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Había terminado la jornada en el hospital sin mayores contratiempos. Llegué a casa a eso de las siete; salvo contadas excepciones llego antes de esa hora. Mi esposa estaba en la sala, sentada en un extremo del sofá, con los brazos cruzados mirando hacia la lámpara de techo.
Estábamos en invierno y los tres bombillos de la araña soportaban los embates de varios insectos; estos producían sonidos metálicos al lanzarse como misiles contra los cristales y ello quizá acaparaba la atención de mi mujer quien parecía hipnotizada.
Con toda honestidad no comprendo a esos insectos. No sé si confunden la lámpara con algún enemigo del que se defienden con perseverancia, estrellando en los cristales sus fuertes caparazones o si se divierten haciendo música, dado que logran entre todos ellos, arrancarle varias notas del pentagrama a cada una de las bombillas, para seguido danzar alrededor de ellas y volver de nuevo a embestirlas.
Aunque lo que en realidad extrañé fue que mi esposa al parecer no advirtió mi llegada a casa, quizá por el concierto para insectos que la tenía fascinada, o porque la mamá le habló por teléfono de la supuesta amante que tiene su papá, o porque los días lluviosos la acongojan y deprimen. En fin, cualquiera que fuese la razón de su autismo, la experiencia y las estadísticas señalan que vendrán tres días de ensimismamiento seguido de un llanto que le servirá de excusa para improvisar una dieta para adelgazar y, —ya perdí la cuenta de cuántas veces lo ha intentado— en los días siguientes, y esto lo acepto con la resignación del enfermo que padece un mal y que teniendo la cura convive con él por la fuerza de la costumbre, arrojará a todo lo largo de la sala, desde la entrada hasta la pared que da a la calle, los once metros de tapete rojo con motivos de carnaval, y sobre él una y otra vez desfilará de un lado a otro, bamboleándose cual palmera azotada por un vendaval, deteniéndose cada tres vueltas frente a la consola, ante el viejo y todavía útil espejo al que le preguntará reiteradas veces quién es la más bonita y flaca del barrio. ¿Qué responderá el espejo ante la conocida pregunta?
Eso me pregunto cada mañana ante su superficie salpicada de hongos y manchitas color café; pero salgo siempre deprisa para el hospital pensando en lo estúpido que fui al haberme casado con esta mujer a la que no sé si todavía amo o alguna vez quise; en verdad lamento sentir esto y que mis estudios y mi experiencia en nada ayuden a remediar esta situación que, sin ser grave, es motivo de infelicidad para mí.
Ahí parado, justo en el umbral que une el corredor con la sala, observaba también a mi hija mayor, de doce años, recostada en una de las butacas. Agitaba sus piernas como un escarabajo patas arriba; de su cabeza, apoyada en el otro brazo del mueble, escurría hasta el piso su larga y negra caballera.
Mi otro hijo, de siete años, yacía dormido en su cama y como cosa extraña no corría como trompo zarándete por toda la casa tratando de jalarle la cola a Cokie, el perro pequinés que le regalé de cumpleaños a su hermana hace dos años.
Mi madre, que por esos días pasaba una corta temporada con nosotros, se hallaba sentada y de piernas cruzadas en una mecedora de la salita contigua al comedor. Su codo derecho descansaba sobre la rodilla que movía con desesperante asincronismo, y su cabeza moviéndose de arriba abajo como en un sí repetitivo y tedioso.
—¡Buenas! —dije sentándome en una de las butacas de la sala, justo al frente de mi esposa y a un lado de mi hija.
—¿Buenas?... serán malas —dijo mi hija irguiéndose con pereza al instante que reventaba en mí cara una gigantesca bomba de chicle rosado; acto seguido, volteó a mirar a su madre y poniéndose las manos en la cintura, le dijo:
—Dile, dile, dile de una vez. Para que vas a esperar; esas cosas se cuentan de una vez y sin tanto lloriqueo.
Mi esposa se levantó del sofá sin decir nada, entró en la cocina y al instante salió con mi comida.
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Mi hija la miró pasar y luego siguió la trayectoria de un abejorro que entró por la ventana dibujando una curva cerrada hasta estrellarse con uno de los bombillos. Mi esposa escuchó el impacto agudo y hueco del bombillo y miró de reojo el aturdido vuelo del abejorro buscando la salida, mientras me decía sin afectación que pasara a comer.
