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El auditorio Che Guevara en México: Un colectivo de individuos

Este lugar es uno de los pocos reductos anarquistas que tiene la Ciudad de México. Un espacio en el que la libertad no se cansa de insistir. Un contorno afianzado sobre el ideal de la no autoridad.

Goivanny Jaramillo Rojas

06 de enero de 2019 - 08:00 p. m.
Un ojo lo mira todo en la fanzinoteca del Auditorio “Che Guevara”. Este espacio tiene más de 10 mil títulos de publicaciones independientes de grupos anarquistas de todo el mundo.
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“¡No se admiten periodistas!”, me gritó un muchacho desde un puesto de comida, abriendo los brazos, medio violento.

Sabía que sacar una cámara en ese lugar resultaba bastante sospechoso, pero también sabía que era un lugar público y que, si bien no todo estaba permitido, sí que había muchas cosas reconocidas como “legales”. Una cámara allí representaba una contingencia por la sencilla razón de que el lugar, en sí mismo, encarna una contingencia mucho mayor. Una amenaza, tal vez. Una amenaza para la comunidad, para la ciudad e incluso para el país. Eso me lo explicarían mucho después.

La palabra “legal” es conflictiva. Y más en un contexto donde la gente se autodenomina, discreta y silenciosamente, como “anarquista”.

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Justo al lado de la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) está el edificio que alberga la Facultad de Filosofía y Letras. El panorama es variopinto: gentes de todas las edades, vestidos de las formas más disímiles —con peinados y accesorios hiperdiversos—, posan como alegres estudiantes, fervientes académicos, sagrados intelectuales, dedicados snobs, infructíferos locos y doloridos revolucionarios. La izquierdosa corrección política es el lugar común y el mestizaje ideológico, un banderín que todos llevan tatuado en su transitar.

El pasaje que comunica la que podría ser la primera calzada automotriz del campus y la entrada a la legendaria biblioteca subsiste saturado de libreros, vendedores de comida y artesanos. Apenas se puede caminar.

Si antes de penetrar en el pasaje —debidamente recubierto y tachado con millares de consignas— el visitante divisa la parte superior del recinto bibliotecario, sus ojos colisionarán con la imponente cara norte de uno de los muros más transcendentales de la república, diseñado y realizado por el arquitecto y pintor local Juan O’Gorman (muerto en 1982). “Representación histórica de la cultura”, se llama, y sobrelleva todo el peso simbólico que aletea, como un espectro promiscuo, por sobre la hibridada cosmogonía mexicana, desde la época prehispánica hasta nuestros días.

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En medio de la afanosa comparsa académica reposa, como una nota que brota del fondo de una sinfonía, la taciturna pero encendida Facultad de Filosofía y Letras. El edificio permanece anexo a un viejo y descuidado Auditorio que algunos llaman “Justo Sierra” (en homenaje al escritor, historiador, periodista, poeta, político y filósofo mexicano), mientras otros lo aclaman, facciosamente, como el Auditorio “Che Guevara”.

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Este Auditorio es mítico, no solo porque es el más grande de la ciudad universitaria, sino porque a su vez simboliza los históricos paradigmas de resistencia y autonomía de la comunidad académica. Fue inaugurado en 1954 por el entonces rector de la universidad, Nabor Carrillo, y en 1964 fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. Hasta 1968 el Auditorio gozó de buena salud institucional y su prestigio fue en aumento. Personalidades de la talla de Susan Sontag, Octavio Paz, Mario Benedetti, Julio Cortázar, José Saramago, Pablo Neruda y el subcomandante Marcos animaron el diálogo y el debate, en varias ocasiones, a propósito de las tramas más abrasadoras de la efervescente realidad latinoamericana.

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Pero el 2 de octubre de 1968 todo se pudrió.

