El Magazín Cultural

El feminismo, ¿otro totalitarismo?

Este texto surge de la polémica que desató una carta firmada por la actriz Catherine Deneuve y cien artistas francesas, enfrentándose a posturas radicales feministas.

Leo Castillo
16 de enero de 2018 - 04:21 a. m.
Catherine Deneuve, quien encendió la hoguera del feminismo radical al defender “la libertad de importunar, indispensable a la libertad sexual”. / EFE
Catherine Deneuve, quien encendió la hoguera del feminismo radical al defender “la libertad de importunar, indispensable a la libertad sexual”. / EFE

Mi llamado es a la reflexión o, al menos, al sentido común, a pensar siquiera de manera superficial ciertos signos. Tratar de plantearse algunas preguntas: ¿la censura inquisitorial de la ópera de Bizet, de un cuadro de Balthus, prohibir una exposición de Roman Polanski, etc., no significan una intromisión, una invasión de un asunto “político” en el terreno del arte? Dos: ¿lo de “poder femenino”, en contraposición a poder masculino, perdón, “machista”, significa otra cosa que un quítate tú para ponerme yo? Tres: ¿en qué quedamos respecto de interesantes reflexiones sobre el poder de la entidad de un Bakunin, de un Foucault? Cuatro: ¿no estamos teniendo una regresión a las cavernas al saltarnos en reversa estos dos apasionantes avances en torno a la reflexión sobre el poder? Cinco: ¿qué garantías se me ofrecen de que el totalitarismo inquisitorial del “poder femenino” es más delicado y respetuoso de la libertad del arte y, en sentido lato, de las libertades civiles, si nos atenemos a los signos (casos Bizet, Balthus, etc.)? Seis: ¿son en serio traidoras, mujeres como Catherine Deneuve y las otras cien artistas francesas que se han atrevido a expresar su opinión, y deben por tanto ser quemadas en vida por la inquisición feminista?

El arte sí tiene TODO QUE VER. Al menos para mí, para la Deneuve y las cien artistas MUJERES que se han expresado sobre el particular. Hablo de feminismo y poder: acá el punto no es tan plano como que te toquen la rodilla. Tengo una anécdota a este respecto: cuando fungía como profesor de francés y castellano en algún pueblo del Caribe colombiano de cuyo nombre no quiero acordarme, durante una velada con colegas un profesor de primaria, mientras hablaba, no cesaba de ponerme la mano en la pierna. Esto se fue enojosamente prolongando durante al menos una hora, y yo lo único que hacía era cruzar una pierna encima de la otra, poner mi mano encima de mi rodilla para “bloquearlo” y, en fin, ensayaba otros paños de agua tibia, ciertamente sin resultado. No sería honesto de parte mía decir que se trataba de acoso sexual, salvo que apelara a Freud y a la significación profunda, proyección de represiones subconscientes, de la libido en actos anodinos. Pero, decididamente, no pienso aún hoy en una pulsión sexual detrás del toqueteo del profesor. Termina la anécdota de manera escandalosa. Le pedí, simplemente, que dejar de agarrarme la rodilla, que eso me fastidiaba. El profesor, entonces, estrelló su cerveza contra el piso, de modo que el envase de vidrio, haciéndose añicos, llamó la atención de los demás colegas y... vaya uno a saber qué pensaron, porque yo preferí no dar explicaciones, limitándome a retirarme de la reunión. ¿Tiene esto algo adversativo referido al justo respeto exigido por las feministas? Pues claro que lo entraña: a usted como a mí, señora, nos pueden tocar la rodilla. El feminismo, que yo sepa, se ocuparía de asuntos que sólo afectan a la mujer y no los que nos importunan a usted y a mí en igual medida. Pero usted quizá se salga con la suya, alegando que ese toqueteo no era de connotaciones eróticas. Pues le tengo otra, esta vez en La Troja, el archifamoso estadero de Barranquilla: una extranjera, cuyo nombre no me permitiré traer aquí, por “caballerosidad” (¿por qué no existen “caballeras?”, es injusta la lengua en este punto, porque dama no es equivalente literal femenino a caballero, me parece), la mujer, venía diciendo, sin que yo la pretendiese jamás, inesperadamente me mandó la mano, quiero decir, me agarró el pene. No me enojé –de nuevo deseo ser franco y honesto–, pero en este instante pienso que lo que quizá pudo haberle ocurrido a usted alguna vez, en su condición de mujer, a mí me ha ocurrido igual, siendo los agentes indistintamente mujeres y hombres. De episodios más fregados en mi niñez de que fui objeto por hombres y mujeres me abstendré de relatarlos acá, por pudor, porque mi vida íntima no tiene por qué ser expuesta ante usted y los demás sólo por “ganar” una discusión. No deseo ganarle nada a usted, sólo intento reflexionar sobre puntos que están en este momento en debate a nivel universal, y es eso lo que espero de quienes consideren estas líneas. Soy honesto al menos en este punto: amicus Plato... sed magis amica veritas.

Una cruzada inquisitorial feminista es lo menos que estamos necesitando, tan brutalmente represiva que se emparenta con el emperador chino que destruyó todos los libros anteriores a él. Es una barbarie. Lo que sigue es la prohibición y eliminación de todo rastro histórico de las fotos de Carroll, y no digamos de las obras de Sade y los cuentos de Anaïs Nin (feministas persiguiendo el arte libre de mujeres). En general, de la Nin no quedaría virtualmente nada.

 

Por Leo Castillo

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