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El Maravilloso Mago de Oz (Por capítulos)

Presentamos la primera parte de El Maravilloso Mago de Oz (Panamericana Editorial), una obra llena de fantasía y humor, que da cuenta de las aventuras de personajes como Dorothy, del Espantapájaros, del Leñador de Hojalata y del León Cobarde quienes en cada nueva lectura nos llevarán a preguntarnos también por la naturaleza de nuestros deseos.

L. Frank Baum y Traducción: Carolina Abello Onofre
29 de enero de 2023 - 05:15 p. m.
Portada de "El Maravilloso Mago de Oz"(Panamericana Editorial).
Portada de "El Maravilloso Mago de Oz"(Panamericana Editorial).
Foto: Panamericana Editorial

Introducción

El folclore, las leyendas, los mitos y los cuentos de hadas han sido los eternos compañeros de la infancia, pues todos los niños que han cultivado una mente sana sienten un amor puro e instintivo hacia las historias fantásticas, maravillosas y cuya irrealidad aflora de manera explícita. Las hadas aladas de los hermanos Grimm y de Andersen han aportado más felicidad a los corazones infantiles que cualquier otra creación humana.

No obstante, el antiguo cuento de hadas, que durante generaciones ha prestado sus servicios, de ahora en adelante lo podremos clasificar como “histórico” en la biblioteca infantil porque ha llegado la hora de dar paso a una serie más actualizada de “cuentos maravillosos”. De esta nueva serie se han eliminado los estereotipados genios, enanos y hadas, así como también todos los horribles incidentes que hielan la sangre, ideados por sus autores a fin de subrayar una temible moraleja en cada historia. La educación moderna incluye moralidad; por lo tanto, el niño moderno solo busca entretenimiento en los cuentos maravillosos y gustoso prescinde de cualquier incidente desagradable.

Con la anterior idea en mente, la historia de El Maravilloso Mago de Oz fue escrita únicamente con el propósito de complacer a los niños de hoy. Aspira a ser un cuento de hadas modernizado, en el que se conservan el asombro y la alegría y se excluyen las penas y las pesadillas.

L. Frank Baum

Chicago, abril de 1900

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Capítulo I

El ciclón

Dorothy habitaba en medio de las inmensas praderas de Kansas, con el tío Henry, que era granjero, y la tía Em, su esposa. Vivían en una casa pequeña, ya que para construirla, habían tenido que transportar la madera en carreta durante muchos kilómetros. Había cuatro paredes, un piso y un techo, los cuales conformaban una habitación; y esta habitación contenía una estufa oxidada, una alacena para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande en un rincón, y Dorothy, una cama pequeña en otro. No había altillo alguno, ni tampoco sótano; a excepción de un pequeño agujero cavado en el suelo, llamado refugio contra ciclones, donde la familia podía ir en caso de que se desatara uno de esos intensos torbellinos con la suficiente potencia como para arrasar con cualquier construcción a su paso. Se llegaba allí a través de una trampilla en la mitad del piso desde la cual una escalera conducía al pequeño y oscuro agujero.

Cuando Dorothy se quedaba de pie en el umbral y miraba a su alrededor lo único que podía ver era la inmensa pradera gris de un lado a otro. Ni un árbol ni una casa interrumpían la vasta llanura que llegaba hasta el borde del cielo por todas partes.

El sol había endurecido la tierra labrada tornándola en una masa gris atravesada por pequeñas grietas. Incluso la hierba no era verde, pues el sol había quemado las puntas de las largas briznas hasta que terminaron adquiriendo el mismo color gris que se veía por doquier[2]. Alguna vez pintaron la casa, pero el sol hizo que se formaran ampollas en la pintura y las lluvias la removieron, y ahora la casa estaba tan apagada y gris como todo lo demás.

Cuando la tía Em llegó a vivir allí era una esposa joven y bonita. El sol y el viento también le habían hecho mella. Le habían robado el brillo de sus ojos y los habían dejado de un gris austero; le habían robado el rojo de sus mejillas y labios, y ahora también se habían vuelto grises. Estaba delgada y demacrada, y ya nunca sonreía. Cuando Dorothy, que era huérfana, llegó a su vida por primera vez, la tía Em se sobresaltaba tanto ante la risa de la niña que daba gritos y se apretaba el pecho con la mano cada vez que la alegre voz de Dorothy llegaba a sus oídos; y todavía seguía mirando a la niña con asombro al saberla capaz de encontrar algo de qué reírse.

El tío Henry nunca se reía. Trabajaba duro desde el amanecer hasta el anochecer y no sabía qué era la alegría. También era gris desde su larga barba hasta sus botas arrugadas; tenía una apariencia severa y solemne, y casi nunca hablaba.

