En el año de 1973 Ernesto Sábato publicó su última novela, “Abbadón el exterminador”, y en ella introdujo tres páginas a las que tituló “Querido y remoto muchacho”. Pasado el tiempo, con sus historias, sucesos y comentarios, aquella carta que luego fue libro y más tarde pdf a pago contra entrega se convirtió en una especie de himno para quienes querían escribir, para aquellos que buscaban la libertad, para los que habían sido criticados y a quienes les habían roto en mil pedazos sus textos. Unos cuantos dijeron que ellos eran el querido y remoto muchacho, y algunos más le escribieron cartas a Sábato, profundas y sentidas cartas agradeciéndole sus libros, y ante todo, ese pedazo de historia que era otra carta.
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En uno de los primeros párrafos de su carta, Sábato le escribió a su “remoto muchacho”: “Te desanimás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (¡qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para juzgarte, se siente inclinado a pensar que porque comés como él es tu igual; o, ya que te niega, de alguna manera es superior a vos. Es una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con suficiencia cómo toma el cuchillo, uno incurre en la tentación de considerarse su igual o su superior, olvidando (tratando de olvidar) que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida. Tendrás infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia”.
Luego pasó a la escena de la crítica y de unos cuantos críticos. “La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados de modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión. Cuando aquel resentido de Sainte-Beuve afirmó que jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo lo contrario. Pero es natural: Balzac había escrito La Comedia Humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron tipos semejantes a Sainte-Beuve: ¿cómo ese gordo iba a hacer algo importante? Un tal Hugo Wolf sentenció en el estreno de la cuarta sinfonía: ‘Nunca antes en una obra lo trivial, lo vacuo y engañoso estuvieron más presentes’”.
Los ejemplos se sucedían y se siguieron sucediendo. Cada uno de los miles de miles de artistas vencidos eran argumentos por reivindicar para Ernesto Sábato. La derrota y la victoria posterior eran su principal arma. Se necesitaba la caída para que hubiera un resurgir. Se requerían críticas como la de aquel Wolf, que acabó de destrozar a Johannes Brahms: “El arte de componer sin ideas ni inspiración ha encontrado en Brahms su digno representante’”. Sábato recogió sus palabras y las contrapuso a unas de Robert Schuman. “Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el desdichadísimo Schumann afirmó que había surgido el músico del siglo. Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico”.
En el último párrafo de su carta, Sábato retornó a Brahms, para cerrar su argumento con él. “No sé cuándo, en qué momento de desilusión Brahms hizo sonar esas melancólicas trompas que oímos en el primer movimiento de su primera sinfonía. Quizá no tuvo fe en las respuestas, porque tardó trece años (¡trece años!) para volver sobre esa obra. Habría perdido la esperanza, habría sido escupido por alguien, habría oído risas a sus espaldas, habría creído advertir equívocas miradas. Pero aquel llamado de las trompas atravesó los tiempos y de pronto, vos o yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprendemos que, por deber hacia aquel desdichado tenemos que responder con algún signo que le indique que lo comprendimos”.
En el libro “Diálogos”, producto de varias conversaciones que sostuvo con Jorge Luis Borges en 1974 y 1975, moderadas y transcritas por el periodista Orlando Barone, Sábato habló sobre aquella novela, “Abbadón el exterminador”, y dio algunas de las razones por las que se había introducido en ella como personaje. “Lo que intenté era también una especie de provocación, sobre todo cuando hablo allí en primera persona. Porque me exponía a que el lector superficial tomara lo que digo y hago como meramente autobiográfico. En realidad, cuando aparezco en primera persona no hay casi ningún hecho que sea real: todo es ficticio y hasta delirante. Como, por ejemplo, cuando me transformo en murciélago”.
Veinte años antes, en “Heterodoxia”, había escrito unas líneas sobre la crítica. Decía: “hay dos tipos de crítica: si nuestro propósito era el de escribir un libo negro y alguien nos advierte manchas blancas, debemos oír con mucho cuidado la observación y tratar de enmendar la falta; pero si el señor se nos acerca para convencernos de la ventaja de escribir libros rojos o cuadriculados, hay que oírlo como quien oye llover. Buena parte de la crítica es de este segundo género y consiste en explicarnos -muchas veces a gritos- lo que el crítico habría escrito en nuestro lugar. Pero como nunca podrá realizar un experimento tan memorable y tan provechoso para las letras, y como, en caso de llevarse a cabo, todo se reduciría a un cambio de autor, mejor es ocuparse de otra cosa”.
“El escritor y sus fantasmas” fue publicado en 1963. Allí, Sábato escribió que para el artista, los comentarios negativos, la crítica, en general, eran motivo de un sufrimiento tal que lo llevaban a la enfermedad, “adquiriendo la mentalidad del perseguido”. Una de las maneras más efectivas para enfrentarse a aquellas calamidades, decía, era releer los diarios de algunos escritores, sus cartas y memorias, y unos cuantos apartes de la historia de la literatura. “Y cuando constatamos que a nosotros, pobres mortales, nos pasa lo que les pasó a grandes como Goethe o Proust, ¿de qué podemos quejarnos?” Para justificar su sugerencia, recordaba que Goethe le había dicho a Johan Peter Eckermann, su secretario y “memoria”, que cuando apareció “Werther”, “lo censuraron tanto que si hubiese borrado todos los pasajes criticados no habría quedado una sola línea”.