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Hacer de la pérdida un estado del alma. El fastidio constante por un mundo hecho para derruirse. En el largo proceso está el testigo, el navegante que observa la estela dejada por el barco y escucha el largo quejido de las aves que abandonan la nave al llegar a alta mar. El hombre que recuerda cómo era la imagen antes de que se fueran los colores; vivir en medio de la eterna carencia.
La literatura de Álvaro Mutis puede ser de cierta forma el tránsito inevitable hacia la destrucción de la materia. El camino hacia el abismo lo recorre usando la memoria, invocando la imagen a través de la palabra, como un grito que trae los confines del eco.
En esa aparente contradicción se instala Maqroll para subir hasta los aserraderos, siempre con el recuerdo de una mujer que lo espera lejos de los ríos, arriba en la cordillera: un viaje que de antemano sabe que será inútil, pero que debe hacer para emerger al final de la historia con todo perdido, cansado y con ganas de regresar al mar para diluir el hastío de tener que lidiar con la gente y la maldad de las criaturas de tierra.
El hombre de la gavia avisa y dibuja el horizonte, la sombra difusa de las costas que se antojan vastas. El gaviero pinta en las páginas los contornos de las tierras bajas, el aroma después del aguacero, el rumor constante de los ríos, la persistencia exasperante de los mosquitos, los improbables gritos del bosque en la noche.
“Vamos en un lanchón de quilla plana movido por un motor diesel que lucha con asmática terquedad contra la corriente (…). El motor cambia de ritmo a cada rato, lo cual nos mantiene en constante estado de incertidumbre. Es de temer que de un momento a otro se detenga para siempre. La corriente se hace más indómita y caprichosa. Todo esto es absurdo y nunca acabaré de saber por qué razón me embarqué en esta empresa. Siempre ocurre lo mismo al comienzo de los viajes. Después llega la indiferencia bienhechora que todo lo subsana. La espero con ansiedad”.
El diario del gaviero en su viaje por el río Xurandó. El diario del escritor en su viaje por una vida que lo llevó a Bélgica primero para entregarlo luego a Coello, en el Tolima. Aquí guardó en el equipaje de la memoria la sensación del río pegando contra su costado, la creciente algarabía de las criaturas cuando el sol está a punto de irse, las lecturas con lámpara Coleman en una terraza que le permitía observar la fertilidad de una tierra buena y plena que, en últimas, le sería negada.
Años después, lejos ya de la infancia entre los cafetales y el mudo aleteo de las mariposas, Mutis encontraría la hacienda en ruinas, consumida por la vida y la violencia, si acaso una cosa está libre de la otra.
Todo aquel que escribe le apunta a la inmortalidad, bien sea como propósito o como inconsciente casualidad. Memoria viviente a través del poema, la eternidad en forma de literatura. “Ahora, de repente, en mitad de la noche / ha regresado la lluvia sobre los cafetales / y entre el vocerío vegetal de las aguas / me llega la intacta materia de otros días / salvada del ajeno trabajo de los años”.
La gran contradicción: escribir para vivir y recordar; escribir como una forma de celebrar la pérdida, de tratar de ofrecer cierta perspectiva sobre lo que algunos llaman fracaso.
“Aquí me quedé, al cuidado de esta mina, y ya he perdido la cuenta de los años que llevo en este lugar. (…) Y yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio; yo aquí me he quedado visitando la fresca oscuridad de estos laberintos por donde transita un aire a menudo tibio y húmedo que trae voces, lamentos, interminables y tercos trabajos de insectos, aleteos de oscuras mariposas o el chillido de algún pájaro extraviado en el fondo de los socavones. (…) Un día saldré de aquí, bajaré por la orilla del río, hasta encontrar la carretera que lleva hacia los páramos, y espero entonces que el olvido me ayude a borrar el miserable tiempo aquí vivido”.
La poesía fue para Mutis la presencia que encontró mientras escuchaba la quinta sinfonía de Sibelius en sus días como lector de noticias en la Radio Nacional, antes de que tuviera 20 años. Un intento de medianoche desechado con facilidad y recuperado de la basura al otro día. “Un dios olvidado mira crecer la hierba”. Una voz.
Una voz que en la visión del escritor (una en la que negaba la Independencia por tener origen liberal o en la que deseaba aún vivir en tiempos en los que los reyes conservaban sus cabezas) es una manifestación que se entiende mejor a través del billar: ejercicio que consiste en un análisis paciente y la aplicación de una cierta solución que no provee ninguna certeza, hacer carambola como una forma de lograr el poema, repitió varias veces.
Mucho más que lamento, lejos incluso del somnífero influjo de la melancolía, los viajes del gaviero parecen ser travesías al fondo del fracaso y la miseria: una peregrinación hasta un altar incierto en donde se venera la convicción de que todo ya está jugado a la nada. En el recorrido desfila un paisaje que, bajo el trabajo de la palabra, entrega imágenes certeras de un mundo bello que parece vivir al margen del desastre de los hombres. “Los días más insólitos de mi vida los pasé en Amírbar.
En Amírbar dejé jirones del alma y buena parte de la energía que encendió mi juventud. De allí descendí tal vez más sereno, no sé, pero cansado ya para siempre. Lo que vino después ha sido un sobrevivir en la terca aventura de cada día. Poca cosa. Ni siquiera el océano ha logrado restituirme esa vocación de soñar despierto que agoté en Amírbar a cambio de nada”.
Mutis escribió para dejar trazos indelebles de Coello, las imágenes de una tierra que se transformó en novelas y poemas, en cientos de palabras para atrapar la vida.
En medio del luto por su muerte, varios comenzaron a reclamar su memoria como propia, los funcionarios que esta semana se enteraron de que Coello alimentó la ficción y se hizo literatura y, por tanto, algo eterno. Palabras del gaviero: “Los gavilanes que gritan sobre los precipicios / y giran buscando su presa / son la única imagen que se me ocurre / para evocar a los hombres que juzgan, / legalizan y gobiernan. Malditos sean”.
***
Cita
Y ahora que sé que nunca visitaré Estambul,
me entero que me esperan en la calle de Shidah Kardessi,
en el cuarto que está encima de la tienda del oculista.
Un golpe de aguas contra las piedras de la fortaleza
me llamará cada día y cada noche
hasta cuando todo haya terminado.
Me llamará sin otra esperanza
que la del azar agridulce
que tira de los hilos neciamente
sin atender la música
ni seguir el asunto en el libreto.
Entretanto, en la calle de Shidah Kardessi
tomo posesión de mis asuntos
mientras se extiende el tiempo
en ondas crecientes y sin pausa
desde el cuarto que está encima
de la tienda del oculista.
***
Amén
Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
como un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.