El Magazín Cultural

El descaro de ser mujer, viajera y colombiana

A pesar del paso del tiempo y el progreso del que nos ufanamos por estos días, los colombianos seguimos siendo estigmatizados en el exterior. Infortunadamente el estereotipo más doloroso, y tal parece que el más marcado, proviene de nuestros compatriotas.

Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila
23 de noviembre de 2019 - 08:50 p. m.
Muchos se han quejado de las dilataciones y hasta atropellos que han sufrido en las fronteras al mostrar su pasaporte colombiano. Generalmente, las mujeres son más vulnerables a los atropellos.  / Archivo partícular
Muchos se han quejado de las dilataciones y hasta atropellos que han sufrido en las fronteras al mostrar su pasaporte colombiano. Generalmente, las mujeres son más vulnerables a los atropellos. / Archivo partícular

“Calláte, boluda, los colombianos son re-exagerados, estás dramatizando”. Esas amables palabras fueron las últimas de una amiga argentina, antes de pasar juntas la frontera terrestre entre Panamá y Costa Rica. Su reacción se debió a que le supliqué que no me dejara sola por si en la frontera me impedían el paso, o me hacían un interrogatorio de una hora antes de sellarme el pasaporte.

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Ella pasó primero, bastaron 30 segundos para que le dieran la bienvenida a Costa Rica, luego me llamaron a la ventanilla. “¿Colombia? sin visa de Estados Unidos no puede pasar”. Para entrar a conocer el país tico, aparentemente independiente, necesitamos visa estadounidense. Que no se confundan con Puerto Rico que es un país bajo la soberanía de Estados Unidos, en  el que tendría más lógica que esta visa sea un requisito. La mostré. “¿A qué viene?”, contesté que estaba de viaje con mi amiga argentina a la que le acababan de sellar el pasaporte. “¿Cuánto tiempo se queda?”, en mi casa me enseñaron que la honestidad es un valor fundamental, pero me parece que mis padres no sabían que con los agentes de inmigración ser honesta puede arruinar el viaje. Aun así, dije la verdad: “un par de meses”. Me sellaron el pasaporte y me dieron solo 30 días. A Daniela le dieron 90 sin interrogatorio. La argentina, que minutos antes me estaba estereotipando, se devolvió a hablar con el agente: “venimos juntas, ¿por qué no le da 90 días como a mí?” Porque es colombiana, respondió.

Es cierto que en mí existe cierto recelo hacia las fronteras, y que esa vibración negativa hace que atraiga a los agentes más quisquillosos, pero también es cierto que son anecdóticos mis pasos por algunas fronteras y eso ha ido sembrando la prevención.

Cuando quise conocer el norte de Chile, estando en Argentina, en las agencias de viaje no me quisieron vender el pasaje de bus. Su argumento fue “la dificultad de pasar la frontera con una colombiana”. “Solo le vendemos el pasaje si trae una bolsa de viaje de 6000 dólares”. Desistí de la idea porque no tenía 6000 dólares, y así los hubiera tenido siempre he pensado que hay 194 países en el mundo, ¿por qué rogar para que me dejen entrar a uno?

En la frontera que une a Argentina con Bolivia, después de cinco horas de hacer fila – o tumulto – entregué mi pasaporte (junto al de un amigo japonés) al agente que recibía y sellaba sin ningún orden. Parecía una plaza de mercado más que un paso fronterizo. Sin una sola pregunta selló y escribió números en cada documento mientras otras cuatro manos se colaban por la ventanilla intentando ser las primeras. Mi garabato decía “15 días como turista”, el de Kenji tenía un orondo 90. “¿Me puede dar 90?, viajamos juntos” reclamé. “No, así es para los colombianos”.   

En el aeropuerto de Ciudad de Panamá, la agente de inmigración me hizo regresar a la zona de tiendas para buscar un teléfono y llamar a una amiga que me iba a hospedar en su casa: yo no tenía el número del apartamento y la dirección no fue suficiente para la mujer. Volví, le di el número, y me hizo regresar nuevamente a buscar un cajero automático para sacar 500 dólares en efectivo y demostrar que tenía dinero. “Aquí es así con los colombianos” dijo, luego me puso a contar billete por billete para dejarme pasar.

En Costa Rica no me querían dejar subir a un bus que llegaba hasta Nicaragua “porque todos los colombianos llevan drogas en la maleta, además, nos retrasa y tenemos que llegar a tiempo a Managua”. Me quedé parada discutiendo en las escaleras del bus, apoyada por una mexicana y un argentino, y no me moví hasta que arrancaron conmigo.

En la frontera terrestre de Guatemala con México tuve que rogar durante 20 minutos para que me dejaran entrar a Chiapas. El bus turístico en el que iba estaba a punto de dejarme, ya todos los europeos y gringos con los que venía tenían su sello, los únicos que quedábamos en plena frontera, ni en Guatemala ni en México sino en el limbo, éramos dos colombianos asustados con la dignidad en las patas.

Unos años después, en la frontera de Belice con México, a mis compañeros de viaje franceses les dieron en cuestión de segundos 180 días, que comúnmente se les da a los turistas en este país. A mí me pidieron un extracto de cuenta bancaria para demostrarles que tenía cómo mantenerme en México como turista. Al ver la cifra se amangualaron y me ofrecieron 180 días por 300 dólares, y como me negué me dieron siete. Después me tiraron el pasaporte en las narices.  

El más anecdótico e inolvidable de mis pasos por las fronteras, fue cuando me encerraron cuatro horas en una celda en el aeropuerto de Ciudad de México y me devolvieron a Bogotá en un avión. La policía federal me escoltó hasta la última silla. Esta historia ya la he contado tantas veces y la he escuchado tantas más, que se esfumó el coraje. Hay personas que me preguntan si estaba llevando drogas, y entonces yo respondo con otra pregunta: ¿si estuviera sirviendo de mula, no estaría contando la historia desde una cárcel en Ciudad de México?

