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El misticismo del dinero (o ideas sobre la importancia de limitar la riqueza)

La riqueza extrema es incompatible con los conceptos fundacionales del sistema liberal que la permitió. Hay un absurdo profundo en la tenencia excesiva, así como en la escasez igualmente descomunal que la acompaña.

Roberto Palacio*, especial para El Espectador
26 de abril de 2025 - 06:00 p. m.
Imagen de referencia con anuncios de un paro nacional convocado en la ciudad de Buenos Aires (Argentina), contra las medidas del gobierno de Milei. EFE/ Juan Ignacio Roncoroni
Imagen de referencia con anuncios de un paro nacional convocado en la ciudad de Buenos Aires (Argentina), contra las medidas del gobierno de Milei. EFE/ Juan Ignacio Roncoroni
Foto: EFE - Juan Ignacio Roncoroni
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La versión 39 de la lista anual que hace la revista Forbes, aparecida hace pocos días, registra la asombrosa cantidad de 3.028 billonarios en el mundo, una cifra sin precedentes. No sólo asombra la cantidad, sino la velocidad con la que se gestan: Oxfam cuenta que, en el 2024, cada semana surgían cuatro milmillonarios —otro nombre para billonario, hay que recordar que los americanos tienen la extraña costumbre de llamar “billón” a los mil millones—, uno cada 48 horas. El “top” de la lista sigue siendo Elon Musk, quien casi dobla la fortuna del segundo, Mark Zukerberg.

Déjenme dar una dimensión de su fortuna dado que en los números acá referidos un cero más o uno menos parece trivial. Si trabajásemos desde los 20 años hasta los 65, un promedio de 50 horas a la semana, nos tendrían que pagar US$ 2′683.760 con 68 centavos la hora para llegar a una feliz jubilación con la fortuna de Musk, una de 342.000 millones de dólares. Los US$ 61.538 con 42 centavos que le hemos pagado a Sarmiento Angulo para llegar a donde está son una ganga al lado de lo que le ha costado al mundo Elon Musk. Contaban que Pablo Escobar, quien presuntamente llegó a ser el hombre más rico del mundo en su momento, al serle entregada una lista de las “fortunas” de aquellos a quienes pensaba secuestrar, se quejó de lo pobres que eran los ricos de Medellín.

En este escrito, quiero dar una idea de por qué considero que todo el asunto es escandaloso. Evitaré, para no ser tachado de un profesor de filosofía al que lo carcome la envidia, y para que nadie apele a que se trata sólo de mis valores, razones que rozan tópicos tan debatibles como la ética.

La riqueza extrema es incompatible —comienzo por ahí— con los conceptos fundacionales del sistema liberal que la permitió. Hay una vieja idea que se remonta hasta el filósofo John Locke, uno de los padres del liberalismo en el siglo XVII, que afirma que la riqueza ha de concebirse como el resultado de la creación de valor en donde antes no lo había. Una parcela de tierra silvestre no vale los matorrales malváceos que crecen en ella. Una cultivada es una fuente de valor que previamente no había en el mundo. El trabajo crea valor, un concepto nuclear a la visión de mundo liberal. Las reformas agrarias de la época de Lleras en Colombia tienen una clara relación con esta idea: la tierra es de quien la trabaja. El valor lo podemos crear indiscriminadamente, de donde hablar de la limitación de la riqueza es tanto como hablar de la muerte del progreso y el bienestar colectivo.

Fue Marx quien nos recordó que a ese valor creado subyace un valor más básico y primario, al cual todo otro valor debe referirse: la utilidad, su valía como cosa. Valor de uso lo llamaría. En pocas palabras, no nos podemos desligar totalmente del mundo de las cosas a la hora de hablar de riqueza. Imagine una sociedad que sólo origina “productos bancarios”. Algo tan trivial como el almuerzo de quienes oprimen las teclas del sistema estaría faltando. Y si bien es trivial el almuerzo, vaya si es difícil trabajar sin él. El trabajo crea “valor”, pero lo creará en un mundo de recursos definidos, no infinitos. Los datos del Podcast Radiolab (escuchar abajo: episodio “Malthusian Swerve”, 28 de marzo, 2025) son aterradores: si molemos todas las piedras de la corteza de la Tierra para hacer edificios, sólo lo podremos hacer durante 500 años más, mucho menos del que nos separa de la Antigua Roma; el litio que nos queda no nos dará para hacer baterías por otros 100 años y nuestro amado petróleo se agotará para el 2052.

