El eterno retorno no es lo mismo
Presentamos una reseña de “El diablo de las provincias”, novela del escritor Juan Cárdenas, recientemente reeditada por Tusquets.
Jaír Villano / @VillanoJair
Al terminar de leer El diablo de las provincias sentí la necesidad de revivir las palabras —escritas a modo de interrogación— más malinterpretadas de Nietzsche. Abrí La gaya ciencia y releí: “¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijera: ‘Esta vida, tal como la estás viviendo ahora y tal como la has vivido (hasta este momento), deberás vivirla otra vez y aún innumerables veces’…”.
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Al terminar de leer El diablo de las provincias sentí la necesidad de revivir las palabras —escritas a modo de interrogación— más malinterpretadas de Nietzsche. Abrí La gaya ciencia y releí: “¿Cómo te sentirías si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijera: ‘Esta vida, tal como la estás viviendo ahora y tal como la has vivido (hasta este momento), deberás vivirla otra vez y aún innumerables veces’…”.
El eterno retorno empieza siendo un báratro para el biólogo: el protagonista de la novela de Juan Cárdenas. Una tortura que debe asumir sin otro preámbulo distinto a la resignación. Irse del lugar odiado y volver con portentosos títulos encima hacen que el fracaso sea prodigioso; y el argumento, atractivo. Acaso porque salir de la provincia, “de la ciudad enana”, y volver sin nada entre las manos motiva conflictos existenciales que no vienen al caso.
Vuelvo a Nietzsche: “¿Acaso te lanzarías al suelo rechinando los dientes y maldecirías al demonio que te hablara de esa forma?”. O mejor sería aprender a vivir a sabiendas de que la vida no ofrece condiciones ideales. O no para todos. O no para algunos. No es lo mismo nacer en Nueva York y escribir historias de los suburbios, que nacer en una “ciudad enana” —donde parece que no pasa nada—, con la única convicción de salir de ella aspirando a la superación.
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Y es que, ya entrada la digresión, la literatura en particular, y el arte en general, no tiene patria, nación ni región. La buena literatura habla por la humanidad. Pero es innegable que el capitalismo y la idealización del primer mundo han creado periferias más interesantes que otras: ¿cambiaría Woody Allen a Manhattan por Chapinero? ¿Sería igual la recepción del público snob? ¿Qué habría sido de la obra del escritor de El ciudadano ilustre si no hubiera salido de Salas? ¿Contribuyó a la literatura el mito de París?
Bueno, no. O no del todo: hay variedad de acentos y matices. A fin de cuentas, hay obras maravillosas sobre “lo nuestro”. Pienso en prosas como las de Bombal, Rulfo y García Márquez, todas ellas dueñas de un lenguaje que hechiza y lugares que invitan a conocer. Hay ciudades del desquicio, como creía Dostoyevski de San Petersburgo (lo explica bien el filósofo italiano Luigi Pareyson); a mí la sombría Santa María de Onetti siempre me resultará visitable.
Hablo de esto porque, empezando la novela, el biólogo evoca la aburrición del lugar: “Ambos soñaban con escapar de la esclerosis de su pequeña ciudad imaginando países remotos”. El regreso se torna apacible, pero tedioso; tierno, pero cursi; necesario, pero inútil. El biólogo encuentra trabajo rápidamente, en un colegio de estudiantes embarazadas, de muchachas asesinadas, de suspicacias entre los maestros.
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Y como en todo regreso, los encuentros y desencuentros aparecen: la hermana de una exnovia, la exnovia, la madre, el tío y la figura de un hermano asesinado, crimen cuya atención fue desviada atacando el homosexualismo del muchacho. (En las provincias, se sabe, todo lo que esté por fuera de lo convencional es exótico y denostable). Una casa en la que se almacenan recuerdos y momentos de antaño, en principio, resulta lejana y luego termina siendo un hábitat.
Al entramado le ayuda la prosa eficaz y rabiosa del narrador. El laconismo de sus capítulos y sus acciones. Y la aparición de un personaje como el dealer, que divaga entre la reflexión trascendental y la traba maluca del chirrete. Así adjetiva Cárdenas: con palabras usadas en la “ciudad enana” y sus extensiones más próximas. Esto resulta llamativo, dado el argumento, y diciente: los sonidos que mejor imitamos son los que hemos escuchado improvisar, alterar, apropiar. Hay cosas que resultan esquivas a nuestra voluntad de desprendimiento: la prosodia es una de ellas. Cárdenas no abusa ni cae en la estridencia local; protege el acento.
Hay una escena explosiva antes de que el biólogo le halle el sentido al espacio donde transcurre su nueva vida: se trata de un breve rapto que le hacen. Uno diría que es un pasaje brusco, aunque bien construido; incluso que raya en lo inverosímil. Pero en Colombia o, mejor, en el sur del país, la violencia es tan inverosímil. Se matan, amenazan, destierran personas y ya es normal: a nadie en esta sociedad le sorprende. ¿No es de no creer?
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Empecé hablando del eterno retorno y del mito que hay sobre ese aforismo, y su mala interpretación —casi igual de errada como la muerte de dios—. No es que Nietzsche piense que el sempiterno reloj de arena de la existencia se repita tal cual: es que nos pregunta qué haríamos si un demonio nos dijera que es así.
El biólogo decide adaptarse; no le come cuento a Mefisto y decide seguir: “A veces la vida mejora cuando uno sencillamente deja de darle tantas vueltas a todos y se dedica a su trabajo. Unas pocas decisiones bastan para acomodar el conjunto. Mejor no meterse en líos. El trabajo dignifica”.
Es que ese lugar que odiamos podría parecer un regreso a lo mismo, a aquello que ya no queremos vivir, soportar ni padecer: hay lugares cuya belleza está impregnada en su recuerdo. Pero —pensé al terminar las páginas— a lo mejor surge alguna posibilidad de hacer distinto ese espacio de “indeseo”. La novela de Cárdenas es una representación sucinta y mordaz de ello.