Levanto sospechas por tener un pasaporte que dice: República de Colombia. Las etiquetas más comunes son narcotráfico y estafa, y para las mujeres a las que nos gusta viajar solas, prostitución.

Lo que me llevó a hablar de estos episodios de discriminación no fue precisamente extender mi queja al mundo. Aprendí con la suma de estas experiencias que el hecho de ser colombiana trae etiquetas consigo. Tomará muchos años de evolución mental cambiarlo. A pesar de que no ha habido ni un solo alemán que no me haya simpatizado por bonachón y sonriente, aún los siguen etiquetando como nazis: ¿cómo hacemos los colombianos si nuestra historia ni siquiera es historia sino presente?

Me intento poner fuera de escena, como si no fuera yo quien estuviera frente a una ventanilla esperando un sello: veo a un ser humano de uniforme que está haciendo un trabajo automatizado, el que le ordenaron y con el que comerá. Lo único que queda por hacer es llevar todos los requerimientos que exige cada país para entrar y tener paciencia, no hay mucho más por modificar ni por discutir.

Ahora, si en la lectura de este texto a usted, colombiano, se le ha ocurrido preguntarse, o incluso afirmar: “pues algo debió haber hecho”, quiere decir que tiene el mismo pensamiento de “Elmu”, un compatriota que hace un tiempo inspiró este escrito.

Como si fueran responsables de los hechos, ciudadanos chilenos y mexicanos, que incluso no conozco, me han pedido disculpas por el maltrato en sus fronteras, pues sienten vergüenza por las acciones de las autoridades de su país. Por el contrario, debo tener listo un arsenal de argumentos en mi defensa, cuando cierta porción de habitantes colombianos opina acerca de estas experiencias viajeras.

“Pues es que usted es una mujer muy bonita, colombiana, de veintitantos años y viaja sola, lo único que se puede pensar es que se va a prostituir. El gobierno mexicano la quería proteger y por eso la inadmitieron”, eso me dijo por teléfono un funcionario de la Cancillería de Colombia en un grotesco intento de argumentar las razones por las que no me dejaron entrar a Ciudad de México. Casi me convence de llamar a  la oficina de inmigración mexicana para darles las gracias.

“Usted debe ser de esas colombianas que dan vergüenza, mejor quédese en su casa. Cómo va a querer que no le digan nada los de migración si se viste muy mal, así son todos los mochileros y nos hacen quedar mal a los colombianos de bien”, ¿colombianos de bien? ¿Soy una colombiana de mal?

“Yo soy colombiano, vivo en México pero sí soy legal, la gente como usted no es capaz de 'legalizarce'. Vayan con dinero, sean bien hablados, 'vístansen' lo mejor posible, pero es que llegan con pura pinta de vividor”. Sí, señor, soy legalmente una residente mexicana, tengo dinero bien trabajado, hablo lo más de chirriado y nunca he sabido estar a la moda, pero invierto en ropita. ¿A qué se deberá esa obsesión trivial por la “pinta” en Colombia?, todos los comentarios convergen en la manera de vestir.

Aunque tenemos fama de “re-exagerados”, el siguiente párrafo también tiene un autor real, un hombre que se apodó Elmu para escribirme: “Yo he viajado bastante y me da pena ajena ver a tanto compatriota como tú, pidiendo hasta dedo. Y eso que tienes ‘la de super’ recursos como para pagar un simple bus, pero te haces ver como una pobretona, hasta debes oler mal. Das asco. Deberías irte a vivir a una cueva…”

Tampoco me han perdonado errores de texto, una letra cruzada que a veces se me vuela decanta en: “pues si escribe así de mal es porque es una pobre ignorante que seguro quiere pasar indocumentada, primero estudie y consiga plata para viajar en cambio de ser una muerta de hambre. Yo conozco el mundo sin limosnear”.

Es común recibir este tipo de comentarios cuando se me ocurre escribir acerca del tema, así que ya tengo una capa de inmunidad que rebota el odio y lo convierte en risa.  

No me como por completo el cuento de las banderas y las fronteras. Para mí todos somos seres humanos que compartimos el planeta Tierra, y de acuerdo a la geografía física y al pasado, tenemos diferentes costumbres e ideologías que compartimos, o no. Así que me encanta, respeto y gozo la naturaleza, la cultura, la comida, la vida que encierra la palabra Colombia, o Guatemala, o Argentina, pero no soy de nacionalismos ni patriotismos.

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Sin embargo, me atrevo a decir que me duelen los ataques de mis paisanos, más que los que provienen de otras tierras. ¿Por qué atacarnos entre colombianos?, si es que pertenecemos a la misma porción de tierra y eso nos hace tener vivencias similares, nos hace ser etiquetados de forma negativa y positiva; y nos hace tener ideologías que, aunque diversas, vienen de un mismo presente.

Las fronteras políticas son líneas imaginarias, no existen físicamente, pero si fragmentan el mundo. ¿Cuál es el motivo para seguir inventando líneas entre colombianos? ¿Entre seres humanos? Hoy una vez más escribo en son de invitación a un ejercicio humano en el que también me apunto: ver todas las aristas antes de juzgar y pensar en que el hecho de que no le haya sucedido no quiere decir que no le pueda pasar. Pruébelo así sea durante cinco minutos al día, va a ver cómo el mundo se comienza a transformar de adentro hacia afuera.

Por Natalia Méndez Sarmiento / @cuentosdemochila

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