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El día de Todos los Santos en el Cementerio Central

A plena luz del día el mundo de los vivos se confunde con el de los muertos. Con el corazón en la mano, algunas familias llegan a visitar a sus deudos fallecidos. El virus se ha llevado a tantos que pareciera que la Tierra ha sido umbría desde la primera mañana de la más antigua de las edades del tiempo. Y empieza la jornada en el camposanto.

Inés Elvira Lopera

10 de noviembre de 2020 - 01:00 p. m.
Algunas de las tumbas del Cementerio central.
Foto: Cementerio central
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Es Día de Todos Los Santos y este año de pandemia y muerte quema sus últimos cartuchos un domingo 1 de Noviembre bajo un indeciso cielo bogotano a las diez de la mañana. Una vacuna que no llega, Colombia de octava en la lista de países con más casos de Covid-19 y sobre la carrera veinte, justo en la mitad entre la Avenida El Dorado y las primeras estructuras grises del costado norte del Barrio Santa Fe, una fila de media cuadra espera para entrar al Cementerio Central.

No es día de admirar el ascetismo y estoicismo de los que fueron llevados a los altares. Ni San Juan de la Cruz ni Santa Águeda ni Santa Teresita del Niño Jesús ni San Silvestre ni ninguno de los santos a quienes se les prenden velitas por causa de las abuelas, son los protagonistas. No es día de rememorar milagros. No es día de hagiografías. Es el día de todos y cada uno de los mortales que se ganaron El Paraíso; el día de las almas anónimas que gozan del Cielo. El día para los que, pese a la altura, la nieve y el granizo, ya no les calan los huesos.

Hasta hace muy poco tiempo, el cementerio permanecía cerrado por la pandemia, así que el viejo jaleo de domingo en el Cementerio Central -el de los casi doscientos años, el pedacito de ciudad donde moran los restos mortales de José Asunción Silva y de Carlos Pizarro- recién vuelve. Este lugar es una ciudadela cuadrada de doce manzanas: una muralla se extiende a lo largo y ancho de sus cuatro puntos cardinales y hay una caminata larga entre esquina y esquina. Incrustado en el medio hay un muro en forma de elipse sostenido por columnas dóricas, tanto así que parece que hubiera sido traído a espaldas de ángeles del primer piso del Coliseo Romano. Cóncava y convexa, ambas caras del muro son galerías de bóvedas: incontables cuerpos exangües que ahora yacen uno al lado del otro en sus féretros.

Doña María llevaba ocho meses sin poder vender flores. Cincuenta años apostada a la entrada color curuba de La 26 con su jardín de ramos y manojos bajo la mirada del ángel viejo, arrugado y barbudo de la fachada que -¡No se equivocan los ojos!-

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Empuña una guadaña sentado en la cornisa. Algunos dirán que es Cronos. Para otros será La Parca hecha ángel. Encima, sobre el remate en forma de domo y construida con la intención de gritar en silencio que se ha llegado al aposento de las almas que se fueron, una cruz trebolada corona el atrio.

A Doña María ahora le toca apeñuscarse en una diminuta bodega en toda la esquina de La 26 con veinte por restricción de accesos. Con las flores le dio bachillerato a sus hijos y sus atados del día cuestan tres mil pesos. De la bodega de Doña María hacia el sur la carrera veinte hay, en ambos costados, un tren de mini bodegas empolvadas con viruta de piedra: marmolerías/locales como cajas de fósforos de 2x3 apiñadas exhibiendo lápidas. En domingo casi todas están cerradas, pero Marmolería Milenium abrió y Doña María Eugenia sacó en caballetes las piezas talladas que lleva treinta años vendiendo. Por cada una, un muerto; por cada muerto alguien que se desgarró de dolor mientras hacía el pedido y decidía el tipo de mármol y la gama.

