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Múnich: campeón del mundo

Presentamos un fragmento del libro “Entrena como bestia, pelea como salvaje”, una biografía sobre el luchador Bill Martínez, conocido como el Tigre Colombiano.

John Galán Casanova
04 de noviembre de 2022 - 09:41 p. m.
Múnich: campeón del mundo
  • “Quiero ser conocido como el mejor del mundo, ¿acaso es mucho pedir?”, BJ Penn.

Por ráfagas, como adelantos de un film, los hitos de la hazaña se agolpan en la memoria del Tigre.

Las dos semanas de viaje por mar a Europa, la llegada al puerto de Barcelona, su posterior debut en París, el colega portugués que se lesionó y le cedió su cupo en la Copa Mundial de Lucha 1960, la carta desde Múnich confirmando su contratación, la sorpresa de todos al verlo disputar los primeros lugares, el cinturón de campeón mundial pesado junior.

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Al inicio de los años sesenta, el Tigre Colombiano había acreditado su clase en las principales plazas de Suramérica. Para no saturar a la afición, cambió de rumbos y se aventuró a competir en Europa. Un intento previo, cuando se disponía a viajar desde el Perú con el Gato Bengoechea y el Apolo de Sevilla, se frustró a causa de su lesión del esternón. Esta vez todo resultó bien. Zarpó desde Cartagena con Memo Díaz, uno de sus alumnos, a quien le costeó el viaje, y con su amigo y mecenas, el cronista Alberto Hincapié.

El Tigre conoció a Memo Díaz como el mensajero de la joyería Mompracem que parqueaba la bicicleta frente a la academia para ver las prácticas de lucha. Un día, Bill olvidó las llaves y Memo lo ayudó a entrar encaramándose por una tapia. En agradecimiento, Bill le propuso tomar clases a cambio de ayudar a mantener el lugar. Memo aceptó, aprendió rápido y llegó lejos en su sueño de ser luchador.

En Barcelona, Bill y Memo acudieron a la oficina del promotor Tomás Anthony Coleo, en el segundo piso del Salón Gran Price. Anthony les dijo que habían llegado en mal momento: su empresa no programaba luchas en invierno. Les aconsejó ir a Francia, donde se luchaba en coliseos cubiertos. En París, los sometieron a una prueba de suficiencia, enfrentando profesionales que de entrada los querían romper. Bill superó la prueba; Memo, no. No obstante, los autorizaron para luchar en el recién inaugurado Palais des Sports.

Allí, Bill hizo buenas migas con un portugués, el Tarzán Taborda, con quien formó pareja en varias luchas de relevos. Una noche, Taborda cayó mal y se dislocó un tobillo, viéndose obligado a cancelar su participación en el Campeonato Mundial de Lucha, a realizarse en Múnich. Entonces recomendó al Tigre como su reemplazo. A la semana siguiente, Bill recibió una carta desde Alemania con el membrete del promotor Paul Berger. Sin poder entender lo que decía, el Tigre corrió del hotel al gimnasio para que alguien se la tradujera.

La respuesta era afirmativa: Berger le pedía que se trasladara a Múnich, la capital de Baviera, a ochocientos cuarenta kilómetros de París.

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Memo Díaz se quedó en Francia. Bill viajó en tren. Su dominio del alemán era precario. Sabía decir gracias, por favor, buenas noches, buenos días. A Múnich llegó de madrugada, aterido y somnoliento. Deambuló por las calles y le emocionó ver carteles con un par de luchadores en pugna, encabezados con una palabra muy larga que supo traducir: WELTMEISTERSCHAFT 1960, Copa del Mundo 1960.

Empezando por el propio Bill, para todos fue una sorpresa que Tiger Boy, el suramericano que había llegado a suplir una vacante, entrara a disputar los primeros lugares. El de Múnich no era un torneo cualquiera, reunía experimentados luchadores, figuras como el promotor suizo Paul Berger, los alemanes Rudi Saturski, Jakob Thoma y Fritz Müller, el búlgaro Nicolai Zigulinoff, y el campeón del año anterior, el yugoslavo Michael Ujovic.

A sus treinta años, en la plenitud de la madurez, con una complexión que le permitía soportar las embestidas de estos monstruos, el Tigre consiguió imponerse. Ya que no podía ganarles en fuerza ni en tamaño, los superó con sus técnicas de vale todo y velocidad. Lo importante era resistir los primeros minutos, esquivando a sus contendores, aturdiéndolos. Cuando el esfuerzo hacía que los músculos se les agarrotaran, era hora de contraatacar.

El 31 de marzo, el Tigre punteaba en la tabla con un total de ocho victorias, siete derrotas y un empate. En las siguientes jornadas, se impuso ante el polaco Leo Marciniak y el alemán Thoma, conquistando el cupo a la gran final ante el campeón Ujovic, que dejó en el camino al alemán Saturski y al australiano Frank Cortes.

