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“El dios de las pequeñas cosas”, la gran novela de Arundhati Roy, ahora en español

Fragmento de la obra de ficción más universal de la escritora india. Con ella ganó el prestigioso premio Booker, ha sido traducida a más de cuarenta idiomas y ha vendido más de ocho millones de ejemplares vendidos en todo el mundo.

Arundhati Roy * / Especial para El Espectador

09 de diciembre de 2025 - 10:04 a. m.
La ganadora del Premio Booker, la autora india Arundhati Roy, asiste a una protesta de periodistas en un club de prensa en Nueva Delhi, India, el 04 de octubre de 2023.
Foto: (Protestas, Nueva Delhi) EFE/EPA/HARISH TYAGI
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Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.

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Las noches son claras, aunque cargadas de apatía y de indolente expectación.

Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.

Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenem. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de seres diminutos. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.

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La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles. Pero fuera continuaba aparcado el Plymouth azul cielo, de alerones cromados, y, dentro, Bebé Kochamma seguía viva.

Era la tía abuela más joven de Rahel, la hermana menor de su abuelo. Su verdadero nombre era Navomi, Navomi Ipe, pero todos la llamaban Bebé. Se convirtió en Bebé Kochamma en cuanto fue lo bastante mayor para ser tía. Pero Rahel no había ido a verla. Ni la sobrina ni la tía abuela se engañaban al respecto. Rahel había ido a ver a su hermano, Estha. Eran gemelos bivitelinos. «Heterocigóticos», los llamaban los médicos. Nacidos de óvulos distintos, aunque fertilizados al mismo tiempo. Estha, Esthappen, era dieciocho minutos mayor.

Su parecido nunca fue muy grande. Así que ni siquiera cuando eran unos niños de bracitos delgados y pecho plano, tenían lombrices y llevaban tupés a lo Elvis Presley tuvieron que sufrir los típicos «¿Quién es quién?» y «¿Cuál es cuál?» por parte de parientes con exageradas sonrisas o de los obispos de la Iglesia ortodoxa siria que visitaban con frecuencia la casa de Ayemenem en busca de donativos.

La confusión yacía en un lugar más profundo, más secreto.

En aquellos primeros años amorfos en los que la memoria apenas se había iniciado, en los que la vida estaba llena de Comienzos y no tenía Finales, y Todo era Para Siempre, Esthappen y Rahel pensaban en sí mismos, juntos, como yo, y por separado, individualmente, como nosotros. Como si fuesen una extraña raza de gemelos siameses, separados físicamente pero con identidades conjuntas.

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Ahora, al cabo de muchos años, a Rahel le viene a la memoria una noche en la que se despertó riéndose de un sueño divertidísimo que tenía Estha.

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También guarda en la memoria otros recuerdos a los que no tiene derecho.

Recuerda, por ejemplo (aunque no estaba allí), lo que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le hizo a Estha en el Cine Abhilash. Recuerda el sabor de los bocadillos de tomate (los bocadillos de Estha, los que Estha comía) en el tren correo, rumbo a Madrás.

Y eso no son más que las pequeñas cosas.

En cualquier caso, ahora piensa en Estha y en ella como esos, porque, al haberse separado, ninguno de los dos es ya lo que fueron o un día pensaron que serían.

Y nunca lo serán.

Ahora sus vidas tienen tamaño y forma. Estha tiene la suya y ella también.

Contornos, Bordes, Fronteras, Orillas y Límites han surgido como un equipo de gnomos en sus horizontes separados. Criaturas de corta estatura y largas sombras que patrullan el Borroso Confín. Se les han formado suaves medias lunas bajo los ojos y ya tienen la misma edad que Ammu cuando murió. Treinta y un años.

No son viejos.

Ni jóvenes.

Pero tienen ya una edad en que la muerte es un hecho posible.

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Arundhati Roy.