El puesto de flores de Doña María, quien se rehusó a salir en la foto.
Foto: Inés Elvira Lopera

La lápida más barata cuesta $150.000 pesos. Es de mármol gris nacional y lleva cruz, nombre, fecha y florero. “Se entrega instalada”, puntualiza la Señora María Eugenia. Con foto laminada cuesta $250.000, con rostro tallado, $700.000. La más bonita es la de mármol blanco italiano que tiene una Virgen esculpida. Es la más bonita, no caben las preguntas. Lo es por veredicto oficial de las Almas del Purgatorio que llega en un murmullo.

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El único tallador que no se quedó domingueando en casa fue Henry Alfonso. El zumbido del martillo neumático con el que trabaja sobre un bloque de piedra vetea el aire; lo perfora pequeño, sin estrépito. Cuarenta años de oficio de amansar la piedra. Henry casi nunca se compromete cuando le encargan lápidas de niños sencillamente porque los niños no deberían morir. Sabe de vanidad: ancianos abandonados en vida cuyos hijos buscan la lápida más costosa y fina. Sabe de crueldad: hijos sin afugias de plata reticentes a poner la cuota para la lápida de la mamá. Y conoce de almas en remanso: personas que no buscan lujos al encargar losas talladas porque no tienen con el muerto culpas ni deudas.

Un vigilante controla la única entrada habilitada -la de la carrera 20- con termómetro electrónico en mano. Por cada cristiano que entra, el hombre dice en voz alta la temperatura según el aparato. Como cantando un bingo. José Sánchez vende velas a mil pesos junto a la reja. Las blancas simbolizan paz, las negras alejan la maldad. Hay velas verdes para no perder la esperanza, para conseguir trabajo. Las amarillas traen suerte, las azules prosperidad y las rojas son para el amor. Y si pedirle algo especial a las almas se quiere, comprar velas moradas, rosadas y naranjas se debe. También hay laminitas de San Miguel Arcángel y de la Virgen del Carmen para llevar como amuleto.

Una súbita tromba trae la noticia de un entierro. En un abrir y cerrar de ojos hay un coche fúnebre entrando y detrás de él entra la comitiva que en fervor y dolor acude a despedir de este mundo a una morena de profundos ojos verdes, a una mujer hermosa de 32 años. La muerte se la llevó el 12 de octubre a las tres de la tarde por un paro cardíaco. Diana Marcela Viáfara Echeverry murió en São Paulo y su familia pudo repatriar su cuerpo al cabo de dieciocho días.

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Descansa en Paz, Ñeca

(*Historia publicada con autorización de la familia)

“Muñeca” la llamó su mamá desde niña. Ñeca, Ñequita, cómo te lloran en esta tarde sin color. Lo único que la luz se permite teñir son los globos blancos de helio que las almas presentes llevan en la mano con solemne candor. Diana Marcela es despedida por el papá de su hijo, por sus hermanas y amigas. Por quienes no la conocieron, por sus tías. Por la presencia ausente de Marlon Felipe, su hijo de 15 años que no alcanzó a llegar de Brasil.

Ketty Viáfara, su madre, encabeza la muchedumbre en la silla de ruedas eléctrica que Diana Marcela le regaló. Su cuerpo va en un carro en cuyo bómper trasero dice: Voy con Dios. Caleña y morena porque su padre así lo era. Está vestida de blanco. “Aun estando en ‘la porra’, La Ñeca llegó a su casita. Quedó donde usted puede venir a llorarla. Los familiares que murieron por la Covid-19 no pudieron ni ver las cenizas”, le dice vehemente una amiga de la familia a la madre en luto. “Nadie sabe mi dolor”, responde ella. Lo dijo una sola vez y fue lo único que se le oyó decir en toda la tarde.

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El ataúd de "La Ñeca" es hexagonal. Sus allegados lo cargan antes de darle la última despedida.
Foto: Inés Elvira Lopera

El cuerpo de Diana Marcela descansará en una de las bóvedas dispuestas en las galerías laterales que están al reverso de la muralla. Ha llegado el momento inexorable de introducir el féretro en el costado exterior inferior de la galería, un zócalo donde descansan las columnas que pensó Domingo Esquiaqui, el ingeniero militar español que hizo los planos del cementerio por encargo de José Manuel de Ezpeleta -virrey de la Nueva Granada- como parte de la reconstrucción de Santa Fe de Bogotá tras el terremoto de 1785.

