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Quizás en un tiempo hablemos de este libro de Leila Guerriero como un punto de giro, como uno de esos chinches que fijamos en el tablero para indicar antes y después. Porque La llamada es un acontecimiento del periodismo narrativo en castellano que nos obliga —además del espasmo de horror que nos produce, del tic tac de reflexiones, de la búsqueda en Google y en YouTube para ver más y saber más del tema—, que nos lleva sin duda a pensar en la necesidad del periodismo y la literatura de no ficción en tiempos tan fragmentados a fuerza de bodegas, titulares engañosos, dictaduras del clic, noticias falsas y otras plagas padecidas.
Es la historia de Silvia Labayru, sobreviviente de la dictadura argentina. Guerriero la escribe con precisión y fuerza en un camino narrativo que pone en tensión asuntos tan canónicos como el concepto de víctima, la Historia (con esa H) en países que fueron (son) azotados por conflictos y dictaduras, la memoria (¿cómo nos recordamos?, ¿cómo nos contamos?) y el papel de la periodista que narra y termina metida en la historia, contradiciendo los viejos libros de cátedra que hablaban de objetividad, distancia y otros imposibles.
La llamada cuenta cómo Labayru ingresó, a mediados de los años 70, a la guerrilla montonera y cómo padeció luego el secuestro, la tortura y el abuso sexual de manera sistemática. Se sabe que cada individuo, cada víctima de la barbarie —de una dictadura o, en Colombia, de una política de Estado como los falsos positivos— es una historia profunda y un universo complejo e infinito. El problema está en que un narrador sea capaz de meterse en ese camino incierto y tortuoso (tantas dudas que asaltan a Guerriero, que quedan consignadas en el libro) y que logre desde la escritura de no ficción relatar la violencia, en una reconstrucción con alcance estético en la que importen los vivos y no el regodeo en el dolor o la descripción simple de la carnicería.
La historia de Labayru es tan compleja que, para más dolor, paradoja y sinsentido, su caso recayó en uno de tantos caminos inesperados del duelo colectivo que consistió en que, además de todo lo padecido, sufrió señalamientos porque alguien decidió marcar a algunos sobrevivientes con un letrero infame que dudaba y decía “por algo será”. Vivió para contarla —el epígrafe que ya es lugar común—, pero solo porque, en un extraño azar del destino que incluyó una llamada telefónica, pudo salir de la lista de asesinados y quedar en la de sobrevivientes.
Las cifras gruesas de la represión de la dictadura militar que se tomó el poder en Argentina son de espanto: unos cinco mil muertos y desaparecidos —picana, dolor y luego los vuelos de la muerte para arrojar los cuerpos al río de La Plata— y apenas unos cientos de sobrevivientes. La comparación con los campos de concentración de la Alemania nazi no es una exageración.
El libro enfrenta, entonces, la densidad de esa historia, la pertinencia de un tema del que se ha escrito tanto, pero logra marcar una diferencia gracias a la mirada, a la periodista narradora que asume decisiones trascendentales: desde la elección del tema y el personaje hasta la construcción por momentos heterodiegética, por momentos en primera persona atormentada y retada. Guerriero conoce las herramientas del periodismo narrativo y por eso lo logra. Su honestidad brutal la lleva al punto de cuestionar, dudar, temer y seguir adelante con el relato.
Pero, además de la historia, también está —y ahí la premonición de que el libro será un referente— el asunto del género. Es periodismo, es no ficción. Esa búsqueda con carácter capital de la reportera es la definición de un método, de una manera de contar. Solo así se comprende el potente subtítulo del libro: el hecho de que sea un retrato (título oficial: La llamada: un retrato. Anagrama, 2024) le dice al lector que está ante una propuesta que busca agotar un modo, quizás aquello que suele llamarse perfil, pero también la entrevista y sus distintas técnicas, la investigación periodística y, claro, la manera que ya los mayores de oficio impusieron: la crónica.
La cuestión, la nuez del asunto —diría un veterano reportero en una redacción— está en el cómo se narra. El periodismo, decíamos, tan en crisis en tiempos de redes y tuiteros manipulados a cambio de una paga, conserva al menos dos estados diáfanos: el qué, una zona en la que se mueven los hechos del día, la noticia urgente, la información como un servicio; y el cómo, en donde, por el contrario, deberían ocurrir las reflexiones, los asuntos profundos, las narraciones memorables y los hallazgos que nos remueven de la silla.
La llamada es entonces una reivindicación de un periodismo que no morirá porque su función (llamémosla su naturaleza o su razón de ser) es única. Es el periodismo de la memoria fundamental. Lo sabemos en castellano desde aquellos referentes que —para ponerlo en términos del editor maestro— “torcieron el cuello del cisne” en momentos específicos y que se enumeran en cualquier cátedra de (buen) periodismo: Relato de un náufrago (1955), de Gabriel García Márquez; Operación masacre (1957), de Rodolfo Walsh; Lugar común la muerte (1979), de Tomás Eloy Martínez, o El hambre (2014), de Martín Caparrós.
Guerriero ya está en esa secuencia y es una voz que nos recuerda que además de contarnos podemos proponer con las estructuras, amarrar con los indicios y las anticipaciones, anclar con el presente narrativo, apostarle al juego de los tiempos y a la polifonía de voces, y reconstruirnos en el dolor pero de forma memorable.
* Periodista y editor.