El altar estaba iluminado solamente por unos cirios que ardían sin prisa. El resto de la iglesia se hundía en una penumbra sospechosa. Afuera, la noche rugía sin estridencias. Un viento helado bajaba de los cerros cercanos y acariciaba con fiereza las modestas casas que se apretaban incólumes en los alrededores. En el interior dos sacerdotes cumplían un ritual a solas. Parecían sombras en pena buscando una hipotética redención. Detrás del altar un inmenso vitral dibujaba la silueta de una gran paloma blanca, que apaciguaba el dramático momento. Rómulo sacó con una vehemencia retenida, como si en eso se fuera su último suspiro, la pequeña hostia de la copa brillante de plata y dijo “El cuerpo de Cristo”, y la puso en la boca de René, quien cerró los ojos y pasó con una saliva lastimera el cuerpo harinoso del crucificado.
Luego se fundieron en un abrazo largo y asfixiante. Esa tarde le habían confirmado por segunda vez el resultado médico a René: seropositivo. Escueto y contundente. Tenía VIH. Su alma se convirtió en un templo en ruinas. Ese día más que nunca sintió sus deseos y sueños derrumbarse a su alrededor. Un pájaro de mal agüero le copaba el espíritu.
René miró el templo con desazón y recordó que se había terminado de construir gracias a su tesón y con la ayuda de los feligreses durante cinco años. Cinco años de sacrificios y de pedir aquí y allá, de sumar ladrillos y bultos de concreto, de nunca acabar, hasta darle una forma, una forma decente, para predicar allí el evangelio. Era su obra y la de la comunidad.
Estaba dedicado al Señor, y eso aliviaba en algo la infausta noticia que lo pronunciaba en terribles presagios. Ese hecho alegró tenuemente su rostro.
—Solamente nos queda la fe en el Señor, porque me estoy pudriendo por dentro —exclamó con las palabras rotas René. Rómulo comenzó a llorar inconsolable. El otro hombre le acarició la cabeza con cariño y le dijo algo que sonó como un latigazo en la noche: “Confiésame”.
—¿Estás seguro?
—Sí —dijo el otro en un tono casi de súplica—. Hay que buscar una manera para salir de esto. Tengo el virus de la muerte en mi sangre. No me preocupa Dios, su misericordia es mi castigo. Me angustia mi familia, mi madrecita, mis feligreses, ese rebaño tierno y ajeno, y dejarle un escándalo más a la Iglesia no me lo perdonaría. Te imaginas la sorpresa del Obispo, sabes que nuestra relación es distante, que cuido hasta el más mínimo de mis movimientos, que siento sus ojos sobre mi nuca, y aunque no existe una verdadera confianza entre los dos ha apoyado sin restricciones mi tarea pastoral. No le he dado papaya contigo, soy el más fiel con mi vocación y llevo las cuentas de la diócesis al día. Pero sé que esto quebraría su integridad, no soportaría mirarlo a la cara. Detrás de esa rigidez moral, detrás de ese rostro férreo, habita un alma bondadosa y no me perdonaría echarlo a las fauces de los lobos de la sociedad. Preguntándole si no había sospechado nada, si en mi conducta no había rastros que delataran mi homosexualidad. Y él tragándose ese sapo monumental, esquivando, ocultando la verdad. Pensarlo me pone la carne de gallina.
—¿Y nuestro amor?
—Sigue intacto, es más puro que mis pecados.
—Nuestros pecados, dirás. No te voy a dejar solo en esto.
—Tenemos que encontrar una salida digna.
—Para mí la única salida digna es la muerte. Desaparecer silencioso con mis chiros de este mundo. Decir adiós en el mayor anonimato. Ojalá un terremoto me hundiera hasta el centro de la tierra y no dar explicaciones.
—No hables así, no me gusta ese tono de tragedia. Algo se nos ocurrirá, algo —dijo entusiasmado, pero con la convicción íntima del sinsabor de una derrota irremediable—.
No te dejaré solo en este accidente de la vida. Eso te lo juro por los hábitos que llevamos. Hemos sorteado muchos obstáculos y uno más…
—Entonces, ¿qué hacemos? Desde hace unos días las noches han sido tristes y dolorosas. Estoy débil y siento que mis fuerzas flaquean. Hay algo dentro de mí que me está acabando a pedacitos, a sorbitos, a mordiscos, lentamente, y la impotencia me inunda, me acaba. Sabes qué significa esto, mi destierro de la tierra y tal vez del cielo, pero te cuento que allá arriba estaré más tranquilo.
—¿Quieres que nos quedemos esta noche?
—No, hoy no, es mejor que descansemos el uno del otro.
Se instalaron en el confesionario. Se percibieron extraños, como alterando la ley divina. Nunca habían estado así. René afuera y Rómulo adentro. Uno oiría al otro; uno era la víctima y el otro era el victimario, una especie de inquisidor que tenía el control de la situación. Uno hablaría y el otro absolvería y ordenaría una penitencia. Ese nuevo papel trastocó el escenario. Cómo empezar, qué decir, qué juzgar, qué perdonar, si los dos estaban del mismo lado, del lado del amor, de un amor que los había llevado a transgredir sus votos, un amor que mantuvieron en el más estoico silencio y ahora amenazaba con romper sus vidas, sus creencias, romperlo todo como un cuchillo que cercenaba y hería a ambos por igual. Las palabras se atascaron. No salieron de sus bocas selladas. Se quedaron allí, solos, en las fronteras sinuosas de la noche, parcos, arrinconados en sí mismos, consumiéndose indiferentes como los cirios que ardían en el altar... muy lejos de sus vidas.
*Novelista, cuentista y poeta. Ha publicado los libros ‘Memoria de la noche’, ‘Un minuto de silencio’, ‘Los poetas malditos: un ensayo libre de culpa’, ‘El desencantado de la eternidad’, ‘Pequeños crímenes de amor’ y ‘Hábitos nocturnos’.