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El legado de Alfredo Molano

Hace un año, Alfredo Molano Bravo se metió, trocha adentro, a la biblioteca de los imprescindibles. A lomo de mula viajó para no volver, pero sus palabras se mantendrán vigentes en todas las mentes que deseen conocer los testimonios de las guerras en Colombia.

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Farouk Caballero
06 de noviembre de 2020 - 03:41 p. m.
Molano escuchó y, más que darle voz a los que no tienen voz, como se suele decir de forma colonizadora en el periodismo y en la academia, Molano fungió de megáfono para aquellas historias que, aunque tenemos muy cerca, decidimos ignorar o silenciar desde la comodidad citadina.  / Archivo Particular
Molano escuchó y, más que darle voz a los que no tienen voz, como se suele decir de forma colonizadora en el periodismo y en la academia, Molano fungió de megáfono para aquellas historias que, aunque tenemos muy cerca, decidimos ignorar o silenciar desde la comodidad citadina. / Archivo Particular
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En 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, Alfredo Molano llegó a este mundo. A sus cuatro años vivió la explosión interna que desató el asesinato de Gaitán. Aprendió a caminar entre guerras. Su infancia estuvo marcada por las historias de vida de los empleados de su casa familiar, quienes, de muchas formas, eran sobrevivientes de las violencias anteriores. Desde ahí, entendió el valor de la palabra.

Con este proceso en mente, se presentó a la Universidad Nacional de Colombia para estudiar sociología. La entrevista temerosa que todo primíparo sufre, Molano la disfrutó, pues sus profesores-jueces fueron Camilo Torres Restrepo, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna. Estos tres fungieron de mentores para aclarar su pensamiento y, una vez graduado, emprendió el rumbo de la sociología a nivel de posgrado en la École Practique des Hautes Études de París.

Todo iba bien, pero Alfredo Molano se chocó de frente con la realidad colombiana y descubrió la carencia de los métodos cuantitativos para conocer las identidades y los rostros de los seres humanos que sufren la guerra y que son, en sí mismos, memorias colectivas de sus comunidades. En ese momento, los helicópteros del Ejército colombiano bombardeaban la población de El Pato, Huila, y los campesinos desplazados forzosamente marchaban hacia Neiva. Allí, Molano escuchó por primera vez la voz de Sofía Espinosa, desplazada que tuvo que cambiar su casa por el estadio como albergue. Molano afirmó: “De golpe, el milagro se produjo: encontré la voz, el tono, el color, el lenguaje, en una anciana llena de fuerza. Me topé con ella en medio del gentío a la entrada de los baños del estadio. Cuidaba a sus nietos. Me habló con una intensidad, con una certeza de su razón y con un dolor que todavía tengo presentes”.

La contundencia del relato oral puso en tensión la producción del conocimiento científico-social que se aleja de las historias de vida. Molano sintió la invitación que el relato testimonial le hizo y esto marcó el origen de lo que es hoy un archivo de las guerras en Colombia. Por eso, el autor de Los bombardeos de El Pato (1980) dejó en claro sobre Sofía Espinosa: “Su relato era tan apasionante, que los tratados de sociología y los libros de historia patria dejaron de tener el sentido que antes tenían para mí. Entendí que el camino para comprender no era estudiar a la gente, sino escucharla”.

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Molano escuchó y, más que darle voz a los que no tienen voz, como se suele decir de forma colonizadora en el periodismo y en la academia, Molano fungió de megáfono para aquellas historias que, aunque tenemos muy cerca, decidimos ignorar o silenciar desde la comodidad citadina. Su misión, en ese momento, dejó de ser académica en cuanto a títulos, pero se volvió necesaria en cuanto a la configuración de testimonios interdisciplinares. Sobre esto habrá revancha, pero, mientras tanto, recordemos la ruptura: “Redacté, tomando todavía el espíritu de Sofía Espinosa, mi tesis de grado para la École Practique de París. El profesor me respondió que le gustaba mi estilo literario, pero que tenía serias dudas sobre el carácter científico de la obra. La tesis trataba de ser una historia de la colonización del Ariari, tejida a través de dos relatos y orquestada en el análisis sociológico. Las dudas del profesor eran justas. Los relatos iban por un lado y la sociología por otro. Desde ese día decidí no volver a correr detrás de ella. Ni del grado”.

La vorágine y la Revolución cubana

Dentro de la tradición literaria colombiana, los textos de Molano dialogan con el canon. Él ensayó formalmente un relato más testimonial, contemporáneo y menos ficcional, pero que no deja de ser poético y, si hay que ubicar un diálogo desde el género novela, la obra clave es La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera. Rivera viajó contratado por el gobierno como cartógrafo y descubrió la explotación inhumana del caucho que luego ficcionalizó. Molano hizo lo propio en 1987, cuando el Fondo Cultural Cafetero lo contrató para que emulara el viaje realizado, un siglo atrás, por el fraile José de Calazans Vela. El fraile llevó su credo a las tribus que habitaban las riberas de los ríos Ariari, Guaviare, Maquiriva, Teviare, Vichada, Muco y Meta. Molano viajó a escucharlos.

