
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Cuando escuchamos la palabra nostalgia, muchas veces llegan a nuestra mente los recuerdos en tonos cobrizos de tiempos más felices. De sonrisas que recordamos más brillantes de lo que realmente fueron y de impresiones apasteladas de un pasado que no recordamos perfectamente. Son memorias borrosas, como videos caseros desenfocados que nos muestran familiares fuera de cuadro y sentimientos sin contexto.
Entonces, una memoria llena de baches se convierte en un áncora que arrastramos porque nos recuerda de dónde venimos. Desconociendo la relación entre los recuerdos que traemos a cuesta con nuestro presente, confundimos y mezclamos todo, embriagándonos con lo que extrañamos e ignorando lo que estamos viviendo.
En su poema Nostalgia del presente, Jorge Luis Borges habla de ‘el ahora’ como algo que le produce nostalgia. Porque ese momento, sin siquiera haber terminado, ya le genera una tristeza propia de quien extraña un pasado lejano. Como si se desvaneciera a medida que sucede. Qué es entonces ese término tan manoseado últimamente sino el grito ahogado de un tiempo que se niega a morir. Qué somos nosotros sino caprichosos que voluntariamente creamos recuerdos para extrañar en un futuro al que no sabemos si llegaremos.
Hace un par de siglos, los elogios al pasado y las constantes retrospectivas le valían a un soldado suizo un tiquete a casa, a un alemán ser enterrado vivo y a un estadounidense deshonra y vergüenza. Hoy, ese mal de corazón es la materia prima de una gran cantidad de producciones culturales en el mundo. No sabemos por qué extrañamos tanto, pero sobre todo no entendemos porque extrañamos algo que ni siquiera vivimos.
Aunque en 1688 al médico suizo Johannes Hofer le habría resultado aterrador el concepto de una ‘era de la nostalgia’, puesto que supondría una pandemia, actualmente nos encontramos en una. No son uno, ni dos, ni tres los ejemplos ajados por los medios que nos podrían situar en una posible pandemia. Desde los vinilos, casetes, colecciones de ropa, músicos, hasta las adaptaciones —todas ellas—, cafés, reediciones, consolas de videojuegos y demás productos que ya enterraron a sus inventores y buscan coquetear con sus nietos y bisnietos, inundan el mercado de recuerdos prestados e identidades subastadas.
Resulta difícil, entonces, hablar de la nostalgia sin caer en ejemplos como Stranger things, It, Call me by your name y todas las otras producciones que se quieren hacer acreedoras de la nostalgia más pura. Pero lo realmente curioso no es extrañar, sino extrañar lo que no hemos vivido. Porque muchos noventeros, de esos que no crecieron persiguiendo barcos de papel, andando en cicla con una videocasetera entre el pantalón, siguen ondeando con el pecho inflado, las banderas que sus primos mayores y muchas veces hasta padres batieron en su juventud.
Y es que la nostalgia siempre ha sido un negocio. Principalmente desde que el poeta prerrenacentista Jorge Manrique dijera, en 1476, en el libro Coplas por la muerte de su padre, “cualquiera tiempo pasado, fue mejor” o como lo decimos hoy en día; todo tiempo pasado fue mejor. Esta frase acuña el ingrediente de cualquier guion, colección de ropa o historia que quiera prosperar en ventas actualmente.
Con un mundo que avanza a un ritmo hípico, un parásito surgió de los años que mueren prematuramente y en los que todo lo que sucede resulta ser insuficiente para llegar a significar algo. Un manojo de sucesos que estuvieron de moda por uno o dos días descansa inmóvil a los pies de ese monstruo llamado nostalgia, esperando, como siempre, a que pasen diez o quince años para volver. Porque el tiempo no descarta nada, simplemente elige cuidadosamente cuando revivirlo.
No sucede solo con las películas o el entretenimiento en general, también resurgen movimientos políticos. Como hace poco el resurgimiento de la extrema derecha en varios países europeos o en Colombia de algunos partidos políticos tradicionales. Nada muere. Todo se mantiene hibernando hasta que aquellos que desconocen su historia… y ya saben cómo va la frase.
Todo esto obedece a una nostalgia prestada. A desconocer cuáles son los alcances reales de una guerra, de la quema de libros o las políticas prohibicionistas. La nostalgia prestada nos hace añorar cosas que desconocemos; amenazas nucleares, ataques racistas o un verano en algún pueblo de Italia descubriendo el amor y la sexualidad.
A pesar de que vivimos conectados al celular extrañamos algo que desconocemos; la ausencia del mismo. Y no una ausencia producida por un robo, pérdida de cargador o un plan de datos agotado, queremos probar la dulce miel de los tiempos sin Wi-fi, sin Facebook, sin tanto odio destilado por redes sociales. Queremos probar la vida simple, lenta y más sencilla que nos muestra lo que consumimos, los viajes en barco, los misterios del mar, los trenes a vapor y las máquinas de escribir. Añoramos tanto ese tiempo que nos dedicamos a reproducirlo en la era actual.
Nuestra mente se convierte entonces en un proyector de películas ochenteras, nuestra piel se cubre de diseños tradicionales, le empezamos a robar el significado a todo y lo adaptamos a nuestras propias necesidades. Adoptamos pensamientos que creemos innovadores, siempre mirando hacia atrás. Ya no creamos recuerdos, sino vivimos reproduciendo los que ya tenemos o los que el mundo nos dice que ya tuvo.
No está mal desear el agridulce sabor del pasado, sus matices ácidos y sobre todo la satisfacción de sentir un sorbo de historia en nuestra boca. No está mal odiar el tiempo en el que nos tocó vivir y aferrarnos a un pasado al que cada vez nos es más fácil acceder. Desde que en alguna sala de cine podamos extrañar algo que no vivimos, en alguna tienda esté alguna cámara que no tuvimos y algún posteo en Facebook nos hable de un pasado que no recordamos, entonces estaremos bien. Alcoholizados en memorias ajenas. Enamorados de tiempos que se niegan a morir.