En un mundo sin rocas, sin litio, sin gasolina, al menos bajo las actuales condiciones de producción, no es mucha la riqueza que se puede generar. Me imagino que me saltarán los economistas alegando una economía de servicios. Un filósofo, se dirá, poca autoridad tiene en el tema. Pero quien lea estas líneas con cuidado verá que los creadores del sistema de la riqueza que hemos referenciado acá son filósofos.

Siempre es posible alegar que los multimillonarios, como un gran árbol, alimentan a muchos: dan trabajo, crean “sombra” por así decirlo. En el siglo XIX se decía que merecían su fortuna porque, a diferencia de los demás, que desperdigamos nuestras migajas en el pub, los millonarios “heroicamente” se abstenían del gasto, pudiendo invertir en producción. Pero cuando un gran árbol cae en el bosque, poco nos percatamos de que el espacio es ocupado por los esquejes que antes luchaban por el sol. Ya lo decía el también filósofo Marx en referencia al heroísmo de los industriales del entonces barrio obrero Manchester: la economía es la más ideologizada de todas las ciencias, la metafísica de la clase alta. Hay que recordar que, para muchos economistas colombianos, lista encabezada por exministros de Hacienda, el rico extremo sigue siendo un héroe, es un logro del sistema, una muestra de su potencial y su salud.

Es una paradoja que nuestros billonarios no sean liberales (Locke lo era), sino de derecha. Lo son en este sentido: reclaman mucho espacio para sí mismos y para sus organizaciones, más que el que están dispuestas a otorgarle las demografías de Robert Malthus, economista del siglo XVIII-XIX y padre filosófico del utilitarismo de Bentham y Mill, quien se sentó a pensar seriamente quién sobrevivía en un ambiente con recursos limitados. Si hacemos una analogía con su principal estudio, el Ensayo sobre el principio de la población (1798), en el que afirmaba que los conglomerados de organismos vivientes tienden a crecer en progresión geométrica, mientras que los alimentos (incluyamos otros insumos necesarios para la vida) solo aumentan en progresión aritmética, veremos que una población se encuentra siempre limitada por los medios que procuran su subsistencia. Malthus sentó las bases de la idea de que los recursos son formas de valor primario, y que no son ilimitados sino circunscritos a un sistema determinado.

Por lo que abogan los billonarios de derecha es algo como lo que los nazis llamaban Lebensraum, la idea de “espacio vital” sin límites que merece el pueblo (el del führer en el ejemplo dado). Todo dependía de un sueño de expansión sin fin por medio de la guerra. Se trataba de asegurar un derecho para todo el que fuera puramente ario.

Hoy los millonarios lo reclaman para sí, y todo un ejército de colaboradores útiles los auxilian en la tarea, creyendo que la expansión de una persona es la expansión de toda la sociedad. Pero la pregunta de si la riqueza de unos pocos beneficia a todo el grupo es una de las más importantes que nos debemos hacer hoy en aras de las enormes desconexiones entre grupos y clases sociales. La vida no vale nada si yo no puedo matar un animal en peligro de extinción, o quemar un bosque entero para verlo arder. Un mundo que no ofrece esa posibilidad de expansión es un mundo en declive y debe ser recuperado o Made Great Again.

No he hablado de ética, aunque sí de política. Una de las banderas de la derecha contemporánea es la narrativa de la decadencia. Es por eso que la derecha ya no es conservadora (de la misma manera que la izquierda ya no es liberal); su proyecto no es conservar cosa alguna, sino desbaratar pactos sociales hechos para autolimitarnos: acuerdos de paz, abstenciones industriales para no contaminar el agua, etc..

