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El borramiento del yo, un absurdo de la academia

Una escritora y docente de la Universidad Nacional de Colombia opina sobre la polémica que desató Carolina Sanín a raíz de un curso de Pablo Montoya sobre su propia obra.

Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

21 de febrero de 2022 - 07:12 a. m.
El escritor Pablo Montoya y uno de sus más recientes libros: "La sombra de Orión". / Archivo
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La discusión que generó en las redes el comentario despectivo que hizo Carolina Sanín sobre el curso que el escritor Pablo Montoya dicta hablando de su obra, me deja pensando en un tema que siempre me ha molestado de la lógica de la academia. Desde el año 1990 en que me enfrenté al ámbito universitario como estudiante me ha sorprendido que los profesores tengan que esconder a los alumnos sus escritos. Era muy extraño ver que los profesores y las profesoras debían hablar sobre otros textos, leer a otras personas, a otros críticos, a otros teóricos, pero nunca permitir que nosotros leyéramos sus propios textos, que nunca se conversara sobre el proceso cognitivo que hay detrás de esa escritura.

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Cada vez que me encontraba con un artículo de alguno de mis profesores o profesoras en diferentes revistas, en libros esa pregunta regresaba. ¿Porque pueden escribir y publicar al lado de los críticos y los teóricos que leemos, pero sus textos no podemos conocerlos los estudiantes en sus clases? ¿Por qué esa idea de que quien enseña no comparte lo más depurado de su propio conocimiento que es lo que escribe? Cuando encontraba sus textos, me sentía muy orgullosa de ver que mis profesores también publicaban, también escribían sobre el conocimiento que compartían con nosotros y ansiaba el día en que nos hablaran de su escritura, bien fuera de crítica, teoría o historia literarias o de ficción. (Contexto: El origen del debate).

Y un poco más de tres décadas después, en las conversaciones que se suscitaron en estos días vi que esa idea de borrar el yo sigue estando presente y creo que es una de las peores prácticas académicas. Es una de las técnicas más desapacible de la enseñanza: desaparecer a los sujetos, a quien enseña y a quien aprende. Con el tiempo he entendido que esa idea viene del error de imaginar que los profesores y profesoras somos medios de un conocimiento que nos antecede. ¿Entonces me pregunto si de verdad tenemos que vernos los profesores como enviados de un Dios que nos dice que debemos decir? ¿Ese es el sentido de ir a dar una clase? (Recomendamos: Al rescate del periodismo juvenil de Álvaro Cepeda Samudio).

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No puedo creer, no lo he creído nunca y no lo haré, que tengamos que levantarnos todas las mañanas, ir al campus, entrar a un salón de clase para convertirnos en una suerte de televisor que se conecta al lado del tablero a decir lo que otros pensaron, como si al leer eso que otros han dicho no estuviera ya transformándose. No puedo imaginar que preparar una clase sea solo para transmitir lo que otros pensaron. Preparamos clase para mostrar los conocimientos previos, pero también para hacer visibles nuestras posturas críticas ante lo conocido. Y claro, espero que mis estudiantes también, en esa conversación que es una clase, me ayuden a mí y a ellos y ellas a encontrar otras formas de comprensión sobre lo que estamos conversando.

La escritora Carolina Sanín dijo en Twitter la semana pasada: "Hay un escritor que dicta en una gran universidad pública colombiana un curso ¡sobre su propia obra! Lleva su nombre: "Seminario sobre Fulano". Sí: resulta que en el masturbatorio de mediocridad masculina que es la literatura colombiana, esa corrupción no es escándalo. Magínense". Se refería a Pablo Montoya.
Foto: Cristian Garavito

Vamos a las aulas a construir conocimiento. A transmitir lo que nosotros hemos desarrollado, nuestro pensamiento propio, en la conversación con el conocimiento de muchos seres que nos anteceden, claro. Llevamos al aula lo que hemos leído, los críticos, la historia, la teoría y la ficción que nos ha interesado y que nos ha movido a pensar, todo aquello que nos ha llevado a ser parte de las conversaciones abiertas por el conocimiento humano. Y también estamos ahí para que nuestros estudiantes potencien su capacidad de entrar en esa conversación desde su propio yo, desde su pensamiento.

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Entonces no entiendo por qué si nuestro quehacer implica siempre pensar personalmente y escribir sobre aquello que pensamos, debemos dejar nuestros textos y nuestra experiencia en la escritura por fuera del aula de clase. Por lo leído estos días pareciera que el problema tiene que ver con el ego. Con la idea de que lo escrito hace pedantes a los seres.

Extraño eso de pensar que es un acto pedante si un profesor muestra lo que escribe o habla sobre lo que escribe y olvidarse que el acto de la enseñanza tiene de por si un algo de pedantería. Porque, si lo que nos preocupa es esa “pedantería” podemos decir que quienes enseñamos lo hacemos desde la generosidad, en muchos casos desde la humildad de compartir nuestro conocimiento, nuestras posturas sobre los temas que tratamos, pero al mismo tiempo necesitamos ese poco de confianza en nosotros mismos para creer que podemos enseñar algo, ese poco de pedantería que nos lleva a pensar que podemos ayudar a formar a cientos de seres más. Entonces no entiendo por qué el hincapié de la pedantería está en mostrar y hablar sobre lo que uno escribe y no en el acto mismo de enseñar.

