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A menudo se espera que las antologías les sirvan a los lectores para descubrir nuevos textos y autores o, incluso, para evitar la fatiga de ser quienes deban leer todos los textos de un autor para seleccionar “los más logrados”. Pero no siempre se espera que, con la selección de cada pieza, las antologías tengan una intención que vaya más allá del afán enciclopédico y acumulador. Sabemos por el investigador mexicano Daniel Zavala Medina que cuando Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo armaron su célebre Antología de la literatura fantástica, no solo reunieron los textos que les parecían “mejores”, como dice Bioy en el prólogo de 1940, sino que esta selección, en su conjunto, representa un gesto crítico ante el realismo de algunos contemporáneos suyos en Argentina. Justamente, las antologías que merezcan tal nombre —y pienso que así debería ocurrir con las sesiones que componen un curso universitario o los destinos que se escogen en un itinerario de viaje— tendrán al menos dos caras dependiendo de quién las mire: la de Ariadna, que socorre a su lector con un hilo que le impide perderse, y la del minotauro del cuento de Borges, Asterión, cuya faz terrible no asusta al invitado que quiere verdaderamente jugar con él, mientras recorren una casa llena de sorpresas alegremente dispuestas de acuerdo con la agudeza de su residente.