Estuvieron a punto de nacer en un autobús. El coche en el que Baba, su padre, llevaba a Ammu, su madre, al hospital de Shillong, a dar a luz, se averió en la carretera, llena de curvas, de la plantación de té de Assam. Dejaron el coche abandonado y pararon un abarrotado autobús del servicio interurbano. Por esa misteriosa compasión de los muy pobres hacia los comparativamente adinerados, o tal vez solo porque vieron el avanzado estado de Ammu, dos pasajeros sentados cedieron su sitio a la pareja y, durante el resto del trayecto, el padre de Estha y Rahel tuvo que ir sujetándole a su madre la barriga (con ellos dentro) para evitar que se bambolease. Eso fue antes de que se divorciaran y Ammu volviera a Kerala.

Estha decía que, si hubiesen nacido en aquel vehículo, habrían podido viajar gratis en autobús el resto de su vida. No estaba muy claro de dónde había sacado aquella información o cómo se había enterado de esas cosas, pero, durante años, los gemelos sintieron un leve rencor hacia sus padres por haberlos privado de viajar gratis en autobús el resto de sus días.

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También creían que, si los atropellaban cruzando un paso de cebra, el Gobierno les pagaría el entierro. Tenían la clara impresión de que esa era la finalidad de los pasos de cebra. Entierros gratuitos. Claro que en Ayemenem no había pasos de cebra en los que pudieran ser atropellados, ni en Kottayam, que era la ciudad más cercana, pero habían visto algunos desde la ventanilla del coche cuando fueron a Cochín, que quedaba a dos horas por carretera.

El Gobierno no pagó el entierro de Sophie Mol porque no la atropellaron en un paso de cebra. La ceremonia se celebró en Ayemenem, en la vieja iglesia, recién pintada. Era prima de Estha y Rahel, hija de su tío Chacko, y había ido a visitarlos desde Inglaterra. Estha y Rahel tenían siete años cuando murió Sophie Mol, que estaba a punto de cumplir los nueve. Le hicieron un ataúd de tamaño especial, para niños.

Forrado de raso.

Con asas de lustroso latón.

Yacía en él con sus pantalones amarillos inarrugables acampanados, el pelo recogido con una cinta y aquel bolsito a la última moda Made-in-England que tanto le gustaba. Tenía el rostro pálido y arrugado como el pulgar de un dhobi,1 por haber estado tanto tiempo en el agua. Los feligreses rodearon el féretro, y la amarilla iglesia se hinchó como una garganta con los sonidos de tristes cánticos. Los sacerdotes, de barbas rizadas, balanceaban incensarios suspendidos de cadenas y no sonreían a los niños, como solían hacer los domingos normales.

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Las velas largas del altar estaban torcidas. Las cortas, no.

Una señora que se hizo pasar por pariente lejana de la familia (aunque nadie la reconoció como tal), y que siempre rondaba cerca de los difuntos (¿una adicta a los entierros?, ¿una necrófila en potencia?), puso colonia en un trozo de algodón y, con aire devoto y levemente desafiante, lo pasó por la frente de Sophie Mol. Sophie Mol olía a colonia y a madera de ataúd.

Margaret Kochamma, la madre inglesa de Sophie Mol, no permitió que Chacko, el padre biológico de Sophie Mol, le pasara un brazo por los hombros para consolarla.

La familia estaba de pie, formando una apretada piña. Margaret Kochamma, Chacko, Bebé Kochamma y, junto a ella, su cuñada, Mammachi, la abuela de Estha y Rahel (y de Sophie Mol). Mammachi estaba casi ciega y siempre usaba gafas oscuras cuando salía de casa. Por debajo de ellas se deslizaban las lágrimas, que resbalaban temblorosas a lo largo de su mandíbula como gotas de lluvia por el borde de un tejado. Vestía un sobrio sari de color hueso y parecía pequeña y enferma. Chacko era su único hijo varón, y, si su propio dolor la angustiaba, el de su hijo la destrozaba.

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Aunque a Ammu, Estha y Rahel les permitieron asistir al entierro, los colocaron separados del resto de la familia. Nadie los miró.