Desde la ruralidad se construyeron relatos que se entrelazan. Rivera describió el horror que sufrieron los caucheros y usó al personaje histórico de Funes para ejemplificarlo. Molano, reportero, usó la crónica para narrar las memorias que perviven y que no olvidan a Funes: “Esa noche conocimos en Barranca Minas a José Antonio Rojas, ‘capitán de capitanes’ de las comunidades indígenas del Guaviare y del Vichada […] Naturalmente nos habló del coronel Funes”.

El nombre de Funes representa la crueldad del sistema de esclavitud y explotación. Él, como personaje histórico ficcionalizado por Rivera, le entrega mayor verosimilitud a la denuncia descrita en La vorágine. Su existencia, referida a Molano, reafirma las denuncias del holocausto sufrido por los indígenas a manos de la explotación, la cual se ilustra en la novela cuando, sobre Funes, se subraya que “ese bandido debe más de seiscientas muertes. Puros racionales, porque a los indios no se les lleva número […] Y no pienses que al decir ‘Funes’ he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado del alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico”.

En ese mismo viaje, Molano describe su conversación con otro personaje en la zona: “El Chivas, un hombre que conoce el Orinoco como la palma de su mano”. Molano, periodista, se fija en un detalle que representa la atmosfera de la violencia: “En la cocina tiene El Chivas un gran letrero que dice: ‘Los derechos humanos son tres: ver, oír y callar’”. Sin embargo, el personaje trasgrede su máxima de vida y le cuenta una historia al autor, la historia de Carlos Palau Ospina, quien toma relevancia por dos precisiones: participó en la Guerra de los Mil Días y conoció a José Eustasio Rivera. Carlos es “sobrino del general Pedro Nel Ospina y primo hermano de Mariano Ospina Pérez […] llegó a la región durante la Guerra de los Mil Días como jefe civil y militar del Caquetá. Cuando terminó la contienda fundó una sociedad para explotar el caucho y se estableció en El Encanto, sitio que es nombrado en La vorágine repetidamente”.

Con esta relación, los testimonios de Molano empiezan a trabajar una poética de las guerras en Colombia, entendiendo poética como la forma artística que utiliza un autor para dar cuenta del relato histórico. El relato, nunca neutral, ya viene editado por el personaje que lo estructura de manera oral y es editado, una vez más, por Molano de forma escrita. Ante esto, hay que señalar que en los textos ficcionales se habla de verosimilitud como uno de los propósitos de la obra literaria, pero en los relatos testimoniales el concepto será el de veracidad, pues un lector que se sumerge en la prosa de Molano, no piensa en ficción, sino en historias veraces de vida.

Este cambio conceptual es auspiciado en América Latina desde la extensión artística de la Revolución cubana: Casa de las Américas. En 1970, Casa de las Américas creó el Premio Testimonio y legitimó esta escritura que se construyó a contracorriente de la literatura más oficial, repleta de historias burguesas y narradores con lenguajes refinados. Contra esas formas se reveló la literatura testimonial. El texto La guerrilla tupamara (1970), escrito por María Gilio, obtuvo el primer galardón y el jurado, compuesto por referentes del género como Rodolfo Walsh y Ricardo Pozas, dictaminó que el premio debía otorgarse porque ese testimonio “documenta de fuente directa, en forma vigorosa y dramática, las luchas y los ideales del Movimiento de Liberación Tupamaros, así como algunas de las causas sociales y políticas que han originado en el Uruguay uno de los movimientos guerrilleros más justificados y heroicos de la historia contemporánea”.

Estas palabras, si bien fueron para premiar La guerrilla tupamara, definen sin equívocos el proceso creativo de Alfredo Molano. Sus textos, entonces, engrosaron las filas de la literatura testimonial latinoamericana; la cual, tuvo títulos destacados como Huilca: habla un campesino peruano (1974) de Hugo Neira, Días y noches de amor y de guerra (1978) de Eduardo Galeano y La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982) de Omar Cabezas.

Memorias de guerra

Ya con la forma testimonial adquirida, Alfredo Molano tomó las guerras en Colombia como un inmenso laboratorio literario. A través de la configuración de sus personajes, documentándose de forma directa, inició un proceso que históricamente abarca más de un siglo de violencias. Molano, escuchando historias, pudo crear personajes que conforman un archivo polifónico de la Colombia profunda del siglo XX, pero que también tienen una poética propia, pues, para hacer veraz el relato de una campesina liberal, como el caso de Ana Julia, trabajada en Los años del tropel (1985), se construye el testimonio desde una configuración arquetípica que la muestra como víctima de los conservadores, como desplazada y como memoria colectiva, con conciencia, de toda La Violencia.