Me senté al tiempo con ella a la mesa.
—¿Qué pasa? —pregunté un tanto intrigado, mirándola por encima de las gafas, mientras me acomodaba en la silla.
El abejorro volvió a entrar al instante que mi madre se acercaba y besaba mi frente. Mi madre se sentó a mi lado. Indagó por el día que había tenido. Le dije, normal, sin ninguna novedad.
—Donde veo que las cosas no están bien es aquí. —dije mirando a mi mujer que de nuevo observaba la lámpara y al insecto suspendido en el aire frente a la incandescencia del bombillo central, orbitándolo, buscando quizá el ángulo apropiado para embestirlo, pensaba; esperando al parecer una señal de ataque que no llegó porque el bendito animal se cansó de su faena y ya no volvió, por lo menos esa noche.
—¡Ajá, Mami!, ¿y qué esperas que no le dices a papá lo que pasa? —dijo mi hija desde el sofá donde se había vuelto arrellanar.
Mi madre al escucharla se turbó, porque empezó a darle golpecitos a la mesa con sus dedos blancos y pecosos, que estiraba y retraía como gusanos atacados por hormigas carnívoras; el movimiento de la cabeza apareció con mayor intensidad. Mi esposa me miró con indulgencia y prometió contarme en la alcoba lo sucedido. Mi madre bajó la cabeza, giró hacia un lado y se levantó de la mesa sin decir nada. En su rostro envejecido se notaba la angustia; las arrugas ya no lograban imprimir en sus gestos aquella severidad que por años le resguardó del dolor y que mantuvieron las aguas del río de su vida en su justo cauce para bien de sus tres hijos.
Quizás aquel recio y valiente carácter, aquel caparazón donde supo esconderse y defenderse de las adversidades propias de las mujeres abandonadas por sus maridos, se había resquebrajado y por sus grietas hacía tiempo se había instalado la pena, y nadie, ni siquiera yo, su hijo menor, lo advertía.
La fragilidad es una característica inherente en la mayoría de las mujeres. Esta suele acompañarlas toda su vida, pero con la llegada de la vejez y la menopausia, su comportamiento las hace parecerse al de las niñas: mimadas, consentidas y caprichosas.
Mi madre estaba entrando en esa fase, o bien hacía rato que estaba en ella y yo, su único hijo varón, no había advertido su arribo a esa etapa de la vida.
¿Ahora qué haría mi madre? pensaba, sujetando con fuerza el tenedor para echarme a la boca el último pedazo de carne fría.
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Mi esposa, sin que yo se lo pidiese, me recordó, quizá por el mal gesto que hice al terminar la comida, que, si el horno no se hubiese averiado, la comida hubiese estado caliente tal como a mí me gusta. Además, aprovechó para señalar, -eso sí, debo reconocer que tiene razón-, que de seguir las cosas así, en pocos días no habría en la casa un solo electrodoméstico que funcionara.
—¿Cómo así? —le dije sorprendido—. ¿Es qué se ha dañado otro?
—Otro no —intervino mi hija que seguía atenta la conversación. —Dos —contestó con ironía, y agregó:
—Ve a tu cuarto y enciende la televisión para que te fijes; ah, y después miras el computador, al parecer también anda fallando.
Le hice caso; pero antes, me quité la camisa y sin calzarme los zapatos que me había quitado mientras comía, me fui a la habitación a confirmar la racha de suerte mala que nos había caído.
—¡Carajo, y ahora que le sucedió! —exclamé mirando a mi esposa después de intentar varias veces encender el aparato.
Me observó e hizo tal cual hago con mis pacientes en el consultorio antes de informarles acerca de su salud: cerró tras de sí la puerta de la alcoba para que nadie, excepto yo, escuchara el diagnóstico.
—Mira Ricardo, yo no había querido llegar hasta este punto —dijo quitándose la ropa al tiempo que me daba la espalda y me miraba a través del espejo del tocador.
—Y te juro por mi madre santa que de no estar tan desesperada no te decía nada, ¡pero niño!, yo ya no soporto a tu mamá, todo lo que toca lo daña; si fue el horno, que no tenía más de seis meses, (ahora, con el pijama puesto y su metamorfosis de extraterrestre despistado, se echa en la cama, se embadurna la cara con una crema de pepinillo; el relato adquiere un tono dramático por las inflexiones de su voz) lo cogió dizque para azar unos plátanos; ¡y niño! tu sabes que el microondas es nada más que para calentar la comida, y claro, esa vaina como que se recalentó hasta que el foquito ese que tiene dentro dejó de alumbrar y zas, que ahí se quemó el microondas.
