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El laberinto del amor

A 120 años del nacimiento del escritor y periodista Jorge Zalamea Borda, que se cumplen este 8 de marzo, presentamos este texto de su autoría, publicado el 14 de agosto de 1966 en El Magazín Dominical de El Espectador.

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Jorge Zalamea Borda
08 de marzo de 2025 - 09:37 p. m.
El descubrimiento literario, como el de un minero hallando una veta de oro, es una aventura única.
El descubrimiento literario, como el de un minero hallando una veta de oro, es una aventura única.
Foto: pixabay
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Para el hombre de letras, para el explorador de la literatura, pocas aventuras espirituales son comparables al descubrimiento de un auténtico valor nuevo. Como el viejo minero al que largos años de cateos inútiles no lograron desalentar en su alucinada búsqueda, también el añoso letradao se topa finalmente, un día entre los días, con la veta hasta entonces velada, con el fino filón fabuloso que no solo habrá de enriquecerlo a él sino, además, a una vasta comarca y a todo un pueblo.

El hallazgo literario será tanto más placentero cuanto mayor sea la esterilidad de la tierra de su contorno o más tercas, insolentes y trepadoras la maleza y las hierbas locas con las cuales pretende simular fecundidad.

En Colombia hay actualmente una proliferación poética que muchos boquiabiertos del espíritu toman por una primavera de nuestra cultura cuando apenas se trata de la recurrencia de enfermedades infantiles: sarampión de la vanidad, escarlatina de la mistificación, paperas de la grafomanía.

Hay, por ejemplo, toda una brigada de “boy scouts” que no salen del asombro de haber aprendido a prender la llamita lírica con los chirriantes frotamientos que emplearon hace medio siglo los futuristas italianos y los estridentistas mexicanos, o de haber sabido repetir con la percusión de sus cantimploras de aluminio la música sincopada que acompañó la danza descoyuntada en los ritos de Dadá. Podría hacerse mención tmbién de los tambores destemplados y las gaitas afónicas de los falsos malditos que, por no haber leído a Corbiere, ni a Apollinaire, ni a Pound, ni a Corso y ni siquiera a Huidobro, tienen la pretención onanística de haber inventado la gran rebelión contra la sociedad y contra natura. Y todavía podrían citarse aquellos otros -que sen legión- que quisieran hacernos comulgar con falsas piedras de Vallejo y melladas ruedas de Neruda. ¡Y qué decir de quienes ignorando a ese clásico de la poesía de auténtica vanguardia que es Luis Vidales, se equivocan de timbre por tocarse el ombligo, con lo cual solo logran producir viscerales borborigmos! (Para advertencia de ignaros, los poemas de “Suenan Timbres” fueron escritos por Luis Vidales hace unes cuarenta años, cuando el hoy ignorado grupo de ‘’los nuevos” rompía los muros de la Academia y echaba por tierra los castillos de naipes de nuestro romanticismo subdesarrollado).

Es, pues, para el letrado, para el amante clandestino de la poesía, un portentoso hallazgo el descubrir entre tanta hierba loca y bajo tantas tercas enredaderas la rara planta que, a un mismo tiempo, ofrece la opulencia de la flor, la suculencia del fruto y la fecundidad de la semilla.

Tal me parece ser el caso de Julio Fajardo, cuyo canto de amor a América entra, con un decoro insólito en nuestros días de confusión, en su órbita estelar de obra maestra.

***

Este libro no es un poemario más de aquellos en que se nos reiteran las confusiones del sentimiento o los extravios de los sentidos, cuando no roncan las carracas de falsas rebeliones o trinan los pitos de los satíricos de baja escuela. Aquí se trata excepcionalmente entre nosotros, de un vasto poema estructurado y organizado como un cuerpo vivo. Tiene un esqueleto perfectamente articulado; un sistema muscular de joven atleta; un árbol sanguíneo que responde todos los soplos de la vida; nervios tensos como los cordajes de un navío; la piel atizada del gran mestizaje, y, sobre todo, un corazón tan limpio, tan generoso, tan rebosante de amor que se diría símbolo o nuncio de quién sabe qué edad de oro en que recuperase el hombre su dignidad perdida en las nauseabundas ciénagas del odio y en los pérfidos tremedales de la violencia.

Por su tema: la historia de América y, particularmente, la de Colombia, el poema tiene el carácter de una epopeya que se desarrolla en once cantos, cada uno de los cuales tiene, a su vez, su tema preciso y su estructura propia: descubrimiento y conquista de América, identificación del hombre americano, los Comuneros, la Guerra de los Mil Días, el 9 de abril, la Violencia, etc. Pero Julio Fajardo le da a la epopeya un tratamiento lírico que le confiere una prestigiosa originalidad y algo así como una nueva categoría ética.

Es fusión admirablemente lograda de lo épico y lo lírico, acaso nos suministre la clave de la secreta motivación del poema. Es posible que todo él no sea otra cosa que la expresión del amor del poeta por su amada. Pero como sucede siempre con los mejores espíritus, en lo subjetivo se opera un fenómeno de trascendencia. En este caso concreto, el poeta hace trascender la promulgación lírica de sus sentimientos hasta el relato epopéyico de la historia americana. En cierto modo, logra la transubstanciación de la mujer amada en América y transforma su compartido amor en un gran mito. Es entonces cuando la materia de la epopeya se impregna toda de lirismo, produciéndose consecuencialmente una interpretación sin precedentes de aquella historia.

