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Además de vender libros, la Feria Internacional del Libro de Miami, que se celebra en noviembre de cada año en el campus de la Universidad de Miami-Dade, propicia encuentros de escritores de Estados Unidos, América Latina y España cuyos cuentos, anécdotas, poemas, reflexiones y recuerdos son escuchados por un público ávido de conocerlos. En 1987, en mi condición de Distinguished Visiting Professor de esa universidad, su directora de entonces me solicitó sugerir algunos nombres de escritores de América Latina para conferencias y conversatorios. Sugerí entonces a los escritores Manuel Mejía Vallejo y Germán Espinosa, de Colombia, y a Denzil Romero, de Venezuela.
Espinosa se excusó de asistir por inaplazables compromisos en Bogotá, en tanto que Romero compartió con un numeroso público su experiencia como narrador de novelas históricas, de manera especial su novela La tragedia del generalísimo (1983). Mejía Vallejo rememoró sus vivencias infantiles y sus inicios en el difícil arte de narrar allá en su natal Antioquia.
Desde su primera novela La tierra éramos nosotros, de 1945, hasta La sombra de tu paso, su obra más reciente por esa época, había tenido una trayectoria de permanente actividad literaria merecedora de reconocimientos en Colombia y el mundo con traducciones a diversos idiomas y el mayor número de premios que hubiese recibido escritor colombiano alguno hasta aquella fecha, a excepción del Nobel, del cual, en cierto momento, fue candidato. Al año siguiente de su participación en la feria del libro publicaría La casa de las dos palmas, novela que obtuvo el prestigioso premio Rómulo Gallegos de 1989, llevada a la televisión colombiana con excepcional éxito. Mejía Vallejo nació en Jericó en 1923 y murió a los 75 años de edad el 23 de julio de 1998, fecha propicia para conmemorar 20 años de su lamentada ausencia. Conocí a Mejía Vallejo en una de mis visitas a Medellín un día a finales de la década del 70, cuando él era director del taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Ya conocía algunas de sus novelas y cuentos, pero ignoraba su profusa obra poética, que tiempo después pude disfrutar a raíz de mis conferencias sobre literatura colombiana en la Universidad de Miami-Dade. Así que durante aquel primer encuentro, promovido por el poeta e investigador Luis Iván Bedoya, conversamos sobre diversos asuntos, en especial de la pedagogía literaria, uno de los temas mimados del escritor antioqueño. Sugerí que la universidad invitara a Mejía Vallejo por ser un inveterado admirador de su narrativa cuyos argumentos incursionan en las glorias y tragedias de comunidades rurales que han sufrido los vejámenes de gamonales y terratenientes, pero también como explorador de mitos urbanos condensados de manera magistral en su novela Aire de tango.
Desde siempre admiré su cordial sencillez, su típica elocuencia y sentido del humor, salpicado de divertidas ocurrencias y anécdotas, así como su capacidad para resistir los embates de la parranda más prolongada con aguardiente a bordo. En una de esas noches de parranda poética en Miami, me contó la génesis de algunas de sus más renombradas obras. Su primera novela, por ejemplo, la escribió en un momento de dolor, cuando presenció el desmoronamiento de la herencia familiar representada en una finca montañosa y lejana. “Yo estaba tan solo que necesitaba acompañarme de los seres desaparecidos, de los que yo dejé atrás, de mis abuelos, mis tíos, amigos que había dejado en la finca —revelaba él con cierta tristeza—, entonces, yo los invocaba para no suicidarme, porque yo he querido suicidarme tres veces en la vida, la primera vez cuando tenía 18 años”.
“La soledad es monstruosa —insistía—, y para combatirla invocaba nombres, así descubrí que se podía escribir sobre los fantasmas y que escribir no era sólo un inmenso acto de soledad, sino también una congregación de cosas. Empezaron a cobrar forma mis nostalgias, no sólo las personas sino también los animales, los objetos, la cordillera, el crepúsculo, el café, el maíz, el trigo, la hoja de tabaco, la cosecha y las plantas domésticas. Para mí, las palabras eran recién nacidas, y decían todo. La noche era noche de verdad, y el perro, muy dentro de mis recuerdos, aullaba, corría, saltaba... Entendí que las palabras son mágicas, capaces de provocar catástrofes o grandes amores, por eso creo mucho en el valor de las palabras”.
Recordaba Mejía Vallejo que entre los antiguos egipcios era Tot el dios del lenguaje y al mismo tiempo de la magia. Así comprendió que, por arte de encantamiento, sus palabras inventaban las imágenes y conjuraban los fantasmas de su pasado inmediato. “Lo que motivó la novela fue también una película que vi acerca de un hombre que era echado de su tierra. Salí llorando del cine, recordando la historia reciente de mi familia. Me fui a una papelería y compré un cuaderno cuadriculado de 100 páginas. Me metí al café de un paisano mío, pedí una cerveza y me puse a escribir mi primer capítulo, y quedó así, sin corregir”.
