Al poeta Rafael Cadenas (Barquisimeto, Venezuela, 1930) acaban de darle el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, que otorga la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Con ello ingresa a una nómina en la que descuellan Juan José Arreola, Eliseo Diego, Nélida Piñón, Nicanor Parra, Juan Marsé, Carlos Monsiváis, Tomás Segovia, Julio Ramón Ribeyro, Cintio Vitier, Rubem Fonseca…
Hace casi cuarenta años, en declaraciones al suplemento literario de El Nacional de Caracas, Cadenas dijo que uno de los beneficios que esperaba de la poesía era “poder caminar todavía con cierto decoro por esta ciudad irremediable”. En esta ciudad, cada día más peligrosa, yo me lo he topado a menudo en lugares frecuentados solamente por gente de a pie.
No hay venezolano culto que no aprecie su integridad, su sencillez, su disposición al diálogo y a la escucha del otro, ni conozca de memoria el célebre “introito” del primer poema de Los cuadernos del destierro (1960), su libro inaugural, concebido en los años cincuenta, durante un exilio político en Trinidad:
“Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes y aptos para enloquecer de amor. Pero mi raza era de distinto linaje […] De ella me viene el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde el rostro de un rey como en exilio se fastidia”.
Cadenas evita el verbo lujoso y la ampulosidad; con los años ese recelo del lenguaje se ha convertido en el sello de agua de toda su poesía.
Considérense, al respecto, estos versos suyos:
“Los que hacen las reglas
no quieren que hablemos nosotros sino las palabras.
Desean
hacernos desaparecer de la página;
pero no nos resignamos.
Somos viejos actores”.
“Hay una palabra —escribe de Cadenas la poetisa y ensayista española, de origen venezolano, Ana Nuño— que el poeta acaricia. Con su suave habla barquisimetana y que regresa a menudo en sus escritos y conversaciones: la palabra ‘menesteroso’. Hermoso vocablo que el uso ha emborronado con resonancias peyorativas. En la boca y la pluma de Cadenas, si no lo he leído u oído mal, es el epíteto que acompaña a la poesía. La poesía es menesterosa porque desdeña al poder”. ( www.kalathos.com/oct2000/letras/cadenas/cadenas.html).
El poeta ha dedicado muchos de sus brevísimos ensayos a denunciar la tiranía del lenguaje como asfixiante emanación del poder. Siempre prevenido de los embelecos del lenguaje, ya en 1969 definía su oficio como el trato con “una energía muy elemental, muy pura, muy libre, que no puede adaptarse a nada y que al buscar voz produce ese fracaso que es la poesía”.
En 1959, a la caída del dictador Marco Pérez Jiménez, y de regreso ya del exilio a que lo llevó su actitud insumisa ante la tiranía militar, Cadenas fue cofundador del grupo “Tabla Redonda” —que junto con otro grupo, “Sardio”, compartía las propensiones estéticas de aquel tiempo. Muestra de ello fue, precisamente, la aparición de Los cuadernos del destierro (1960), al que pertenece el poema sobre la estirpe de grandes comedores de serpientes al que aludo más arriba. Un poco más tarde, en 1963, apareció Derrota, un poema que el tiempo ha convertido en talismán. Surgió, solitario, de entre las páginas de un izquierdista tabloide de trinchera, Clarín, y su serena magia se leía como una herejía. ¿Por qué digo esto?
Porque entre tanto texto maximalista y tanta requisitoria contra el capitalismo y tanta voluntarista exaltación de los que luchaban con armas en la mano, el poema de Cadenas señalaba en otra dirección y lo hacía con una voz desde entonces inconfundible por lo personal, por lo franca y por lo empática; tan mansamente insumisa ante los dogmas de la insurgencia como antes lo fue contra la asfixia de la dictadura: “…yo que un día pregunté en qué podía ayudar y la respuesta fue una risotada… que me dejo llevar por los otros, que todo el día tapo mi rebelión, que no me he ido a las guerrillas… que ansío la inmovilidad perfecta y la prisa impecable, que he percibido por relámpagos mi falsedad y no he podido derribarme, barrer todo y crear mi indolencia, mi flotación, mi extravío en una frescura nueva… me levantaré del sueño más ridículo todavía para seguir burlándome de los otros y de mí hasta el día del juicio final”.
Este premio, y el general fervor de sus compatriotas, hace justicia a la “alegría sobria” y la “actitud inmediata” que este gran poeta de la lengua encarna para todos nosotros.
Ganadores del premio FIL de literatura
Nicanor Parra (1991), Juan José Arreola (1992), Eliseo Diego (1993), Julio Ramón Ribeyro (1994), Nélida Piñón (1995), Augusto Monterroso (1996), Juan Marsé (1997), Olga Orozco (1998), Sergio Pitol (1999), Juan Gelman (2000), Juan García Ponce (2001), Cintio Vitier (2002), Rubem Fonseca (2003), Juan Goytisolo (2004), Tomás Segovia (2005), Carlos Monsiváis (2006), Fernando del Paso (2007), António Lobo Antunes (2008). Reciben 150 mil dólares.