“¡Un aplauso para La Ñeca!”, grita alguien. Es el clamor, más de amor que de dolor, que se convierte en música mientras los hombres alzan el ataúd y Wendy y Marilai, las hermanas de Diana, rompen en sollozos. “Chao, Ñeca, hasta luego. Algún día me veré contigo”, dice Wendy en un lamento que se escucha fuerte porque con sus palabras cae sobre la procesión el silencio. El féretro va llegando con lentitud a la bóveda con su impertérrita boca de cueva. “Se nos fue La Ñeca”, comenta con voz de prudencia, con añoranza triste. José Isaza, que lleva una camisa vinotinto y un vestido de paño marrón y amigo de infancia de Ketty, es el más elegante de los varones presentes.

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De repente hay confusión y bulla. Algo pasa con el ataúd.

Se dan cuenta de que no cabe. El que la familia de Diana eligió para su cuerpo sin vida es hexagonal y sólo alcanzan a entrar los dos palmos de ancho que hay entre los dos vértices superiores y unos tres de profundidad. No cabe más. Esto, lejos de disipar el recogimiento, provoca la exclamación de una mujer que les recuerda a todos los presentes cuánto extrañarán a Diana Marcela: "¡La Ñeca no se quiere ir!

Se dicen muchas cosas. Algunos piden un machete. Otros, una segueta. Los funcionarios del cementerio encargados de la sepultura de Diana Marcela, que llevan cascos amarillos y ropa de trabajo, tratan de ampliar la entrada de la bóveda rompiendo el muro con martillo. Segundo intento infructuoso. Tumbar no es tarea sencilla ni rápida, así que los dos hombres a cargo indican que hay que hacer cambio de bóveda a una que queda sobre la misma fila a unos pocos metros. Allí el ataúd entra casi hasta la mitad, pero esta vez son las manijas doradas las que no permiten que entre. Alguien sugiere ladearlo, pero un muchacho joven sienta un precedente: “¡La Ñeca no va a quedar ladeada!, tiene que descansar como es”.

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Necesitan quitar las manijas con destornillador. El ataúd por fin entra y lo último que Diana Marcela se lleva de este mundo es el humo del tabaco que Wendy le fuma rozando la entrada de la bóveda, como tirándole un beso eterno para el viaje. Con los últimos retoques de la argamasa, la luz del mundo de los vivos se apaga para Diana. Atardeció. La Ñeca descansa ahora en el más insondable de los silencios y brilla para ella la luz perpetua.

Epílogo

Cierran a las tres. Kener (7 años) vino a visitar a su Abuelita Bárbara que murió en el dos mil diecisiete. Yireth y Saray (9 años), vinieron a saludar al Abuelito Jesús Armando, y juegan mientras los adultos entonan un Padre Nuestro y tres Ave Marías delante de su pequeño habitáculo de cemento incrustado en el panel de cenizarios que un día le fue asignado: sus coordenadas.

El Cementerio Central es un laberinto de calles sin nombre poblado de almas que terminaron en el mismo lugar. Almas de todas las edades que vivieron y murieron en los últimos dos siglos de la historia: Eloísa, Bonifacio, Dana Camila, Pedro, Luis, Anita, Christian, Lucas, Jeison, María de las Nieves, Maira Alejandra, Justina, Pablo, Yorladis, Sixto, Sinforoso, Jessica, Ernesto, María Dolores, Teodoro, Rafaela...

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La pátina del paso del tiempo está en cada mausoleo, en cada osario sobre los bellísimos panteones, en cada pabellón de bóvedas y cenizarios.

Atardece en el Día de Todos los Santos y muchos rincones resplandecen por obra de rosas, claveles, margaritas, gérberas y cartuchos que con gran primor trajeron las familias a sus difuntos. Ha llegado la hora nona. La hora postrera del día para los visitantes del cementerio, quienes por mandato distrital deben abandonar el lugar. Confiesan las almas más puras que les hacía ilusión quedar de nuevo en soledad para poder jugar a las escondidas.

Por Inés Elvira Lopera

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