En la iglesia hacía calor, y los bordes blancos de las azucenas amarilleaban y languidecían. Una abeja fue a morir a una flor del féretro. Las manos de Ammu temblaban y, con ellas, el libro de himnos. Tenía la piel fría. Estha estaba de pie junto a ella, casi dormido, con los ojos doloridos y brillantes como el cristal, y la ardiente mejilla apoyada contra la piel desnuda del brazo tembloroso de su madre, que sostenía el libro de himnos.

Rahel, en cambio, estaba bien despierta, desesperadamente alerta y destrozada de agotamiento por la batalla que reñía contra la Vida Real.

Notó que Sophie Mol había despertado para su entierro y que le enseñaba Dos Cosas.

La Primera fue la elevada cúpula recién pintada de la amarilla iglesia, hacia lo alto de la cual Rahel nunca había levantado antes la vista cuando estaba en su interior. La habían pintado de azul, como el cielo, con nubes dispersas y diminutos reactores que, veloces como rayos, dejaban estelas blancas que se entrecruzaban con las nubes. Bien es verdad (todo sea dicho) que debía de ser más fácil darse cuenta de esas cosas tumbada en un féretro boca arriba que de pie entre los bancos de la iglesia, rodeada de tristes lamentos y de libros de himnos.

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Rahel se puso a pensar en el hombre que se había tomado el trabajo de subirse hasta allí con latas de pintura (blanco para las nubes, azul para el cielo, plateado para los aviones), pinceles y disolvente. Se lo imaginó allí arriba, alguien como Velutha, con el torso desnudo y brillante, sentado en una tabla colgada del andamiaje en la alta cúpula, pintando aviones plateados en un cielo azul de iglesia.

Pensó en lo que habría pasado si la cuerda se hubiese roto. Se lo imaginó cayendo como una estrella oscura de aquel cielo que había pintado. Yaciendo roto sobre el suelo caliente de la iglesia, con la sangre oscura brotando de su cráneo como un secreto.

Para entonces Esthappen y Rahel habían aprendido que el mundo tenía otras formas de romper a los hombres. Ya estaban familiarizados con el olor. Un olor empalagoso y nauseabundo. Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.

La Segunda Cosa que Sophie Mol le enseñó a Rahel fue el murciélago bebé.

Durante la ceremonia, Rahel observó que un pequeño murciélago negro trepaba ágilmente con sus garras prensiles y curvadas por el costoso sari que Bebé Kochamma se había puesto para el entierro. Cuando llegó al límite entre el sari y la blusa, al michelín que tanto la entristecía, a su estómago desnudo, Bebé Kochamma lanzó un grito y manoteó en el aire con su libro de himnos. Los cánticos cesaron, suplantados por un «¿Qué ha sido eso?», «¿Qué ha pasado?», un aleteo peludo y un alboroto de saris.

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Los tristes sacerdotes se sacudieron las rizadas barbas con dedos repletos de anillos de oro, como si unas arañas ocultas hubiesen tejido de repente telarañas en ellas.

El murciélago bebé echó a volar hacia el cielo y se convirtió en un reactor que se entrecruzaba con las nubes sin dejar estela.

Solo Rahel notó la voltereta que Sophie Mol dio en secreto dentro de su ataúd.

Recomenzaron los cánticos tristes y repitieron dos veces el mismo verso. Y, una vez más, la amarilla iglesia se hinchó como una garganta llena de voces.

Cuando metieron el ataúd de Sophie Mol en el hoyo del pequeño cementerio que había detrás de la iglesia, Rahel sabía que todavía no estaba muerta. Oyó (poniéndose en el lugar de Sophie Mol) el sonido apagado del lodo rojo y el sonido fuerte de la laterita naranja que ensuciaban el reluciente féretro. Oyó aquellos sonidos amortiguados por la brillante madera y el forro de raso. Las voces de los tristes sacerdotes llegaban apagadas por el lodo y la madera.

Oh, Padre misericordioso, a tus manos encomendamos

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el alma de esta niña que has llamado a tu seno,

y entregamos su cuerpo a la tierra

porque polvo somos y en polvo nos convertiremos.

Bajo la tierra, Sophie Mol gritó y destrozó el raso con los dientes. Pero los gritos no pueden oírse a través de la tierra y las piedras.

Sophie Mol murió porque no podía respirar.

