Unas disputas políticas que terminaron enjuiciando las ideas de quienes pensaban diferente. Un choque de discursos con el que se buscó validar la narrativa oficial mientras se desacreditaban, a toda costa, las voces de los disidentes. Chicago, en 1968, en medio de la celebración de la Convención Demócrata, en la que el partido político debía elegir a su candidato presidencial, fue escenario de un hecho de represión policial contra miles de manifestantes que se reunieron para expresar su inconformismo frente a la Guerra de Vietnam.
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Se necesitaba un cambio, un nuevo liderazgo que redireccionara una política que estaba llevando a la destrucción y a la muerte, y una revolución cultural debía estar al frente de ello. De hecho, ya se estaba desarrollando. La discusión de ideas alrededor de la justicia y de la no violencia, como Martin Luther King lo venía promulgando, movía las fibras de unos ciudadanos que intentaban explorar nuevas formas de relacionarse en medio de la democracia. Y sí, entre ellos pensaban diferente. Unos, como Tom Hayden, hablaban de la “revolución real”, la que iba a capitalizar votos para ganar las elecciones y desde allí, desde el centro del poder, ejecutar acciones encaminadas a la educación y al progreso social. Otros, como Abbie Hoffman, pensaban que la revolución cultural, a través de la música y de la literatura, era el camino para hacerlo. No en vano, Allen Ginsberg, acompañado de William Burroughs, Norman Mailer y Jean Genet, participaron de las protestas, y Hoffman, junto con sus compañeros, impulsó el Festival de la Vida, un encuentro inspirado en el hipismo con el que se incentivó el debate político y se impulsó a las personas a pensar sobre un nuevo estilo de vida. “Organizamos conciertos gratuitos en las calles y reunimos a la gente en los parques. Más tarde fundamos periódicos, creamos comités de defensa contra la policía, utilizamos toda esa contracultura para atraer a la juventud que rechazaba el modo de vida americano. Nos apoyamos en la rebelión espontánea de toda una generación”, afirmó Hoffman en una entrevista con Daniel Cohn-Bendit, quien fue líder estudiantil durante las protestas de Mayo del 68 en Francia. Al final, estas dos visiones no eran opuestas, más bien, se complementaban. Sin embargo, el sistema político no estaba dispuesto a permitirles prosperar.
“No”, esa fue la respuesta a todo intento que recibieron organizaciones, como Estudiantes por una Sociedad Democrática y el Partido Internacional de la Juventud, así como activistas, tales como David Dellinger, que buscaban respaldo para llevar a cabo las manifestaciones de forma organizada y pacífica. Las peticiones para obtener apoyo y poder garantizar la seguridad de los manifestantes y el control del tráfico, así como el acceso a primeros auxilios, entre otros servicios más para construir un plan de contingencia para la ciudad en el marco de las protestas, fueron rechazadas. Las vías administrativas estaban cerradas, pero la determinación de llevar a cabo las manifestaciones no se apagó. Al contrario, el rechazo les reafirmó la necesidad de llevarlas a cabo.
Los siete de Chicago: Rennie Davis, Tom Hayden, Jerry Rubin, Abbie Hoffman, David Dellinger, John Froines y Lee Weiner, acompañados en un juicio irregular llevado a cabo en contra de Bobby Seale, cofundador de las Panteras Negras, quien fue acusado de asesinato y a lo largo del proceso no recibió ninguna asesoría legal, hasta que fue declarado nulo el procedimiento contra él, fueron acusados de haber cruzado fronteras estatales para conspirar e incitar disturbios. Sus consignas, que hablaban de llegar a Chicago en son de paz y de irrumpir en la Convención Demócrata apelando al corazón y a la cabeza del pueblo, se enfrentaron a un discurso oficial que los denominó revolucionarios que querían destruir al gobierno o como la extrema izquierda que quería incentivar el desorden. La reacción oficial frente a los manifestantes fue la represión: Chicago fue militarizada, y la policía y la Guardia Nacional desplegaron un plan de acción contra los protestantes, bajo la directriz de las autoridades de garantizar la seguridad nacional y de restaurar el orden social que se veía perdido.
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El aparato judicial, encabezado por el fiscal general John Mitchell, quien fue uno de los funcionarios encarcelados en el escándalo del Watergate y que jugó un papel activo en contra de los opositores a la Guerra de Vietnam, seguido del juez Julius J. Hoffman, en el plano local, estaba sesgado y determinado desde el principio a declarar culpables a los manifestantes. Así sucedió: Abbie Hoffman, Tom Hayden, David Dellinger, Jerry Rubin y Rennie Davis fueron sentenciados a cinco años de prisión, bajo el argumento de haber incitado disturbios. La decisión fue revocada por el Tribunal de Apelaciones del Circuito Séptimo, a la espera de un nuevo juicio. Sin embargo, el fiscal general, John Mitchell, se negó a iniciarlo. De alguna forma, los manifestantes lo veían venir. Incluso, llegaron a pensar que su juicio era un juicio político: que estaban siendo juzgados por sus ideas.