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Cuando a principios del pasado mes de septiembre se me anunció que se me había concedido el Premio Juan Rulfo, la alegría que sentí fue doble porque para entonces ya sabía yo que Colombia había sido designada como el país invitado de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en este año del 2007. Colombia es el país de América Latina que más quiero, a excepción, claro, de México, y de Costa Rica, país en donde tengo nexos familiares añejos y profundos: nada menos que a mi hermana, mi única hermana, mi cuñado, mis sobrinos y mis sobrinos nietos. ¿Y por qué quiero tanto a Colombia? Déjenme decirles que yo gozo un ajiaco, con sus guascas y su buena variedad de papas, tanto o más que un colombiano en el exilio, que lamento el Bogotazo y el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán tanto como cualquier colombiano que se respete, y que me encantan las traducciones que de Saint-John Perse hizo el poeta colombiano Jorge Zalamea, tanto o más de lo que le gustaron al propio Saint-John Perse. También, por supuesto, y ya no como colombiano imaginario o postizo, sino como mexicano y latinoamericano, me duele la larga, infinita violencia que ha sufrido ese país tan querido.
Le debo a uno de los dedicatarios de este discurso —si se me permite este extravagante neologismo— el nacimiento de ésa mi devoción a Colombia: Antonio Montaña, autor de espléndidas novelas, hombre de teatro, pensador brillante, a quien no le fue posible asistir a esta Feria por cuestiones de salud. Antonio entró en mi vida como el ángel que me inició en los misterios de la literatura, gracias a un relámpago: El rayo que no cesa de Miguel Hernández. Los maravillosos sonetos de este gran poeta español fueron el detonador de toda mi carrera literaria.
Gracias a Antonio Montaña conocí al segundo dedicatario, José de la Colina, y poco después a Álvaro Mutis. Y gracias a Mutis conocí a Gabriel García Márquez. Montaña y De la Colina figuraron entre mis primeros maestros y compañeros literarios. Ellos me enseñaron a leer. Ellos me abrieron las puertas de la gran literatura que era para mí, entonces, la gran desconocida. Recuerdo, ¡cómo podría olvidarlo!, que los tres nos reuníamos los sábados por la tarde en mi casa, cada uno armado con una Olivetti portátil, para escribir, si no al alimón, sí al unísono. Fueron los sábados más gloriosos de toda mi vida. Antonio era entonces amigo de Fernando Botero, quien vivió durante un corto tiempo en México. Cuando el hijo mayor de Botero, todavía bebé, ya no cabía en su moisés, Antonio le dijo: dámelo para un amigo que acaba de tener un hijo. Y así fue como mi primer hijo, llamado Fernando, heredó el moisés del primer hijo de Botero, también llamado Fernando. Cuando Montaña regresó a Colombia, nos dejó, como regalo, un cuadro de Botero. No sabía, entonces, que nos estaba regalando una casa.
Como guía literario, y como amigo, Mutis era incomparable. A él le debo también el conocimiento de autores maravillosos que siempre me han acompañado. De alguna manera, Mutis me parece un personaje salido de un libro de Marcel Proust. Un personaje, desde luego, lleno de vida y alegría, a quien la cultura y el buen humor le salen por los poros. El nombre de Mutis figura, junto con el de Montaña y otros tres o cuatro amigos, en la tercera de forros de mi primer libro, en una nota en la cual expreso mi voluntad de que los nombres de estas personas aparezcan siempre en él. Su nombre aparece también en una nota final de mi segunda novela, Palinuro de México, en la que le doy crédito por haber utilizado, como título de un capítulo, el título de uno de sus más hermosos poemas: Esta casa de enfermos. Mutis también está presente en las páginas de Linda 67, porque fue él quien me dio a conocer esa formidable colección de novela policíaca, El Séptimo Círculo, fundada por Borges y Bioy Casares, y el entusiasmo que me despertaron autores como Patrick Quentin, Leo Perutz, Beverly Nichols, Ciryl Hare o Nicholas Blake me hizo prometerme escribir, algún día, una novela policíaca. Álvaro me dijo: “no es posible, porque para eso se necesita una vocación especial que tú no tienes”. Treinta y cinco años después, respondí al reto. O creí responder. Porque como mis lectores se habrán dado cuenta, Linda 67 no es una novela policíaca: es un thriller. Álvaro tenía razón.
Álvaro figura también en el prólogo que escribí para el libro de cocina mexicana de mi esposa, Socorro, porque él fue uno de los amigos que más influyeron en nuestra educación gastronómica.
Álvaro, Álvaro, mi querido Álvaro Mutis, quien, se los aseguro, a pesar de sus proclividades monárquicas es, sin duda, uno de los seres humanos más bellos y generosos que he conocido en toda mi vida.