La vida no vale nada si yo me tengo que contener. Cazar, defecar en el agua que tomamos, tomar cualquier mujer que yo quiero son al fin y al cabo “derechos naturales”. Considérese cómo el “negocio” de Epstein consistía en poner al alcance de los millonarios la chica que quisieran; claro que la segunda parte del negocio era la extorsión con las imágenes. Si un príncipe medieval hacía algo semejante, y estamos a cientos de años de sus limitaciones, ¿por qué no yo? La tecnología ofrece posibilidades “ilimitadas”. Eventualmente, nos dará motivos para no tener contenciones con este mundo, si es que esos escrúpulos de vez en cuando nos asaltan. ¿Puede ser más clara esta colusión que en el caso de Musk?

Los riesgos de la riqueza extrema están asociados a esta forma de vida llevada desde aquello a lo cual creo que tengo derecho. Como bien lo comprendió Max Weber hace 100 años, la ideología de la clase dominante termina convirtiéndose en la ideología de toda la sociedad. Vivir a sus anchas es algo que otras clases sociales han asumido como una expansión, como su forma de ocupar “justificadamente” el mundo. Así, el turismo invasivo es algo que ni siquiera nos cuestionamos. De hecho, creemos que “participamos” con las comunidades locales porque nos hicimos amigos del mesero, compramos la mochila esa a un sobreprecio escandaloso y no arrojamos las latas de cerveza en el mar.

La “riqueza” contemporánea a la que aspiramos gira en torno a estas imágenes de plenitud —la foto de espaldas de cara a Machu Picchu, o a la Torre Eiffel, con los brazos expandidos y los dedos haciendo la V de Nixon, las que yo llamo las fotos de redención—. Tienen como verdadero telón de fondo la idea de una abundancia personal que es más deseada y autoimpuesta que real. Las mayores imprudencias las protagonizan, aparte de los billonarios, los anónimos buscadores de emociones, los adictos a la adrenalina. Es la versión de la clase media del abuso del extremadamente rico, sólo que el “daredevil” se pone en peligro sobre todo a él mismo mientras que el excesivamente rico nos pone en peligro a todos. En mi barrio, para dar otro ejemplo de cómo la mentalidad de la ausencia de límites ha impregnado a todo el conjunto social, un grupo de mensajeros que de día entregan Rappi, de noche se transmuta en una banda de harlistas, Hells Angels en motos chinas. Viven esa vida expansiva. No se duerme gracias al ruido que provocan. Pero qué importa…están viviéndola toda.

Hemos desligado como grupo humano nuestra capacidad contributiva al núcleo social de nuestro valor como personas. De hecho, lo hemos invertido abiertamente: entre menos se contribuya al grupo, más estima se deriva de este, como se ve claramente en el caso de Kim Kardashian o de quienes han hecho sus fortunas con fondos, rentistas, personas que compran empresas para desmantelarlas despidiendo a miles, una suerte de carroñeros de las inversiones. Sólo unos pocos millonarios reconocen su propia inutilidad; Warren Bufett, sexto en la lista de Forbes, bromeaba diciendo que era mucho más rentable tener un computador que hiciera compañías a una compañía que hiciera computadores. Reconocía que en el Neolítico sus habilidades no hubieran valido nada: Ug saber ubicar mamut; Warren saber ubicar capitales de inversión. El único en dicha lista cuyo negocio aún tiene relación con el mundo de las cosas (para usar la expresión del filósofo Edmund Husserl), y que comenzó haciendo delantales, es Amancio Ortega, el dueño de Zara.

Esta peculiaridad del empeño inoficioso emprendido sin motivo alguno no es nuevo. La podemos rastrear hasta los faraones egipcios. Quemaron el excedente de trabajo productivo humano en obras sobredimensionadas y apoteósicas como las pirámides. Hoy intentamos ir a Marte. Cuesta trabajo creer que nuestros millonarios son proporcionalmente mucho más ricos que los faraones de Egipto. Ya no hay descendientes del Sol por ahí reclamando derechos divinos, al menos no en la Bolsa de Valores. Pero seguimos teniendo lo que el filósofo sueco Alexander Bard llama niños faraones, personas —y no tienen que ser jóvenes ni hombres, el caso de Elizabeth Holmes de Theranos es diciente— con un poder ilimitado y sin perspectiva, un efecto de la desconexión entre mundo y valía. Denle a un niño poder sin perspectiva, y pondrá a otros a construir sus pirámides por él. Nuestras pirámides son más abstractas, menos visibles que las de Keops, Kefren y Miserinos, pero tienen en común con las egipcias que nunca están construidas por el niño faraón. Sam Bankman Fried dilapidó la fortuna de miles de personas que habían construido su emporio. Nunca mostró arrepentimiento. Por el contrario, al ser encarcelado declaró que con ese acto la humanidad había perdido una enorme oportunidad.