Así habla Ana Julia: “Los liberales fueron ganando terreno y sacando conservadores. Claro que los liberales hacían lo mismo que los conservadores habían hecho con ellos. Los asesinaban si no se salían y hubo masacres terribles como la de El Venado, donde mataron como veinticinco personas, asesinándolas horriblemente. Eso fue un crimen terrible. Los liberales comenzaron a hacer las mismas cosas que los pájaros. Inclusive, Evelio cuenta que llegaron a tomar sangre, como El Chimbilá. Él conoció a El Cejón, el asesino de El Venado, y dizque el cliente tomaba sangre de sus víctimas para darse valor, para darse verraquera, para quitarse los nervios. ¡Ay, Luzbel, soltáme!”

El lenguaje propio de los pueblos es respetado por Molano desde el uso de la primera persona. Del mismo modo, mantiene los eufemismos tan usados en los relatos de guerra. Cuando construye el personaje del Chimbilá, señalado por cometer crímenes atroces, se usa el lenguaje como escudo. El Chimbilá esquiva la carga de sus masacres comprobadas llamándolas pecados, mientras acusa a los políticos como responsables directos: “Éramos presos políticos porque los móviles de nuestros pecados habían sido políticos; políticos fueron los hijueputas que nos lanzaron a la guerra, políticos también los clientes que nos decretaban o negaban la amnistía. Todo fue político. El país estaba envenenado de política. Los curas en los púlpitos, los gamonales en las tribunas, las imprentas, los periódicos”.

La poética de Alfredo Molano es, entonces, la dimensión estética que organiza los testimonios de nuestras guerras. Así, encontramos en sus relatos las memorias de la explotación del caucho, del estallido de La Violencia, de los procesos guerrilleros del Llano, de las Farc y del M-19, del origen de los falsos positivos como táctica de guerra estatal, de los vínculos entre el narcotráfico y el Estado y de la inconciencia ideológica del paramilitar raso que se parece mucho al soldado, policía o guerrillero raso, todos usados como carne de cañón para la guerra.

Leer a Molano nos aleja de una verdad absoluta, pues él mismo remarcó que su pretensión no era relatar La Historia de La Violencia, sino contar las distintas versiones desde los protagonistas, pues “cada personaje tiene su verdad y es víctima de ella. Está consignada en su propio interés y ello es respetable y debe ser respetado en una historia” […] “Yo escogí la violencia como una forma de participación […] Quise ensayar este enfoque. Dejar de trazar la violencia como una patología para verla desde adentro, desde el ojo y desde el corazón de sus protagonistas y de sus víctimas que por lo demás siempre son los mismos”.

El legado de Molano nos obliga a comprender este mensaje: las guerras en Colombia no pueden entenderse sin contextos históricos, políticos y económicos, sin estudios geográficos y, menos, desde el discurso absurdo de buenos y malos. Yo soy un convencido de que su obra ya tiene un sitio inmarcesible en nuestra literatura y, como prueba irrefutable, están estos dos momentos. En 2014, la Universidad Nacional de Colombia hizo justicia y le otorgó el título de Doctor Honoris Causa. Y, en este 2020, cuando se lanzó su libro póstumo Cartas a Antonia, su nieta de 14 años, Antonia, testimonió: “Él era un hombre de enseñanzas de vida. Siempre me dijo que tenía que echar la pata pa' lante. Él me enseñó la realidad del país. A entender que todo lo que se ve tiene una historia atrás y que siempre, siempre, es mejor escuchar que hablar”.

Por Farouk Caballero

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Danilo(23939)05 de octubre de 2021 - 10:44 p. m.
Hermoso escrito. Hay algo en el estilo de Alfredo Molano que lo hace único, esa sensación de cotidianidad, de naturalidad para entender cómo no somos más que un cúmulo de relatos que nos mantienen vivos, vigentes, o caducos, y esto es algo inevitable, incluso para el más poderoso. Sus libros permiten esa comprensión y tienen el valor de seguir vigentes en el tiempo, ese es su mayor legado
Emilio(23432)07 de noviembre de 2020 - 05:52 p. m.
Alfredo Molano anduvo por Colombia entera recopilando datos y testimonios que sirvieron luego para escribir sus libros
MARIO(jbw8b)06 de noviembre de 2020 - 07:11 p. m.
Alfredo Molano NO DEJÓ NINGÚN legado. Su único legado fue justificar los crímenes de la guerrilla (guerrillerada como el la llamaba), basado en falsos conceptos marxistas de lucha de clases, que el justificaba desde su cómoda poltrona de opinador como "guerrillero del chicó". Nada aparte de ensalzar la lucha armada guerrillera que ha desangrado a Colombia dejó este escribidor
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