“Yo corrijo demasiado mis escritos, pero esta novela salió entera, sin necesidad de correcciones. Es una obra espontánea, ingenua tal vez, pero llena de un dolor inmerecido porque sólo tenía 19 años. La tierra éramos nosotros es una novela de mi instinto narrativo más que de cualquier reflexión literaria. Cuando se publicó, decían que era increíble que un muchacho fuera capaz de escribir con tanta madurez”. En aquella primera novela, el joven escritor pintaba el paisaje rural que vivió en su infancia incontaminada de la montaña andina donde todavía creen en el diablo, los espantos o la bondad humana. Después supo que eran sólo bellos engaños, porque la vida es un permanente batallar contra los obstáculos que, como molinos de viento, se interponen entre uno y la felicidad.
Una de las obras más conocidas de Mejía Vallejo es Aire de tango, galardonada en 1973 con el premio bienal de novela Vivencias. Aborda aquí el mito que empezó a tejerse con la muerte accidental de Carlos Gardel en Medellín, reencarnado tiempo después en el protagonista de este relato curtido por la violencia urbana de su tierra. “Yo tuve hace años una idea muy simple de escribir una tetralogía. La primera sería Aire de bambuco, la segunda Aire de tango, la tercera Aire de cumbia, y la cuarta Aire ajeno, donde se reuniría toda la música del mundo para conformar ya la madurez de un personaje. En el infortunado robo de un maletín, perdí algunos manuscritos que nunca recuperé. Entonces me sumí en una depresión de inactividad literaria y pasó mucho tiempo antes de que volviera a reescribir Tarde de verano (1980) que es, en cierto modo, Aire de bambuco. Para Mejía Vallejo, Aire de tango fue un desafío para recuperar la cultura popular en Antioquia a través de esta música que se centra en el arrabal de Guayaquil, barrio céntrico de Medellín. Más que cualquier aire colombiano, el tango es un hecho ciudadano que sintetiza las complejidades del ser humano. La industrialización de Medellín atrajo a muchos campesinos y mujeres del campo para trabajar en las fábricas o en los prostíbulos. Lejos de sus casas, de sus familias, los amigos, la finca, la añoranza que proponía el tango era propicia para sustentar su propia nostalgia. Por eso, la milonga y el tango se volvieron muletas espirituales cuando se sentían desamparados y recordaban a la novia, la mamá, el papá, el paisaje o el caserío. De suerte que el tango decía mucho más que cualquier acción irreflexiva, alimentando la nostalgia de seres aislados, marginados, perdidos en una ciudad muchas veces hostil o indiferente.
“Yo creo que nuestra nostalgia explica la popularidad del tango entre los antioqueños. Además, el hecho de que Gardel muriera a los 44 años en un accidente aéreo en Medellín el 24 de junio de 1935 a las 3:10 de la tarde, y de que sus películas se proyectaban en la ciudad, contribuyeron a fortalecer el mito. Cuando murió Gardel, nosotros en Jardín íbamos al teatro municipal o al teatro parroquial a ver sus películas, y recuerdo que decían que Gardel seguiría penando en el purgatorio mientras siguiera cantando en sus películas. A mí me dolía pensar que Gardel estaría quemándose eternamente en el infierno”.
En su novela Los abuelos de cara blanca (1991), Mejía Vallejo se propone esbozar una epopeya precolombina cuyos personajes son producto de la pesadilla de un dios superior que los sueña y cuando despierta desaparecen. “A sabiendas del destino que les espera, tratan de matar al dios, hacer su sueño eterno para poder sobrevivir. La sempiterna lucha del hombre frente al instinto de muerte más que de conservación. Entonces cuento la historia más bella de los esquimales, muiscas, mayas, incas, aztecas, todos entrelazados en un sitio ideal donde asisten a la muerte de este dios que aseguraría su supervivencia”.
A través de su trayectoria literaria, Mejía Vallejo tuvo predilección por los diferentes matices de la violencia rural o urbana. Sin embargo, cree que los colombianos tenemos la presunción injustificada de que inventamos la violencia. “La violencia es un hecho humano que data, según la mitología cristiana, desde que Caín mató a Abel en cercanías del paraíso terrenal. Los Nibelungos, las epopeyas asiáticas, europeas, africanas, están todas ensangrentadas. Por fortuna, la violencia como tema ha dado obras maestras. A mí me seduce la violencia porque pone al ser humano a vivir o morir, aunque siempre lleva las de perder. Me gusta esta lucha, los conflictos inherentes, y si los héroes mueren jóvenes mucho mejor, porque los héroes viejos me aburren, y la vanidad nos hace creer que con la muerte desaparece todo. ¡Mentira! Nada desaparece, el mundo sigue igual, el mundo sigue andando...”, termina de confesar Mejía Vallejo con esta expresión que nos recuerda el título de su novela publicada en 1984.
No es fácil encontrar en cualquier época o lugar a un autor de sus cualidades humanas, con ese humor irreverente, con el verso encendido a flor de labios, con la alegría de vivir y recordar, alumbrado por un trago de aguardiente y la lumbre de un cigarrillo Pielroja en la penumbra de cualquier taberna del camino. Siempre lo imagino, aún después de desaparecido para la literatura, allá, en su finca de Ziruma, a 25 kilómetros de Medellín, arrobado por el paisaje andino y pensando en algún episodio de su próxima novela.