Para ofrecer ciertas claves a la lectura, no vacilo en hacer a continuación una serie de citas. En el Canto I: “Vísperas de Navegación y Descubrimiento”, se leen estrofas como estas:

Se dotó cada nave de ciertas armas,

pero en el libro de abordo

aparecieron en abundancia

cosas secretas y poemas

que habían llevado

por si algún día les hacía tristeza.

Y esta otra:

Al crecer la estela,

surco, cinta, trenza,

senda sobre el mar

entre la Enamorada

***

y el Prometido

que había plantado

su tristeza a popa,

volvió la voz

y hubo motín de los sensitivos:

todos habían sufrido lo necesario

para ser acreedores a América.

Sintomáticamente, el Canto II se titula “Desembarco y amorosa permanencia”: y en él se encuentran cosas tan admirables como estas:

... y el que más amaba

porque había sido el último en pecar,

llevaba hojas y otros objetos sagrados

y había dicho de antemano

letanías al desembarcar para hacer válidas las vicisitudes

y poner centinelas benévolos

en las bahías nuevas

y evangelizar desde el primer día las frutas (al mamey por su excelsitud)

y los pájaros (tucán y otros nombres

musitados por los bautistas novicios)

y acoger y publicar palabras

inventadas al principio de las flores

porque estaban defendiendo a los

nidos,

arraigados irreprochablemente a los

árboles nativos,

de la urgencia de volver.

Inclusive en la gravosa crónica de los pecados y los crímenes de la historia americana, el poeta sabe ungir a las víctimas con el bálsamo del gran amor que lo habita. Véase cómo concluye el Canto IX, dedicado a la Guerra de los Mil Días:

El anfitrión de todos es el aire amplio,

lleno de íntimos espacios

dedicados a agonías privadas;

mientras disponen los terribles invocados,

una estridente sangre que alivie,

que anticipe una tierra,

un mismo cielo

para todos los surgidos desde entonces.

Y fue así.

Y aquí estamos,

benditos a pesar de todo.

Habría que citar en su totalidad el espléndido Canto XI, en el cual se relata la negra violencia del decenio infame, para apreciar cabalmente la hondura a que llegan en el poema de Julio Fajardo la consubstanciación de la épica y la lírica de la verdad y la poesía de la realidad y el amor. Pero copiemos siquiera el apóstrofe final:

Yo también pequé

y tú también.

¿Cómo lanzar ángeles hacia arriba que

desciendan sobre Colombia

tiernos!

Nunca encontré hasta ahora en la poesía latinoamericana una crónica de las vicisitudes humanas narrada con tan profunda ternura, con tal entrañada intimidad. Hasta donde a mí se me alcanza, por primera vez, el descubrimiento, conquista y colonización de América por los españoles no son descritas como una epopeya gloriosa o una tenebrosa sucesión de expolios, opresiones y crímenes, sino como tareas propias del hombre amoroso, transido de soledad, absorto en la magnificencia de su propio hallazgo. Se diría que lo heroico se hace doméstico, pero sin perder un ápice de dignidad y de grandeza Naturaleza, hazaña, rebelión, guerra, violencia adquieren su exacta dimensión humana; e inclusive cuando nuestra contradictoria y contradicha condición se corrompe hasta llegar a la crueldad vestida de amarillo y al grifado crimen purpúreo, el rebosante amor del poeta parece abrir la puerta de la redención y amplificar el cielo de la esperanza.

Más sorprendente aún resulta esta compleja operación de alta poesía, si se tiene en cuenta que el lenguaje empleado en ella es de una gran simplicidad vocabularia y que las metáforas están compuestas con ejemplar economía de elementos, como puede apreciarse en la estrofa inicial del Canto IX:

Por heridos,

Por callados.

Por haberse dividido menesteres, (tonsos

y hegemónicos, lucientes),

las esposas anudaron

cintas como llamas a millares

a jipas,

blandos yelmos caseros.

decretándoles usanza menos propia,

y esperaron.

No obstante, la diafanidad del lenguaje y el rigor casi geométrico de la metáfora, todo el poema de Julio Fajardo tiene el aura de las recitaciones mágicas, de las grandes declamaciones rituales y de los oráculos favorables. En el manejo de los elementos que intervienen en la elaboración poética no hay intención alguna de mistificar y mucho menos de escandalizar. Toda redundancia está desterrada de su territorio: desdeñada toda desmesura: toda arbitrariedad declarada inasequible. El poeta sabe que el mero bautismo de las cosas por la palabra que mana espontáneamente del corazón tiene el poder carismático de conferir a cada una de ellas un sentido más hondo y una gracia inesperada.

A la entrada de todo laberinto poético, el entedimiento desprevenido encuentra siempre a la Ariadna que mantiene entre sus manos y sobre su regazo las múltiples y multicolores madejas con cuyos hilos pueden burlarse los celos del mugiente minotauro inclemente. Para penetrar, reconcer y descubrir la salida del laberinto que Julio Fajardo nos ofrece en su poema, hay que acertar en la escogencia. Si elegimos el hilo azulino del amor, el laberinto se hará Edén. Y la belleza se nos dará por añadidura.

Por Jorge Zalamea Borda

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