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Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la había salvado de volverse tan gris como todo lo que la rodeaba. Toto no era gris; era un perrito negro, con el pelo largo y sedoso y unos ojitos negros que titilaban alegres a cada lado de su minúscula y divertida nariz. Toto jugaba todo el día, y Dorothy jugaba con él y lo amaba con todo su corazón.

Hoy, sin embargo, no estaban jugando. El tío Henry se sentó en el umbral de la puerta y miró con ansiedad al cielo, que estaba aún más gris que de costumbre. Dorothy se paró en la entrada con Toto en sus brazos y también miró al cielo. La tía Em estaba lavando los platos.

Desde el extremo norte oyeron un leve lamento del viento, y el tío Henry y Dorothy pudieron ver cómo el largo pastizal se ladeaba formando ondulaciones antes de la tormenta que se avecinaba. En ese momento un agudo silbido atravesó el aire desde el sur, y cuando volvieron la vista hacia allí, notaron que también se estaban formando ondas en el pastizal procedentes de aquella dirección.

De repente, el tío Henry se levantó.

—Se aproxima un ciclón, Em —le dijo a su esposa—. Iré a cuidar el ganado.

Enseguida salió corriendo hacia los cobertizos donde estaban las vacas y los caballos.

La tía Em dejó a un lado su trabajo y fue hasta la puerta. Una mirada le bastó para darse cuenta del inminente peligro.

—¡Apúrate, Dorothy! —gritó—. ¡Corre al sótano!

Toto saltó de los brazos de Dorothy y se escondió debajo de la cama, y la niña se fue a buscarlo. La tía Em, invadida por un intenso miedo, abrió la trampilla en el suelo y descendió la escalera que conducía hacia el pequeño y oscuro agujero.

Dorothy atrapó a Toto por fin y comenzó a seguir a su tía. Cuando ya iba en la mitad de la habitación, se escuchó un poderoso chillido del viento, y la casa tembló tan duro que la niña perdió el equilibrio y de repente quedó sentada en el suelo.

Entonces, sucedió una cosa muy extraña.

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La casa dio dos o tres giros y se elevó muy despacio por el aire. Dorothy sintió como si estuviera viajando en globo.

Los vientos del norte y del sur se dieron cita donde se alzaba la casa y convirtieron aquel punto en el vórtice del ciclón. Por lo general, en el centro de un ciclón, el aire está quieto, pero la intensa presión que ejercía el viento a cada lado de la casa la fue elevando cada vez más y más alto, hasta llevarla a la cima del ciclón; allí permaneció y se elevó kilómetros y kilómetros por encima de la tierra con la misma facilidad con la que se podría dejar llevar una pluma.

Estaba muy oscuro y el viento aullaba de una manera pavorosa a su alrededor, pero a Dorothy le pareció que el recorrido se hacía bastante llevadero. Después de superar los primeros giros, y la vez en la que la casa dio un complicado vuelco, la niña sintió como si la estuvieran meciendo con ternura, como un bebé en una cuna.

A Toto no le gustó. Corría por la habitación de aquí para allá, causando gran estruendo con sus ladridos; pero Dorothy se sentó quieta en el suelo y esperó a ver qué iba a pasar.

Hubo un momento en que Toto se acercó demasiado a la trampilla, que estaba abierta, y se cayó. Al principio, la chiquilla creyó que lo había perdido. Pero pronto vio que una de sus orejas alcanzaba a sobresalir por el agujero, porque la fuerte presión del aire lo mantenía elevado, lo cual evitaba que se cayera. Así que se arrastró hasta el agujero, agarró a Toto por la oreja y lo remolcó de nuevo a la habitación; luego cerró la trampilla para que no volvieran a ocurrir más accidentes.

Hora tras hora el tiempo transcurrió y poco a poco Dorothy conquistó su miedo, pero se sentía muy sola, y el viento chillaba tan fuerte a su alrededor que casi la ensordecía. Al principio, se había preguntado si la casa se estallaría en pedazos cuando aterrizara, pero como a medida que pasaban las horas nada terrible sucedía, dejó de preocuparse y resolvió esperar con calma y ver qué traería el futuro. Por fin, se arrastró tambaleante por el piso hasta su cama y se acostó, y Toto la siguió y se tendió a su lado. A pesar de que la casa no paraba de mecerse y el viento no paraba de aullar, Dorothy pronto cerró los ojos y cayó en un profundo sueño.

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Por L. Frank Baum

Por Traducción: Carolina Abello Onofre

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