La plancha, Ricardo, —continúo, después de respirar hondo y haber cogido impulso— la plancha; la plancha la cogió ayer en la tarde y le dio toda la vuelta a la perilla de la temperatura y claro, le secó toda el agua en menos de nada. Al rato de eso, la niña me puso la queja de que intentó alisar el uniforme de educación física y cuando fue a encenderla ya no calentaba y olía a raro.
—Cómo así qué a raro —pregunté.
Mi esposa ahora se intentaba colocar unas torrejas de pepino en las cuencas de los ojos e inclinaba la cabeza hacia atrás para evitar que cayeran sobre las sábanas. Yo intentaba disimular mi preocupación y desconcierto por la mala jugada que las circunstancias me imponían, y aparentaba dominio de mí mismo, suavizando el tono de la voz, ojeando una revista especializada en tratamientos de belleza que ella mantenía en la mesa de noche, pero sabía que la situación con mi mamá en la casa había tocado fondo y por eso evité ir al estudio a revisar el computador, pues, sabía que una situación que había comenzado mal y marchaba mal, era susceptible de empeorar, así que resolví que lo mejor era hablar con ella; lo hice al día siguiente, bien temprano, antes de marcharme al hospital, aprovechando que Aurora se había ido al gimnasio y mis hijos estaban en el colegio.
—Mira mamá —le dije sentándome a su lado, tomando con ternura sus temblorosas y frágiles manos en las mías, mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas por donde comenzar aquella conversación de la que me arrepentiría el resto de mis días.
Fue fácil que accediera escucharme; cuando me le acerqué a decirle que necesitaba hablarle, estaba preparándome el desayuno: huevos revueltos, café en leche, tostadas con miel y jugo de naranja.
Cuando terminé de comer sirvió tinto bien oscuro y endulzó el mío con edulcorantes porque sabe que el azúcar me hace daño. No sé cómo pudo cocinar todo sin quemarse pues con su edad y las enfermedades que la aquejaban, es casi un milagro que pudiera caminar sin tropezarse.
Una explicación es que estaba contenta porque disfrutaba a solas de mi compañía, algo que no hacíamos en años; aun así, resultaba increíble la habilidad con que se movía por la cocina. La última vez que compartimos juntos unos días fue con motivo del viaje de Aurora y los niños a Miami donde viven mis suegros. En esa ocasión, por razones de trabajo en el hospital, me fue imposible viajar y mamá aprovechó para estarse unos días conmigo en la casa, cosa que disfruté muchísimo, pues ella se sentía a sus anchas en la casa y me preparaba arroz con coco, medallones de róbalo a la marinera y ensalada de aguacate con bastante limón y vinagre. De eso hace por lo menos unos cinco años; desde entonces mamá no había vuelto a mi casa, y no hubiera regresado si Rebeca, mi hermana, no se va para los Estados Unidos.
Rebeca se marchó el mes pasado y con sincera pesadumbre, pues no quería abandonar a la vieja; dijo que iba detrás de un amor que conoció en un chat y que esa oportunidad no la podía desaprovechar, porque por andar cuidando a mamá hacía rato la había dejado el tren. Por eso, tan pronto como pude, traje a mamá para la casa, pero no ha pasado un día en que mis hijos o mi esposa no me den quejas de ella; esto de convivir con esposa y madre es de las vainas más difíciles que haya podido enfrentar pues uno no sabe qué decir ni cómo actuar para tenerlas contentas a las dos, por ejemplo: si digo que la comida que hizo mi mamá quedó sabrosa, mi esposa encuentra sutiles formas para descalificar su talento gastronómico diciendo que está de acuerdo pero que se le fue la mano con la sal; y si la que cocina es Aurora, mamá dice que está indigestada y que algo le cayó mal, que mejor le había quedado alguna vez que no recuerda ahora, pero que de pronto más tarde le da hambre, y así por el estilo, por eso he resuelto tomar una decisión, así me duela profundamente.
—Mira mamá —volví a decirle.