De Gabo tengo también muy gratos recuerdos. Fuimos buenos amigos antes de que yo partiera para Europa para vivir casi veinticinco años en ese otro lado del mundo sin olvidar a los amigos, pero también sin escribirles una sola carta. Gabo vivió primero en un departamento de la colonia Anzures de la Ciudad de México, en el número 21 de la calle de Renán, motivo por el cual a un querido amigo mutuo, el poeta Raúl Renán, le pusimos como apodo “Renán 21”. Luego se mudó a unas cuantas calles de la casa en que yo vivía, en la colonia Banjidal. Tengo muy presentes esas tardes en que Mercedes, Mercedes la Bella, llegaba a la casa con sus hijos Rodrigo y Gonzalo, quienes solían jugar con mis hijos, Fernando y Alejandro, mientras Gabo escribía con furor Cien años de soledad. Y digo “furor” porque no concibo que un libro que tantas maravillas contiene pueda ser otra cosa que el producto de la ira resplandeciente de un demiurgo. Recuerdo la época de la agencia de publicidad de Jimmy Stanton, que no era el gringo feo y muchos menos el viejo o el malo: era el gringo bueno. Gabo escribía unos sketches que eran actuados por Mauricio Garcés y Silvia Pinal en un programa patrocinado por la ginebra Oso Negro, para la cual yo hacía los comerciales. Y Álvaro se agenciaba unos centavos extra grabando la voz del locutor de Los Intocables. Decía Álvaro: “Chicago, 1927: Elliot Ness se enfrenta al contrabando de whisky escocés más grande en la historia de la ciudad…”. ¿Te acuerdas, Gabo? ¿Te acuerdas, Álvaro? Uno de ustedes dos descubrió una ostionería sensacional en la colonia Guerrero de la ciudad de México , en la que nos dimos grandes comilonas, y otro día decidimos de pronto irnos al puerto de Veracruz, con Socorro, dos de mis hijos chiquitos y la Chaneca, y allí, en el zócalo, una noche inolvidable, en el café del hotel Diligencias, yo me paré de pronto en una silla, alcé mi tarro de cerveza como si fuera la antorcha de la Estatua de la Libertad, y le dije a la concurrencia: “Señoras y señores, quiero comunicarles a todos ustedes que soy muy feliz”. Lo mismo podría decir hoy, este día, en esta sala.
Y después, después y con el correr del tiempo, mi esposa y yo seguimos coleccionando colombianos. Amigos muy queridos, nunca olvidados, entre ellos Nicolás Suescún, Fernando Arbeláez, otro Arbeláez: Juan Clímaco, que trabajó conmigo en la BBC de Londres, Néstor Sánchez, Pancho Norden, Nancy Vicens, Juan Gustavo Cobo Borda, el desaparecido Rafael H. Moreno Durán, Bernardo Hoyos... y algunos más.
Hoy me apresto a aumentar esta colección de colombianos con Héctor Abad, quien llegará este próximo martes a Guadalajara. Héctor bautizó con el nombre de Palinuro, en honor de mi segunda novela, la librería que hace ya varios años fundó en Medellín.
Es por eso que, como mexicano y como escritor, como Premio Rulfo, como maestro emérito de la Universidad de Guadalajara, me permito agregar mi bienvenida personal a todas las otras bienvenidas oficiales que se le han dado y den a la delegación que hoy representa a Colombia en esta vigésimo primera Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Sean todos bienvenidos.
Quiero aprovechar esta presencia para solicitar, de la manera más atenta y respetuosa, un favor a la delegación colombiana... En la Feria del Libro del 2006, un grupo de actores de esta universidad, dirigido por Daniel Constantini, puso en escena una obra teatral, escrita en verso, de mi autoría: La muerte se va a Granada, que trata sobre los últimos días que pasó en esa ciudad el gran poeta andaluz Federico García Lorca, su detención y su asesinato por las fuerzas de la Falange. La puesta en escena del maestro Constantini fue espléndida, más allá de todo lo que yo había imaginado, y espléndida también la actuación de todos los actores, en particular de Marcos Orozco.
Nada me gustaría más que esta puesta en escena de La muerte se va a Granada participara en el Festival Internacional de Teatro de Bogotá que es, sin duda, el de mayor prestigio en el mundo de habla hispana. Le ruego, pues, a la delegación colombiana, que interponga usted sus buenos oficios para que esta obra sea considerada por aquellas personas que estén en capacidad de juzgarla como digna, o no, del Festival. La muerte se va a Granada fue filmada por esta misma universidad, y la grabación correspondiente está a su disposición.