Nos harán creer que el trabajo colectivo entregado fue voluntario, a veces incluso hecho con amor. Pasé unos días en el Rajastán en India, luego de asistir a una charla hace unos años. En medio de la nada, de este desierto que se atraviesa en avión durante cinco largas horas, aparecen en la arena como espejismos, palacios de los príncipes locales, rodeados de manantiales de agua. Estando en uno de esos enclaves llamado el Palacio Suryagarh, cerca de Jaisalmer, alguna vez me puse a detallar el fino trabajo de tallado en piedra de las paredes. De la piedra caliza, similar a la que rodea a Bogotá, constructores hacían casi una cota de malla. Le pregunté al dueño del lugar, un príncipe muy joven que lucía un Armani y un poderoso par de gafas de sol, quién había hecho ese delicado trabajo y cuánto le había costado. Asombrado y con una sonrisa un tanto indignada me contestó que los locales, claroy lo hicieron encantados de haber contribuido a crear ese oasis en donde yo estaba parado.

Al igual que en el antiguo Egipto, gran parte de las grandes fortunas contemporáneas están construidas sobre el muy viejo concepto del trabajo esclavo. No tiene otro nombre. Suena quejumbroso y radical, pero considérese el trabajo que hace un empleado en una planta de Amazon. Según el apasionante relato del podcast Radiolab (escuchar abajo: episodio “Brown Box”, mayo 13 del 2021), en una bodega del tamaño de 17 canchas de fútbol, recorre durante el día más de 19 kilómetros en busca de la basura que todos pedimos en línea. Almuerzan durante 29 minutos y 59 segundos, tiempo que al ser sobrepasado los pone en la lógica de “los tres memos” antes del despido. Ese tipo de esclavitud contemporánea es el origen de la fortuna de Jeff Bezos.

El apasionante testimonio de inmersión de Mike Daisy, censurado en la red, (abajo una versión recuperada de Internet Archive), quien posó como Investor Capitalist para adentrarse en la fábrica desmedida, cuenta cómo nuestros adorados iPhones están hechos en la planta de Foxconn en China, una que alberga a más de medio millón de personas, y en donde han tenido que instalar mallas alrededor de los dormitorios dada la pandemia de suicidios.

Los patrimonios corporativos y personales de los grandes CEO, a pesar de que los vemos como jugadores de un ajedrez en cuarta dimensión mientras nosotros jugamos en un pobre tablero euclidiano de dos dimensiones, no hay que olvidarlo, difícilmente son construidos sobre la genialidad. Las cabezas corporativas frecuentemente juegan un rol más motivacional, más “proactivo”. Se han beneficiado de toda la información, creatividad de una organización de base, a menudo con miles de personas trabajando que han acordado delegar toda idea nueva a la organización. Esta se presenta como una pirámide por el simple hecho de que todo ello “escala”; eventualmente cada idea valiosa llega a la cima de la organización. Como bien lo recuerda Naomi Klein en su genial libro No Logo, los CEO, en esencia, tienen la tarea de crear significado de marca, el acto principal de producción, y como tal su labor consiste en esparcir una mitología corporativa: no somos un bluejean, somos un estilo de vida (Diesel); nuestro negocio es el tiempo, no hacer relojes (Swatch), No pain, no gain (Nike) etc. ¡Y luego los filósofos somos los difusos inútiles que hablamos naderías!

Tampoco son “genios estables” estos billonarios. Jon Ronson, en uno de los libros más entretenidos que se hayan escrito sobre un tema duro, cual es la psicopatología y sus manifestaciones sociales, The Psychopath Test, en su búsqueda de psicópatas no sólo socialmente aceptados sino abiertamente exitosos, se topa con el CEO de la productora de electrodomésticos SunBeam, Al Dunlap, un hombre que les disparaba a las sillas vacías de quienes no habían asistido a sus reuniones, que se “pedía” despedir en persona a los que deponían —12.000 en 1996—, el mismo número de individuos que Zuckerberg despidió de Meta en el 2022.