Su entierro la mató. En polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos, en polvo nos convertiremos. En la lápida decía UN RAYO DE SOL CUYA COMPAÑÍA FUE DEMASIADO BREVE.

Más tarde, Ammu les explicó que «demasiado breve» quería decir «un ratito muy corto».

Después del entierro, Ammu se dirigió a la comisaría de Kottayam con los gemelos. Ya conocían el lugar. Habían pasado gran parte del día anterior allí. Previendo el tufo acre y penetrante a orín reconcentrado que impregnaba paredes y muebles, se taparon la nariz mucho antes de que comenzara el hedor.

Ammu preguntó por el jefe de policía, y cuando pasó a su despacho le dijo que había habido un terrible error y que quería hacer una declaración. Pidió ver a Velutha.

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Los bigotes del inspector Thomas Mathew se agitaron como los del simpático maharajá de la propaganda de Air India, pero en sus ojos había avidez y malicia.

—Ya es un poco tarde para eso, ¿no le parece? —dijo en malayalam. En el vulgar dialecto de Kottayam. Mientras se dirigía a Ammu no apartaba los ojos de sus pechos. Dijo que la policía sabía todo lo que necesitaba saber y que la policía de Kottayam no aceptaba declaraciones de veshyas ni de sus hijos ilegítimos. Ammu contestó que eso ya se vería. El inspector Thomas Mathew dio la vuelta al escritorio, se acercó a Ammu empuñando su bastón de mando y añadió—: Yo, en su lugar, me iría a casa sin chistar.

Después le dio unos golpecitos en los pechos con su bastón de mando. Suavemente. Tras, tras. Como si estuviera escogiendo mangos de una canasta. Señalando los que quería que le envolviesen y le mandasen a casa. El inspector Thomas Mathew parecía saber con quién podía meterse y con quién no. La policía tiene ese instinto.

Detrás de él había un letrero azul y rojo que decía:

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Pulcritud

Obediencia

Lealtad

Integridad

Cortesía

Imparcialidad

Abnegación

Cuando salieron de la comisaría, Ammu lloraba, así que Estha y Rahel no le preguntaron qué quería decir veshya. Ni tampoco ilegítimos. Era la primera vez que veían llorar a su madre. No sollozaba. Su rostro estaba como petrificado, pero tenía los ojos llenos de lágrimas que rodaban por sus rígidas mejillas. Aquello hizo que a los gemelos les entrara un miedo horrible. Las lágrimas de Ammu convirtieron en real todo lo que hasta entonces había parecido irreal. Regresaron a Ayemenem en autobús. El cobrador, un hombre delgado, vestido de color caqui, se deslizó hasta ellos cogido del pasamanos del autobús. Mantuvo el equilibrio apoyando sus huesudas caderas contra el respaldo de un asiento e hizo un clic seco frente a Ammu con la máquina de picar billetes. ¿Adónde?, se suponía que quería decir aquel clic. Hasta Rahel llegó el olor de los tacos de billetes de autobús y del acero del pasamanos, procedente de las manos del cobrador.

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—Está muerto —murmuró Ammu dirigiéndose a él—. Yo lo maté.

—A Ayemenem —dijo Estha rápidamente, antes de que el hombre perdiera la paciencia.

Cogió el dinero del monedero de Ammu. El cobrador le dio los billetes. Estha los dobló con cuidado y se los metió en el bolsillo. Después, rodeó con sus bracitos a su madre, rígida y llorosa.

Dos semanas después Estha fue Devuelto. Obligaron a Ammu a devolvérselo a su padre, que, para entonces, había renunciado a su solitario empleo en la plantación de té en Assam y se había trasladado a Calcuta a trabajar en una compañía que fabricaba negro de humo. Se había vuelto a casar y había dejado de beber, aunque solo hasta cierto punto, pues sufría recaídas ocasionales.

Estha y Rahel no habían vuelto a verse desde entonces.