La tristemente reputada matanza en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, perpetrada por el Estado mexicano, dejó un espeluznante saldo que oscila entre los 26 muertos (versión oficial) y los varios centenares que reportaron periodistas independientes, activistas y líderes del descuartizado movimiento estudiantil. Este movimiento fue el que, a puro pulmón, rebautizó el Auditorio con el nombre del célebre revolucionario argentino-cubano, del cual se dice —sin certeza alguna— que visitó el recinto por lo menos un par de veces.

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Diez días después de la terrorífica noche de Tlatelolco, el presidente Gustavo Díaz Ordaz sonreía para las fotografías inaugurales de los XIX Juegos Olímpicos, cáusticamente motejados como los “juegos olímpicos de la paz”.

Una fría bofetada.

Una flor negra al cinismo humano.

Nadie sabe muy bien qué carajos es el anarquismo.

Nadie sabe, ni quiere presentarse como anarquista.

Pero todos van vestidos de negro. El color de la bandera ácrata. El único color que jamás se ensucia. El color de la tierra fértil. El anticolor.

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El Auditorio “Che Guevara” es uno de los pocos reductos anarquistas que tiene la Ciudad de México. Un espacio en el que la libertad no se cansa de insistir. Un contorno afianzado sobre el ideal de la no autoridad y al cual convergen figurantes de distintas doctrinas, sin ningún tipo de prioridad o exención, y en donde prevalecen la autonomía y el trabajo autogestivo.

El Auditorio fue “okupado” en 1999 tras una huelga de un año que defendió el derecho a la educación gratuita y de calidad y, desde entonces, no solo las autoridades universitarias, sino también las fuerzas policiales y mediáticas se han encargado de boicotear y satanizar el espacio y las actividades que allí se promueven y, por supuesto, a sus habitués.

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¿Qué tipo de actividades?

Culturales, artísticas —responde el muchacho que me había gritado “¡no se admiten periodistas!”.

¿Como cuáles?

Talleres de teatro, pintura, danza, yoga, gastronomía, circo, serigrafía, foto, etc.

¿Hay gente que vive ahí?

No lo sé.

¿Por qué es un espacio tan controvertido?

Porque la gente asocia independencia con amenaza. Nos señalan de terroristas y hasta traficantes.

¿Por qué?

Porque creemos en la libertad.

¿Y eso qué significa?

Que somos sospechosos de todo.

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En el año 2002, el colectivo de jóvenes que se apoderó del Auditorio decidió entregarlo a la UNAM debido a su falta de organización y capacidad para sostener el inmueble, pero al poco tiempo distintos colectivos estudiantiles decidieron volver a tomarlo y en 2003, luego de seis meses de una tensa situación, surgió la Okupación Auditorio Che Guevara, un colectivo que terminó por apoderarse totalmente del lugar.

“Aunque somos muchas cosas, no somos una organización. Digamos que somos desde un comedor popular vegetariano, una galería artística autónoma y una fanzinoteca hasta un espacio pedagógico y cultural en donde se prioriza la expresión y el diálogo”.

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¿Por qué las autoridades consideran que el Auditorio es un foco de distribución de droga, de subversión y generación de violencia?

Es la carga histórica del espacio la que los pone nerviosos. No soportan la falta de un rostro visible, alguien a quién culpar de toda la mierda que ellos se inventan. Acá todos somos lo mismo: gente que quiere hacer cosas con independencia.

¿Son anarquistas?

¿Qué importa la etiqueta? Aquí nadie depende de ningún nombre, nadie está limitado e intentamos respetar al máximo nuestras individualidades.

¿Simpatizan con la anarquía?

Simpatizamos con la libertad. Creen que esto es Tepito (controvertido lugar de expendio de todo tipo de cosas ilegales en CDMX). Es increíble, carnal, han venido a preguntar hasta por putas.

Dicen que adentro vive gente.

De que se quedan se quedan, pero que vivan no lo creo.

¿Qué diferencia hay entre Okupación y secuestro?

