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Eran las siete de la mañana cuando salí de la habitación para acudir a la cita con el guía que me llevaría al mercado de Chichicastenango. Un hombre mestizo, de mediana edad, me esperaba. Me subí en la parte trasera de la camioneta intentando completar las pocas horas de sueño faltantes, anhelo imposible de cumplir debido a que el camino siempre estaba presidido por el omnipresente volcán de Fuego.
Edwin detuvo el carro en un parador a orilla de la carretera. Era domingo 21 de junio. Familias enteras de parroquianos atiborraban el local. Pedí huevos revueltos, con fríjoles, crema, queso fresco, platanito maduro frito, una salsa picante preparada con chiltepes asados, vinagre, cebolla y cilantro que me sirvieron con tortillas de maíz negro. Mi guía, como buen andador de caminos, se comió dos huevos fritos sobre una gran extensión de carne asada. Acompañamos el desayuno con atole, bebida de maíz endulzada con piloncillo, y un café local con ligero aroma especiado e intenso sabor achocolatado.
Dos horas después llegamos a nuestro destino. Con rumbo fijo hacia la plaza nos abrimos paso por entre toldos alineados de mercaderes que ofrecían textiles, cerámicas, maderas, pomadas, artesanías, hamacas, máscaras y manteles, adivinos que me hacían el lance de la fortuna y, por supuesto, chazas de comida callejera en la que predominaba el uso del maíz. Ante un anafe humeante de salsa de tomate y chiles probé una tortilla con un queso derretido que una mujer soasó encima de una gran plancha de hierro y que bañé con la suculenta salsa roja picante.
Una horchata fría aplacó el ardor de mi cielo palativo.
Después de que mi paladar danzara, Edwin me condujo por unas escaleras a un segundo piso desde donde abarcamos un espectáculo circundado por paredes pintadas en rosa mineral que contenían una explosión de colores vivos. Allí se describía la riqueza nutricia de un bello lugar irrepetible de América en que la lengua quiché y el Popol Vuh aún predicen la singularidad del mundo maya.
Percatado de mi asombro y después de caminar entre aromas a tierra vegetal y conversaciones cruzadas, seguimos a la iglesia de Santo Tomás de Aquino, patrono local. La venta de flores e inciensos para ofrendas religiosas adornaban la escalinata de piedra de un antiguo lugar de culto maya sobre el cual erigieron este templo del siglo dieciséis. Ascendí por diecinueve escalones que representan los meses del año. Edwin me contó que el mes maya tiene veinte días, comprendiendo así 360, con un mes bisiesto de cinco días que completa los 365 del calendario. El fuego encarnado en sahumerios de nubes perfumadas inundaba el acceso a los trece altares que adentro del recinto simbolizan el calendario lunar, como el trece baktum, que en 2012 cumplió el período de 460 años o la cuenta larga de su cosmogonía cíclica iniciada en renovación.
El sendero hacia el culto mayor personifica la oscuridad y es allí donde el acto de purificación permite pedir por la salud, la familia, la unión, el amor, la cosecha, el trabajo y la prosperidad. En los altares flamean velas dispuestas en pares: una para la religión católica y otra por la pagana. Pagano simboliza “acto de dar”, como los pagamentos kaggabas en la Sierra Nevada de Santa Marta, con ofrendas de la naturaleza: pétalos de rosa, copal de los pinos, hierbas y sangre del animal ocultada en el aguardiente. De inmediato pensé en la diferencia con los cultos cristianos en los que se ofrece dinero.
Los santos esculpidos en madera lucen trajes típicos de usanza colonial, los curas, su vestimenta habitual, y los cofrades o sacerdotes mayas se distinguen por su traje ceremonial de pantalones cortos hasta la rodilla y chaquetín bordado. Los mayas no se han desprendido de sus cultos y creencias; incluso el Popol Vuh fue preservado de la quema general de sus códices y reliquias al entregarlo como escritura sagrada al padre Francisco Jiménez, quien lo vertió en lengua castellana, con gran similitud al Apocalipsis.
La iglesia es antisísmica, notablemente orificada pero tiznada por el humo de las velas y del incienso. La de Santo Tomás es la de la luz solar, y la del Calvario, la noche lunar. La trinidad sagrada maya es Cielo, Humanidad y Naturaleza, mientras que para la cristiana es Padre, Hijo y Espíritu Santo. La misa se oficia en lengua castellana y en quiché.
Enfrente está el otro templo, el Calvario, donde veneran al Señor Sepultado, también con escalinatas donde los penitentes y chamanes invocan perdón y bendiciones. Ante el Cristo Yacente, una talla de madera en una urna de cristal, cumplí de rodillas con el ritual sincrético de purificación asistida por un cofrade.
A esta altura de la incursión en Chichicastenango ya Edwin y yo nos conocíamos como de antes.
Nos alejamos por calles atestadas de gente dedicada al comercio y de mujeres engalanadas con su precioso traje típico confeccionado en tres lienzos tejidos en telar de cintura con colores que vibraban con la luz de la mañana plena y motivos florales, soles y águilas bicéfalas bordadas representando la fusión de las dos cosmovisiones. Aprecié la larga cabellera loada de trenzas devanadas en vistosos hilos de lana virgen.
Edwin Torres, un hombre que después de haber pasado por el túnel de la luz había regresado para convertirse en chamán, sin querer me había conducido por un camino en que mi viaje culinario se había convertido en pagano. Nos abrazamos al despedirnos después de compartir el kaq’ik, una sopa especiada de chunto o pavo con chile pasa, guaque, yerbabuena, cilantro y tomate.