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El epílogo de “Cien Años de Soledad”: el último capítulo de una obra icónica

A más de medio siglo de la publicación de su obra maestra, Gabriel García Márquez sigue siendo una figura central en la literatura. Exploramos el último capítulo de este libro, el cual teje una red de simbolismos que exploran el mito, la muerte, el deseo y la ironía.

Diana Camila Eslava
31 de mayo de 2024 - 08:39 p. m.
“Cien años de soledad" fue escrita durante dieciocho meses, entre 1965 y 1966, y se publicó por primera vez a mediados de 1967 en Buenos Aires.
“Cien años de soledad" fue escrita durante dieciocho meses, entre 1965 y 1966, y se publicó por primera vez a mediados de 1967 en Buenos Aires.
Foto: Eder Leandro Rodríguez

El último capítulo de Cien Años de Soledad es un microcosmos, otro más, que encapsula ángulos de lectura infinitos de una de las grandes novelas universales de nuestros tiempos, escrita en español, en colombiano, en latinoamericano y en sánscrito por Gabriel García Márquez. Excusa para hablar de la complejidad de la condición humana, del mito como un tipo de verdad, de la poesía que desoculta, del deseo que aguijonea la vida, de la soledad, que podría ser la muerte definitiva, y de la muerte en soledad. O del olvido, que también es un tipo de soledad y de muerte en vida.

Hace más de medio siglo que se publicó este libro. Un tiempo “prudente” para hablar sin recatos del desenlace de esta obra.

Al leer Cien Años de Soledad una podría sentir que García Márquez quiso mostrarnos una película que todos hemos visto, pero que nadie recuerda (allí mismo está presente el olvido). Y al repetir esa película experimentamos una sensación de novedad. Es en ese cruce paradójico entre la realidad y la no realidad, ficción atiborrada de verdades al alcance de todos, de historias que se manifiestan desde los sentidos, en donde surge la epifanía, el clic ante el (re)descubrimiento.

“Uno de los gestos de la poesía debe ser darnos la sensación no de encontrar algo nuevo, sino de recordar algo olvidado. Cuando leemos un buen poema, pensamos que también nosotros podríamos haberlo escrito”, explicaba Borges en junio de 1977 en una de sus conferencias en el Teatro Coliseo de Buenos Aires. Y todo esto para decir que, en la aparente sencillez de la prosa de García Márquez, hay un trabajo de “orfebre” -como señalaría Vargas Llosa-, en el que la poesía sucede naturalmente, con artificios que no parecen artificios.

El último capítulo comenzó describiendo el entierro de Pilar Ternera, la adivina y consejera de la familia Buendía. Ternera fue la madre de Aureliano José y de Arcadio. Arcadio, a su vez, fue el esposo de Santa Sofía de la Piedad. De esta relación nacieron Remedios la Bella, José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, quien se casó con Fernanda del Carpio. Juntos, Aureliano Segundo y Fernanda del Carpio, fueron padres de Renata Remedios, José Arcadio y Amaranta Úrsula. Además, fueron abuelos de Aureliano Babilonia y bisabuelos del último hombre de la estirpe Buendía: Aureliano, condenado 100 años antes de su nacimiento a ser arrastrado por las hormigas.

“Era el final. En la tumba de Pilar Ternera, entre salmos y abalorios de putas, se pudrían los escombros del pasado”. En la silla mecedora que ocho hombres bajaron con cabuyas en un hueco en el centro de la pista de baile, enterraron al último personaje vivo de la primera generación en Macondo: el arquetipo del oráculo que fue desatendido y tergiversado finalmente desencadenó en un trágico destino, como Casandra, hija de Príamo y Hécuba, quien fue dotada del don de la profecía por el dios Apolo, pero condenada a no ser creída por nadie. Fue Pilar Ternera quien advirtió a José Arcadio Buendía sobre el peligro de la llegada de los gitanos. Con la muerte de la matriarca se completó un ciclo que trajo consigo el último anuncio del inminente final.

Pero no siendo suficiente, y como en la vida misma, en este capítulo hubo oportunidad para más advertencias sobre abandonar Macondo y olvidar todo lo que habían aprendido del mundo y el corazón humano. Que se cagaran en Horacio, que el pasado era mentira, que la memoria era un camino sin retorno y que el amor, por más desatinado y persistente, era efímero. Así les advirtió por última vez el sabio catalán a Aureliano y sus amigos, unos amigos que sí existieron, según contó para este especial el escritor Gonzalo Mallarino: “Álvaro Cepeda Zamudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas Cantillo, sus amigotes de La cueva de Barranquilla, conformaron el grupo de cuatro jóvenes que dieron el nombre a toda una generación de intelectuales. Cuando aquí estábamos un poco perdidos en el castellano, estos hombres ya estaban leyendo a Hemingway, a Faulkner y a los europeos, a Joyce o Proust”. Cuatro escritores que Gabriel García Márquez tuvo el ingenio de retratar como a su esposa Mercedes y a él mismo. Otra manifestación de la ironía en su obra y de convenciones que no eran habituales en la literatura en español de su época.

El deseo y la pasión desbordada también son imágenes que crecen con la descripción de la invasión de las hormigas cada vez más voraz y despiadada, como ese delirio incontrolable y asfixiante entre Amaranta Úrsula y Aureliano, y todos los símbolos y significados que ese amor endogámico, pero humano y desesperado fecunda: “En poco tiempo hicieron más estragos que las hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron con sus locuras la hamaca que había resistido a los tristes amores de campamento del coronel Aureliano Buendía y destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en tempestades de algodón”. El viaje del escritor portea a sus lectores desde la fuerza de la creación y de la destrucción, al estado vivo de “la exaltación perpetua”.

En el desenlace de Cien Años de Soledad, Gabriel García Márquez nos lleva al momento en que Aureliano Babilonia logra descifrar los pergaminos escritos en sánscrito por Melquíades. Es como si el autor, como quien va apagando luces, llegara al final de su propio recorrido y se desvaneciera en la sombra.

El poeta José Luis Díaz Granados les contaba hace poco tiempo a colegas de esta redacción que alguna vez le preguntaron a Gabriel García Márquez si quería tinto, y se negó a la oferta porque el olor del café le recordaba a la muerte, un miedo personal que confesaba a sus amigos cercanos. Y haciendo conexiones que no tienen que ser las correctas, García Márquez, al narrar la historia de la familia Buendía, expone literariamente su propia búsqueda o quizá su intento de reconciliación con la idea de la nada, de la soledad que es el olvido, pero también de la muerte definitiva, una elucubración que se manifiesta en las historias de cada uno de sus personajes. Sin embargo, esta búsqueda también conlleva a la destrucción del mundo infinito que él mismo creó. Es una paradoja del arte: aunque se destruya, acabar con Macondo es una forma de recrearlo, un mundo que se reconstruye cada vez que un lector curioso avanza hasta el último párrafo.

Diana Camila Eslava

Por Diana Camila Eslava

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador. Con experiencia en comunicación y gestión cultural, así como en consultoría empresarial en transformación digital. @CamilaEslava_deslava@elespectador.com

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¡¡¡Qué espléndido texto!!!
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100 años de olvido, desdés y frialdad.
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Bello y atractivo
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