Es lo mismo ¿no? [ríe]. Creo que es más recuperación que otra cosa. Este es un espacio de la universidad para la universidad. No es algo privado: si tú quieres venir a dar un taller sobre bonsáis simplemente te inscribes y lo haces. Fue recuperado para eso y no para el desfile de los impostores de las democracias, llámense artistas, escritores, políticos, empresarios, etc.

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¿Quién coordina las actividades, los talleres y todo lo que pasa ahí adentro?

El Auditorio.

¿El Auditorio es una persona o un grupo?

No, el Auditorio es un Auditorio compuesto por individuos.

¿Qué significa asociación voluntaria?

Es lo que pasa en el Auditorio: una unión de individuos que, espontáneamente, forman un grupo para lograr determinado propósito que, en este caso, es el de poner a funcionar un espacio horizontal y autónomo.

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Tal vez esta sea, si no la más, sí una de las más largas “okupaciones” en la historia de la lucha estudiantil de México. De cualquier manera, parece que no terminará prontamente. La satanización por parte de los medios de comunicación y de la dirigencia universitaria ha forjado un aura de confusión y oscurantismo alrededor del Auditorio, convirtiéndolo en un ícono tanto de las cosas más retorcidas asociadas a tráfico de drogas, de armas y hasta de personas, así como también un espacio de obligada referencia anarquista que sabe resistir y mantenerse en pie, tal como sucedía con las células libertarias clandestinas en la época de Ricardo Flórez Magón.

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Francisca, una joven estudiante de Arquitectura, afirma que no le importa lo que pasa ahí adentro: “Yo a la universidad vengo a estudiar, no a buscarme problemas”, afirma. En contraste, Juan Carlos, estudiante de último semestre de Ciencias Políticas, refiere que el espacio debe ser desocupado y devuelto a la comunidad universitaria: “Estos hippies creen que pueden adueñarse de todo y no güey, ese es un lugar importante para la UNAM y ellos lo que hacen es echarlo a perder. Adentro todo está sucio, desordenado y hay un chingo de gente desahuciada”. Ahora bien, los okupantes del Auditorio Che Guevara se sienten amenazados. Dentro del campus universitario todo parece transcurrir tranquilamente, pero cuando salen es que la cosa se pone color de hormiga. Muchos están identificados y caer en manos de la Policía significaría un tedioso proceso por rebelión, terrorismo o tráfico de cualquier cosa, aseguran varios entrevistados. Se cuidan entre ellos y nunca se mueven por los mismos lugares. Para Gilberto, punk de cresta roja y estudiante de Ingeniería Mecánica, al gobierno le conviene mantener todo así: “Esta situación irregular es una excusa fácil que permite la entrada de las fuerzas represivas al campus. Es una manera de violar la autonomía de la universidad, además de contener el libre desarrollo del movimiento estudiantil. Ahora todos estamos fichados y somos sospechosos de cosas que ni siquiera llegamos a imaginar. Acá nadie quiere conquistar ningún poder, lo que intentamos es, por el contrario, destruir las ansias de poder y sobre una base social igualitaria organizarnos. Luchamos y alentamos la toma de los medios de producción, eso es todo, prácticamente un sueño porque en este mundo nadie quiere compartir ni socializar y mucho menos salir del orden burocrático que nos impusieron”, expresa mi interlocutor.

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¿Están en paro?

No, la libertad no es quietud, es movimiento, dinámica.

Esta okupación es un referente en Latinoamérica, ¿lo sabías?

No, pero no me asombra. Esta es la universidad más grande de la región y hacerla tambalear tiene que ser algo histórico, ¿no? Además, el Auditorio es el espacio más políticamente simbólico de la universidad, lo cual supone no solo un golpe a los imaginarios de la comunidad, sino también una forma de intransigencia que pone en manos del pueblo lo que es del pueblo. Lo cierto de todo esto es que el movimiento Okupa sí es internacional.