Lo que a mí me parece importante en esta discusión es que al ser el conocimiento una construcción humana, siempre cambiante, en movimiento que hace que los profesores y profesoras sostengan día a día una conversación con el saber, y que indefectiblemente los lleve el destino de la escritura, sea precisamente ese el elemento de nuestro oficio que no debe compartirse en las aulas. Eso es lo que más me sorprendió de la discusión que leí en redes sociales.

En el caso de quienes nos dedicamos a la literatura ese acto de conocer, personal y contingente que habla de lo antiguo y lo presente, deriva siempre en la escritura. De ahí mi extrañeza. Todos los profesores de literatura somos escritores. Somos escritores de crítica literaria, o de teoría literaria, o de historia de la literatura, o de ficción. ¿Qué sentido tiene pues que de eso no se hable en las aulas? ¿Qué sigamos creyendo que lo único que importa es lo que escriben todos los demás y no quien está poniendo su pensamiento y sus capacidades en juego para el proceso de la enseñanza?

Estoy convencida de que debemos compartir con los estudiantes en lo que para mí es realmente generoso, ese yo que piensa y que escribe. Conversar con nuestros estudiantes sobre la experiencia de la escritura, las motivaciones que nos llevan a ella, las preguntas, las hipótesis que surgen de nuestro pensar sobre ese objeto maravilloso con el que trabajamos que es la literatura. Claro está que este compartir, desde mi punto de vista, debe hacerse sin evaluar a los alumnos sobre nuestros textos, porque no queremos ser juez y parte ni mucho menos hacer sentir incómodos a nuestros alumnos en ese tipo de evaluación.

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Entre las múltiples acciones que trato de realizar en mi vida cotidiana como maestra, desde hace muchos años, decidí incorporar a mis cursos en la Universidad Nacional una práctica que permite reinstaurar el yo como el creador de conocimiento. Constantemente dicto cursos donde leemos y luego invitamos a escritores de crítica, historia, teoría o ficción. Con mis estudiantes entrevistamos a estas personas, conversamos sobre sus textos, sobre sus maneras de escribir y sobre lo que hemos entendido en esos textos, lo que nos dejan a través de su escritura.

También como maestra, llevo treinta años negándome a ese borramiento del yo. Doy clase con todos los seres que soy, con todas mis experiencias de escritura y de vida, trato de llevar al aula toda esa conversación tejida por años con muchos conocimientos que rodean y analizan la literatura. Tengo clarísimo que no quiero ser ventrílocuo de un pensamiento sin dueños, sin dialogantes, prefiero conversar con un pensamiento situado, ubicado en el ser que escribe, en el ser que piensa, en esos seres que, como nosotros, han buscado preguntas y respuestas sobre el sentido de la literatura.

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Entonces no sé por qué los estudiantes deben perderse la oportunidad de conversar sobre su obra con un maestro, en este caso Pablo Montoya, que ha escrito sobre crítica literaria, sobre arte, sobre historia y que además tiene una obra de ficción. No veo por qué los estudiantes no pueden leer lo que escriben sus maestros y conversar con ellos y ellas sobre ese oficio, que en el caso de la literatura es siempre una necesidad y un culmen. ¿Cómo no hablar sobre las puertas que se abren para llegar a la escritura y las que siempre vuelven a quedar abiertas, a las nuevas preguntas y los derroteros que están allí cuando uno se toma el derecho de escribir sobre lo que le interesa?

He visto siempre como un acto desleal con el conocimiento humano pensar que un profesor o profesora debe borrarse a sí mismo, su vida, sus emociones, sus pensamientos, su escritura para entrar al aula de clase. Creo también que hay una deslealtad con los estudiantes cuando no compartimos con ellos ese quehacer de la escritura que nos convoca como literatos. Cuando olvidamos que todas las personas en un aula de clase están allí por lo que son, por sus motivos particulares y no por una idea abstracta del conocimiento como necesidad y destino fijado por otros. Dejo abierta esta conversación y mi llamado a que no permitamos que se mantenga la idea de los maestros como ventrílocuos, a que no tengamos que ser vergonzantes de lo que hemos escrito.

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Alejandra Jaramillo Morales y su más reciente novela: "Las lectoras del Quijote" (Alfaguara).
Foto: Cortesía de la autora

* Alejandra Jaramillo Morales ha publicado cinco novelas: La ciudad sitiada (2006); Acaso la muerte (2010); Magnolias para una infiel (2017); Mandala (2017), un proyecto de escritura digital, una novela construida para ser leída de múltiples maneras; Las lectoras del quijote (2022), su primera incursión en la novela histórica. Tres libros de cuentos, Variaciones sobre un tema inasible (2009), Sin remitente (2012) y Las grietas (2017), libro ganador del concurso Nacional de novela y cuento de la Cámara de Comercio de Medellín y entre los quince nominados del premio Hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez 2018. Escribe novelas para adolescentes y las publica con el sello Loqueleo; Martina y la carta del monje Yukio (2015), El canto del manatí (2019) y Los mundos distópicos de Camilo Chang (en impresión 2022). Ha publicado numerosos artículos sobre literatura y cultura y tres libros de crítica literaria y cultural, entre ellos Nación y Melancolía: narrativas de la violencia en Colombia (2006) y Disidencias, trece ensayos para una arqueología del conocimiento en la literatura latinoamericana del siglo XX (2013). Es docente de la Universidad Nacional de Colombia donde trabaja en el Departamento de Literatura y en la Maestría en Escrituras Creativas.

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Por Alejandra Jaramillo Morales * / Especial para El Espectador

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