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Esa noche, en el camerino, mientras calentaba y esperaba que anunciaran la lucha estelar, Bill se sintió embargado por una clara convicción. Lo que había alcanzado hasta ese momento lo había obtenido a pulso, en franca lid. No era fortuito que le llegara esa alternativa, era el resultado de sacrificio y dedicación. Esa noche, el Tigre tenía el ojo del tigre: esa coraza de fortaleza, astucia, urgencia y determinación en alcanzar la victoria.

La lucha se disputó a cinco caídas. En la primera, Uyovic, entero, experto, atrapó al Tigre y le conectó un suplex, izándolo sobre la vertical antes de dejarse caer de espaldas y estampillarlo sobre la lona: 1-0. En la segunda caída, para deleite de la afición, que no esperaba eso de un semipesado, Bill reaccionó con una seguidilla de patadas voladoras que dejaron sin aliento al campeón: 1-1. Durante la tercera, Bill porfió en la táctica de ablandar, golpear y salir, sin entrar a forcejear con su oponente. Vio la oportunidad de aplicarle una técnica de vale todo y lo inmovilizó: 1-2. Resoplando, Ujovic salió resuelto a alcanzar la paridad. Arrinconó a Bill contra las cuerdas y le lanzó un mazazo que lo dejó viendo estrellas: 2-2.

El Tigre no tuvo tiempo de recobrarse. Tenía el ojo derecho nublado, los oídos le zumbaban. Ujovic lo levantó en vilo, y se disponía a estrellarlo contra la lona cuando Bill logró engancharlo del cuello y encajarle una elegante llave de corbata. Le estripó la barba y las orejas de coliflor, y solo aflojó la tenaza cuando el réferi intervino para darle la victoria.

A diez mil kilómetros de Bogotá, sin el respaldo de ningún compatriota en el Circus Krone, el Tigre Colombiano lloró, brincó, pataleó. No era para menos: ni en sus cálculos más optimistas imaginó que con un trimestre en Europa alcanzaría un título mundial. El cinturón que recibió, avalado por la Organización de Lucha Suiza y la International Wrestling Union USA, reluce con la siguiente inscripción: WORLD CHAMPION - WRESTLING PROFESSIONAL - HEAVYWEIGHT JR.

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Lo que Bill vio tras el manotazo de Ujovic no fue precisamente estrellas. Fue más bien un rayo, el destello de su retina rasgada.

En ese momento no pudo evaluar qué le había ocurrido, se concentró en evitar que su rival lo destrozara y de paso le arrebatara la conquista del título. Después, durante la clausura del torneo, sintió que tenía algo en el ojo, una molestia que fue en aumento. En la clínica oftalmológica Carl Theodor Herzog le diagnosticaron un desprendimiento de retina. El reporte, firmado por el doctor Carl Zenker, certifica que sufrió un golpe en la parte superior del ojo derecho el día 5 de abril de 1960, y advierte en el último párrafo:

A través de una intervención quirúrgica se podría prevenir una ceguera permanente. Con varios meses de reposo, la cirugía evitará daños mayores e irreversibles, teniendo en cuenta que como luchador el señor Martínez está expuesto a presentar de nuevo una lesión que podría ocasionarle la pérdida total del ojo.

Después de la operación, el Tigre estuvo una semana hospitalizado. Zenker le aconsejó dejar de luchar: cualquier estrangulamiento o presión excesiva rompería las costuras de la retina. Bill no podía creerlo. ¿Cómo aceptar que después de semejante triunfo tuviera como opciones la ceguera parcial o el retiro? ¿Qué iba a ser de su vida? No podía regresar así a Colombia. Se reunió con Memo Díaz en París y permaneció en cama con un parche en el ojo, como un pirata encallado.

En eventos sociales de esa época, Bill luce gafas de marco grueso con unos lentes de aumento opacos igual de gruesos. Una caricatura que le hizo el luchador Boby Olson lo muestra con calzones y botas atigradas, de bastón y con unos lentes de culo de botella, preguntando: «¿Dónde está el ring?». Un luchador cercano me confió que a raíz de esa lesión Bill veía únicamente por el ojo izquierdo.

Los rumores sobre su presunta ceguera hicieron que a su regreso a Bogotá un aficionado se acercara a preguntarle si era cierto que él tenía un ojo de vidrio. Bill le respondió que sí. El fan no entendía cómo podía luchar en esas condiciones. Quitándose las gafas, abriendo los párpados con los dedos, el Tigre le enseñó los ojos desorbitados y remató:

―Lo increíble, como puede ver, es que no tengo uno, ¡sino ambos ojos de vidrio!

John Galán Casanova

Por John Galán Casanova

Poeta y ensayista bogotano. Premio nacional de poesía joven Colcultura, 1993. Premio internacional de poesía "Villa de Cox", 2009.

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