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Un sistema de sonido afuera del Auditorio hace sonar a todo volumen una suerte de hardcore punk. Algunos chicos permanecen en la entrada conversando y fumando. Lo primero que se logra divisar a la entrada es la fanzinoteca. Todas las paredes están pintadas con mil colores y cientos de consignas. Un ojo lo mira todo: una selva remota, soles, lunas, animales, catrinas, fotos de presos políticos, hasta un escudo del club de fútbol anarquista alemán St. Pauli. La fanzinoteca, me dice la mujer que atiende (que se hace llamar Isabel Allende), tiene más de 10.000 títulos de publicaciones independientes de grupos anarquistas de todo el mundo. Hay publicaciones hasta en árabe y japonés sobre temas diversos todos asociados al libertarianismo. “La idea es que la gente se lleve lo que desee y después lo devuelva o aporte con más títulos. Si alguien quiere fotocopiar y reproducir ahí puede”, dice Isabel Allende señalándome una computadora vieja y una impresora destartalada: “Por ahora no se puede, porque no tenemos ningún apoyo para arreglar las cosas, pero esperamos reestablecer ese servicio gratuitamente”.

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Al fondo, detrás de la fanzinoteca, hay un comedor comunitario que ofrece alimentación gratuita en determinados horarios. Lo que sirven siempre es vegetariano. El recinto es amarillo y los trastes y la estufa tienen rastros de comida seca. Algunas mesas largas con sillas de aula estudiantil sirven como apoyadero a la hora de comer. La publicidad anarquista persiste en todos lados, es una forma de bombardeo visual e ideológico que cumple con un objetivo doble, muy particular: por un lado, hace sentir al visitante que está en un lugar donde realmente puede hacer lo que quiera (meterse en un baño a follar, drogarse, echarse a dormir, practicar yoga o poner música a todo volumen), pero, por el otro lado, es un lugar tan aparentemente libre y seguro que, para que esas sensaciones sean verdaderas y uniformes, todo el mundo está siempre mirando, o vigilando, si es el caso, porque no cualquiera entra y sale como si nada, no porque no lo permitan, sino porque realmente nadie suele hacerlo si no está adherido al Auditorio. El miedo y la sospecha son los artificios que hacen que la comunidad académica difícilmente ojee el Auditorio y prefiera seguir derecho.

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En el Auditorio no hay nada. Una luz que cambia de roja a verde y después de azul a amarilla hace titilar las tablas. Una enorme pared blanca señala la ubicación del escenario por el que pasaron tantas personalidades.

Alrededor, más bombardeo. Resistencia por aquí, lucha por allá, reivindicación acullá. Tanto el suelo como las escalinatas, donde antaño había sillas, permanecen percudidos. Me voy a dar una vuelta por lo que serían los camerinos del Auditorio y encuentro electrodomésticos viejos, ropa colgada, escombros de muebles, colchonetas rotas y una oscuridad mortuoria con olor a polvo y humedad. La postal es decadente. Los baños están todos tachados y algunos retretes alojan heces resecas con basuras rebosadas de papel higiénico. Un agua amarillenta lava las manos de quien lo desee. Hay una puerta que no permite el paso. Pregunto por ella y la respuesta es: “Ese es un espacio que no es privado, pero que no está abierto al público”. Después de permanecer un rato, veo que abren la puerta y varios de los vendedores que estaban situados en la entrada del pasaje, que da tanto a la biblioteca como a la Facultad de Filosofía y Letras, entran y salen con sus carritos y productos, como si los estuvieran guardando. Al fondo del pasillo que cubre la puerta veo a dos niños corriendo detrás de un perro y a una señora que los regaña. La señora me ve, sale y me dice que no puedo estar ahí y cierra la puerta. Habla con los vendedores y uno se me acerca y me dice “güey, no sé qué es lo que buscas, pero ya está bien con tus fotos y preguntas. Ya todo lo estamos cerrando y acá no todo es como lo pintan”.

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Por Goivanny Jaramillo Rojas

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