Y ahora, veintitrés años después, su padre había re-Devuelto a Estha. Lo había enviado de regreso a Ayemenem con una maleta y una carta. La maleta estaba llena de ropa nueva y elegante. Bebé Kochamma le enseñó la carta a Rahel. Estaba escrita con letra de colegio de monjas, inclinada y femenina, pero la firma que había al pie era la de su padre. O, por lo menos, era su nombre. Rahel no habría podido reconocer la firma. En la carta su padre decía que había dejado su trabajo en la fábrica de negro de humo, que iba a emigrar a Australia, donde había conseguido un empleo como jefe de seguridad en una fábrica de cerámica, y que no podía llevarse a Estha con él. Enviaba sus mejores deseos para todos los de Ayemenem y decía que, si alguna vez regresaba a la India, cosa que creía improbable, pasaría a ver a Estha.

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Bebé Kochamma le dijo a Rahel que, si quería, podía quedarse con la carta. Rahel volvió a guardarla en el sobre. El papel se había reblandecido y parecía una tela al doblarlo.

Había olvidado lo húmedo que podía llegar a ser el aire del monzón en Ayemenem. Los aparadores se hinchaban y crujían. Las ventanas cerradas se abrían de golpe. Los libros se ablandaban y ondulaban entre sus tapas. Extraños insectos aparecían como quimeras durante la noche y morían abrasados sobre las pálidas bombillas de cuarenta vatios de Bebé Kochamma. Durante el día sus crujientes cadáveres incinerados cubrían suelo y alféizares, y, hasta que Kochu Maria los barría y amontonaba en su recogedor de plástico, en el aire flotaba un olor a algo-se-está-quemando.

La Lluvia de Junio no había cambiado.

Los cielos se abrían y la lluvia caía martilleando con fuerza; hacía renacer el viejo pozo renuente, cubría de musgo verde la pocilga vacía de puercos, bombardeaba los inmóviles charcos color de té igual que la memoria bombardea las mentes inmóviles color de té. El césped estaba verdihúmedo y dichoso. Las lombrices retozaban felices en el fango. Las verdes ortigas se mecían. Los árboles se inclinaban.

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Algo más allá, en medio del viento y de la lluvia, envuelto en la repentina oscuridad tormentosa del día, Estha paseaba a orillas del río. Llevaba una ceñida camiseta color fresa, ahora más oscura por la lluvia, y sabía que Rahel había llegado.

Estha siempre había sido un niño callado, así que nadie pudo determinar con precisión el momento exacto (por lo menos, el año, ya que no el mes ni el día) en que dejó de hablar. Simplemente, dejó de hablar; eso es todo. El hecho es que no hubo un «momento exacto». Había sido un asunto de reducción paulatina del negocio hasta llegar al cierre definitivo. Un ir quedándose callado apenas perceptible. Como si, sencillamente, se le hubiese agotado el tema de conversación y ya no tuviese nada más que decir. Además, el silencio de Estha nunca fue incómodo. Ni molesto. Ni llamativo. No era un silencio acusador, de protesta, sino más bien un aletargamiento, una inactividad, un equivalente psicológico de lo que hacen los peces dipneos para soportar la temporada de sequía, salvo que, en el caso de Estha, dicha temporada parecía que iba a durar eternamente.

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Con el tiempo había adquirido la capacidad de mimetizarse con aquello que tuviese detrás (librerías, jardines, cortinas, puertas, calles) hasta parecer inanimado, casi invisible para un ojo inexperto. Normalmente, a los extraños les llevaba cierto tiempo reparar en él, incluso aunque se encontrasen en la misma habitación. Y tardaban aún más en darse cuenta de que nunca hablaba. Había quien ni siquiera lo advertía.

Estha ocupaba muy poco espacio en el mundo.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Arundhati Roy (Shillong, 1959) debutó en la narrativa con El dios de las pequeñas cosas, que ganó el Premio Booker en 1997. Su siguiente novela, El ministerio de la felicidad suprema, fue nominado de nuevo al Booker. También es autora de ensayos políticoscomo El final de la imaginación o El álgebra de la justicia infinita. Su último libro, Mi refugio y mi tormenta, es uno de los mejores de 2025, según The New Yorker.

Por Arundhati Roy * / Especial para El Espectador

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