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El ensayo: desenterrador de ideas

Desde Michel de Montaigne hasta Bertrand Russell, el ensayo ha sido el vehículo en que las ideas brotan por fuerza de la lógica. Un género que depende de sí mismo.

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Juan David Torres Duarte
05 de mayo de 2014 - 02:29 a. m.
Bertrand Russell escribió colecciones de ensayo como ‘Misticiscmo y lógica’, ‘Por qué no soy cristiano’ y ‘Los problemas de la filosofía’. / EFE
Bertrand Russell escribió colecciones de ensayo como ‘Misticiscmo y lógica’, ‘Por qué no soy cristiano’ y ‘Los problemas de la filosofía’. / EFE
Foto: UPI/EFE
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En 1675, en su Búsqueda de la verdad, el filósofo Nicolás Malebranche escribió una invectiva contra Michel de Montaigne —padre del ensayo— que versaba de este modo: “No sólo es peligroso leer a Montaigne por diversión, porque el placer que obtenemos de él involucra nuestros sentimientos, sino también porque ese placer es más criminal de lo que pensamos. Ese placer nace de la concupiscencia, y no hace más que entretener y fortalecer las pasiones; la manera de escribir de este autor es agradable sólo porque nos conmueve y porque despierta nuestras pasiones de una manera imperceptible”.

Criticando a Montaigne, quizá sin saberlo, Malebranche había descrito con detalle su más refinada fortaleza: el placer que produce su lectura y que es, en parte, la esencia del ensayo. Montaigne, un hombre con tiempo libre, había escrito una serie de textos que no se plegaban a las razones del verso poético de entonces, ni tampoco a los preceptos literarios. Lo suyo era más una forma de entretenerse, un acto hedonista incluso. ¿Qué es el ensayo y a qué se dedica? Es todo y es nada; roza todos los temas y ninguno. Es un género que nació del ocio: “Así, lector, entérate de que yo mismo soy el contenido de mi libro, lo cual no es razón para que emplees tu vagar en un asunto tan frívolo y tan baladí”, escribe Montaigne en sus Ensayos. Es un género que toma prestado de la literatura y la poesía y la filosofía, pero que no es ni literatura, ni poesía, ni filosofía. Entonces, ¿qué es esa máquina extraña bautizada ensayo?

“El ensayo, es claro, ensaya —escribió José Antonio de Ory en El Malpensante, abril de 2010— (…). Y el que ensaya, y tantea, arriesga. Arriesga con lo que dice y se arriesga él entero”. El ensayo se lanza contra el tieso muro de las ideas preconcebidas y de ese modo principia su camino. No se sostiene con las ideas ajenas, sino sólo con las propias. El ensayo cae o se levanta por su propio peso, y sólo se debe a sí mismo. Su búsqueda no es moral sino casi antropológica. Por eso, el académico Charles Eliot escribe en la introducción de los ensayos de Francis Bacon: “Esta es una colección de observaciones perspicaces sobre cómo los hombres llevan su vida; sobre la naturaleza humana, no como debe ser, sino como es”. Quizá el ensayo sea el único género que comienza en la duda y termina en la duda: jamás llega a una respuesta explícita sobre su tema, sino que sólo divaga por los meandros del pensamiento. El ensayo es vagabundo y va de estación en estación, recordando aquí y allí a uno y otro autor. Es el deudor más ansioso del verso de Antonio Machado: “Caminante, no hay camino / se hace camino al andar”.

Así, el ensayo es una pieza humilde, que sólo alega su propia verdad, la única que puede entregar. Llega a esa verdad mientras vaga: la ignora desde siempre, y quizá también vaya a ignorarla después. Cuanto interesa es el camino, y la vida de ese camino. Por eso —como dice De Ory— la forma es esencial; el placer que entrega la palabra bien labrada determina el modo del ensayo. “Ésa es la clave del ensayo, el placer del texto, que queramos leerlo como leemos literatura, por el gozo de leer y no, o no solo, por voluntad de aprender”. El ensayo es, entonces, undívago y variopinto. Asume una posición y, al mismo tiempo, puede asumir la posición contraria. El ensayo no se debe más que al juego del pensamiento y la forma: es todo lo contrario a la religión y los radicalismos. El ensayo es el campesino que va silbando a la orilla del camino mientras los militares pasan montaraces con sus armas al hombro.

Encuentra su norte después, mucho después de dar los primeros pasos. Por eso el ensayo no es útil para reforzar ideas preconcebidas, sino para desenterrar algunas nuevas. El ensayo, como la poesía, da nueva vida a los pensamientos que parecían ser ya del pasado, de un tiempo olvidado. El ensayo es una luz sobre el recuerdo: da una segunda vida a los conceptos malheridos. No da nada por hecho y más bien pretende deshacerlo todo. Su extensión es, por lo general, breve: puede ir en tres páginas o en un aforismo. Por eso son ensayistas Russell, Schopenhauer, Nietzsche, Cioran y Bacon; las ideas se expanden y se contraen, pero jamás pierden fuerza. A causa de esto, el ensayo es un juego elástico del tiempo y el espacio. Su lugar no es la actualidad, él crea la actualidad. Las ideas, que son su materia prima, y la forma poética, que es su más preciado bien, son infinitas y están por encima de los hombres y las cosas.

La fuerza de su discurso no recae en sus ideas, sino en el modo en que arranca esas ideas a la oscuridad. Escribir un ensayo es romper la maleza y hacer de ella una ramazón bella. Es reafirmar aquel pensamiento de que los hombres son fragmentarios, y por fragmentarios incompletos, y por incompletos ignorantes. Con el ensayo, el pensamiento acepta su estupidez y al mismo tiempo busca derrotarla. Es hundimiento y es caída, y es el modo de describir esa caída y ese hundimiento. La vida del ensayo parte de una cándida ignorancia que es también la de la vida misma: sabe con certeza dónde comienza, pero nunca dónde terminará.

El director de la revista El Malpensante, Mario Jursich, y el traductor norteamericano Eliot Weinberger charlarán sobre el ensayo este 10 de mayo en Corferias, salón Porfirio Barba Jacob, a las 3 de la tarde.

jtorres@elespectador.com

@acayaqui

Por Juan David Torres Duarte

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