El Magazín Cultural

El cielo cabe en el infierno

Estaban enamorados. El chico era muy joven, no alcanzaba los dieciocho. Ella era mayor, ingeniosa y bonita, aunque indómita como una yegua. Y él, tan menudo, tan dócil. Verlos era como ir al teatro.

Isabella Portilla
21 de noviembre de 2018 - 08:40 p. m.
Cortesía
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A ella le encantaba hacerlo reír. Se reían a carcajadas de cualquier estupidez y se paseaban juntos de arriba a abajo cogidos de la mano.  Los vecinos no les preocupaban, lo único que querían era estar juntos. Siempre estaban juntos. No soportaban estar lejos el uno del otro y se amaban más de lo que era posible.

De repente ella empezó a salir. Bebía mucho y en las noches volvía tarde a casa. Decía que necesitaba ponerlo a prueba: quería darle celos, pero él no se ponía celoso y eso la desesperaba aún más. Pensaba que si él no le recriminaba era porque en realidad no le importaba; creía que los celos eran un requisito del amor.

Una noche, ebria, le confesó que estaba embarazada. Tenía dos o tres meses y él ni siquiera lo había sospechado. Ahí fue cuando todo cambió. Él tuvo que conseguir un trabajo fijo. Estaba convencido de que la amaba. No le importaba que fuera vieja, quería que juntos formaran un hogar.

Durante el embarazo ella empezó a sentirse irritable. Se enfadaba por todo, hasta decía que el bebé le parecía una injusticia; lo veía como un impedimento para seguir tomando. Él intentaba darle lo mejor que podía. Le había comprado ropa al bebé y a ella la invitaba a comer una vez por semana, pero nada parecía satisfacerla.

Les costó años estar unidos como al principio, pero finalmente él supo que nunca funcionaría. Ella volvió a la bebida, esta vez en serio. Cuando llegaba a casa él no estaba celoso, ni siquiera preocupado. Solo lo encontraba enfurecido.

Así, furioso, le contó que todas las noches soñaba lo mismo: se veía desnudo corriendo por un campo, atravesando pedregales y quebradas. Siempre corriendo. Y cuando estaba a punto de llegar a algún lugar que no podría ver bien, ella aparecía y se anteponía. Aparecía para retenerlo.

Ella se creyó los sueños. Pensó que si no actuaba se iría para siempre. Un día le regaló una pequeña campana que le ató a la muñeca para poder saber dónde estaba, pero él aprendió poco a poco a silenciarla sosteniendo el badajo con el dedo corazón.

Una noche mientras dormían él logró salir de la casa sin hacer ruido. Ella lo oyó cuando la campana cayó a la carretera. Salió, lo alcanzó, lo llevó a rastras a la casa y lo esposó a la bombona del gas. Lo dejó allí, volvió a la cama y se quedó tumbada escuchando sus gritos y los gritos de su hijo. Todo lo que quería era dormir. Por primera vez deseaba estar lejos, perdida en un inmenso país donde nadie la conociera. Un sitio sin calles ni ruidos de carros ni de relojes.  Soñó con ese lugar desconocido y cuando despertó estaba ardiendo. Había llamas violetas quemando las sábanas.

Corrió atravesando el fuego hacia sus seres queridos. Pero ya no estaban. Sintió que la espalda le ardía, se lanzó a la calle, rodó por el suelo mojado y se echó a correr. Nunca miró atrás, hacia el fuego. Solo corrió. Corrió tanto que perdió la noción del tiempo y, sin descansar, siguió corriendo hasta que todo signo vital desapareció.

 

Por Isabella Portilla

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