Mamá ahora lavaba los platos con la dedicación y paciencia que dan ocho décadas de vida. Pasé detrás de ella pensando por donde comenzar y me volví sin poder balbucear una silaba. Tomé una manzana. Le di un mordisco. Mamá cerró la llave, el agua dejó de caer y la cocina quedó en silencio. Volteó a mirarme. Simulé que saboreaba la fruta cerrando los ojos. Mamá tomó una toalla limpia, se secó las manos y luego me dijo con la misma ternura con que me ha hablado desde que tengo memoria.
—Ricardo, vamos a la habitación.
Al entrar a la habitación me fije que sobre la cama estaba su maleta. Mamá la había hecho durante la noche sin que ninguno lo advirtiera, me dijo:
—No te preocupes hijo. Llévame al asilo del Departamento y cuando descubras qué daña los electrodomésticos, me traes de vuelta.
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Ese día lloramos y reímos un buen rato hasta que mamá me exigió que la llevara al asilo y que viviera mi vida; la única exigencia que me hizo y que yo no debía olvidar era que la llamara todos los días y que la visitara periódicamente, porque, dijo: «hijo ¿qué tal me pase algún día lo de los electrodomésticos que de pronto dejan de funcionar y ese día tú no me llamas?
Yo le dije que no imaginara eso y que muy pronto estaríamos de nuevo juntos, pero al despedirme de ella me miró como si su despedida fuese para siempre, pero saqué fuerza y pensé en otra cosa porque ya no podía echar para atrás; me repuse de inmediato, pues debía irme al hospital.
Cuando llegué esa noche a la casa, Aurora y la niña estaban viendo la novela en el cuarto. Supuse entonces que durante el día había traído el técnico y éste había arreglado los electrodomésticos; pensé en mi computador, pues debía realizar trabajo represado de la semana anterior.
Aurora salió de la habitación a servirme la cena y me confirmó con una sonrisa de oreja a oreja lo que suponía: el técnico había arreglado la plancha, el televisor y el horno microondas.
—¿Y el computador? —le pregunte, mientras comía.
—También, —respondió feliz y se fue a seguir viendo la novela. Yo terminé de cenar y me dediqué a preparar un discurso para un simposio de pediatría que tendría en dos días en Cartagena. Terminé casi a la media noche por lo que cansado me fui a dormir.
Al día siguiente, después de que los niños se habían marchado al colegio y mientras me servía el desayuno, pregunté a Aurora las causas de los daños en los electrodomésticos.
—¡Ay, Ricardo!, si supieras. ¿A qué no adivinas por qué se dañaban los electrodomésticos?
Me la quedé mirando de reojo y con la boca llena moví la cabeza y alcé los hombres indicándole que no tenía idea.
—Por los insectos —dijo riéndose. —Sí, los insectos se reproducen en invierno y ponen sus huevos en las partes electrónicas y las dañan.
—¿Quién dijo eso? —le pregunté escéptico mientras iba a contestar el teléfono que timbraba desde hacía rato.
—¡Ay!, pues quién iba a ser, el técnico: Aló; —dijo mientras yo seguí desayunando.
Yo me la quedé mirando. Supuse que era la mamá, pues siempre le llama temprano y la llena de cuentos acerca de las andanzas del papá, pero Aurora me miró, bajó la cabeza y dijo que era para mí.
Tomé el teléfono y del otro lado escuché la voz del director del asilo. Me dijo que mamá había muerto la noche anterior a consecuencia de un golpe en la cabeza, pues al parecer estaba casi ciega y al bajar por un corredor que conduce al baño, había tropezado cayendo escaleras abajo.
—Si usted nos hubiese dicho que la ceguera era tan crítica nunca le hubiésemos dado un cuarto en el segundo piso. —Me dijo el director cuando le pedí detalles y una mayor claridad acerca del accidente.
—¿Y por qué no me llamaron anoche mismo? —le reclamé casi llorando.
—Nos cansamos de marcarle al teléfono que usted registró en el formulario, pero al parecer debe estar descompuesto.
Le iba a colgar la bocina. Me sentía indignado con ese director. Le iba decir que se fuera al demonio pues me parecía que se burlaba de mí, pero recordé que toda la noche había estado utilizando el Internet y yo mismo había desconectado el teléfono para que no me interrumpieran.
Colgué el teléfono cuando el director me hablaba todavía. ¿Qué importaban ya los detalles? Mi madre estaba muerta y yo me sentía como el monstruo que la había asesinado.