges dijo en la Universidad de Columbia, Nueva York, que en palabras de G. K. Chesterton sólo una cosa era “necesaria para escribir: todo”. Aquel todo era literal, aclaró luego, y explicó que representaba “lo capital, lo esencial”, las “experiencias humanas”. Después, afirmó que las universidades deberían ofrecerle a sus alumnos “conversaciones, discusiones, el arte del acuerdo y, lo que es acaso más importante, el arte del desacuerdo”. Para terminar, hizo énfasis en que la literatura no era un simple juego de palabras. “Lo que importa es lo que no queda dicho, o lo que puede ser leído entre líneas”.
Lo no dicho, lo dicho entre líneas, era y siempre ha sido lo que ha llevado a los humanos a buscar y a descubrir, y lo que los ha hecho transformar una y otra y otra vez el mundo, con todas sus miserias y bendiciones. Lo no dicho ha sido la duda y el interrogante, la motivación para seguir y siempre seguir, y más allá, la mejor muestra de respeto hacia el otro. A fin de cuentas, explicar demasiado siempre fue un insulto, e imponer ideas, una muestra de debilidad. Si eliminamos lo no dicho, lo escrito entre las líneas, suprimimos al contradictor, que es como decir, la libertad, ese otro nuestro que surge mientras escribimos y logramos ponernos en estado de escribir.
Si callamos al contradictor, callamos al cantor, y si callamos al cantor callamos la vida, para recordar a Horacio Guarany, porque en últimas, el contradictor observa el detalle que marca la diferencia allí donde el resto solo ve humo, y éxito, números, mediciones y más humo, y todo al máximo interés. El contradictor es el artista, y el arte por el arte y ese montón de obras de los artistas que forman una cultura.
“Siempre hay otro que colabora conmigo. Y en general colabora contradiciéndome. El peligro es que la voz que niega lo que decimos sea tan fuerte que nos calle. Pero vale la pena correr el riesgo: es mejor que el contradictor nos calle a que nosotros callemos al contradictor”, escribía Octavio Paz.
Quienes pretendieron callar al arte, al pensamiento, a los contradictores, en fin, mataron una flor, no la primavera, como decían los franceses por allá en mayo del 68. Apenas ganaron una batalla, pero perdieron la gran guerra de La Historia y sus mordazas acabaron por descubrir su impotencia, por dejarla en evidencia. Hoy, los robots nos han llevado a la robotización y le han declarado una velada guerra a la creación, al pensar y al arte del desacuerdo, pero mientras haya uno, dos o tres contradictores, una, dos o tres voces de lo distinto, más tarde o más temprano llegará una nueva primavera.