Los mecanismos son complejos y no se ven, pero cuando un individuo amasa una fortuna enorme, no solo crea un desbalance de poder, sino que es preciso considerar que su riqueza proviene de algún lugar. No está generada por la genialidad unidimensional ni por las “capacidades organizativas” sin precedentes de un solo individuo. O no al menos exclusivamente y, a decir verdad, tampoco mayoritariamente. El trabajo de nadie, si se mide bajo su haz de rendimiento, puede costar —no los produce— US$ 2′683.760,68 vs. los US$ 17 centavos la hora (dato del documental “The Corporation” (2006)) que recibe un trabajador en una maquila en Bangladesh o la India. Si se quiere un argumento que no es moral, uno basado en el mismo liberalismo, el trabajo de los seres humanos, si bien difiere en su grado de destreza, habilidad, creatividad, no difiere en una escala de 15 millones a 1, como sugerirían los números anteriores.

En Colombia se nos hace normal que un abogado gane entre treinta y cien veces lo que gana un maestro de escuela. Gran parte de la justificación de dicha anomalía viene de personas que se creen profesores porque han dictado una conferencia en el salón de un hotel, pero quien haya tenido que levantarse día tras día a pararse frente a un grupo de chicos de 8 años o de 16 sabrá que el sueldo del abogado debería ser el de él. En pocas palabras, si volvemos al caso extremo de desigualdad, nadie es 15 millones de veces más ingenioso, inteligente y creativo que nadie más.

Si hay un Dios, dice John Locke, no puede haber sido tan perverso de crearnos de tal manera que nuestro trabajo no baste para sostenernos. Debía haber una armonía preestablecida entre el trabajo y la supervivencia. En el mismo orden de ideas, dice Locke, la misma Ley Natural creó una limitación originaria a la propiedad porque no tiene sentido tener más casas que aquellas en las que puede uno dormir, más caballos de los que puede montar y más manzanas de las que puede uno comer. No son palabras mías; están claramente consignadas en el texto que da nacimiento al liberalismo político y económico, muy anterior a La Riqueza de las Naciones de Adam Smith, llamado el Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil. Hay un absurdo profundo en la tenencia excesiva, así como en la escasez igualmente descomunal que la acompaña.

En Colombia hablamos del salario mínimo. Desconocemos casi por completo que la idea es tomada del socialismo francés en el cual se habló prioritariamente del salario máximo, un esfuerzo limitariano, la idea muy debatida hoy de la filósofa belga Ingrid Roybens de limitar la riqueza extrema. Pero claro que una discusión sobre el salario máximo y la desigualdad de ingreso son debates sobre nuestras prioridades políticas, sociales y educativas. Y es por eso que todo el mundo la quiere evitar: será difícil no argumentar que la riqueza extrema ha de limitarse en pos del beneficio colectivo (si es que esas palabras del código civil, incluso del colombiano han de tener sentido: “el bien público ha de primar sobre el particular”). ¿Cómo alegar a la luz de lo que sucede hoy, que no crea desbalances de poder que nos ponen en peligro a todos? La generación actual parece haberse convencido de que la desigualdad es insoluble. Se oyen quejas estruendosas cuando alguien insulta la forma de vida de los gais, pero poco importa la desigualdad de ingreso rampante y ciertamente no hay problema con las nuevas estratificaciones, como la sala VIP, o el simplemente gastar cantidades astronómicas en un almuerzo. Yo tengo derecho a todo ello…

La pobreza nos parece hoy como la gripe. Ya lo decía Julio Mario Santo Domingo en una entrevista; es un resultado del vivir… y es inevitable. ¿Pero es justo que unos vivan con gripa todo el tiempo mientras que otros están, por así decirlo, vacunados de por vida? Ok… terminé hablando de la justicia, una categoría ética. Diré en mi defensa que se puede enfocar como una categoría jurídica. Platón se preguntó justamente esto: ¿los ricos son ricos por una pericia especial? ¿La adquisición de riqueza siempre se trata de un caso de mérito? ¿Es justo que los ricos sean ricos? Se lee en El Menón de Platón esto, en donde Sócrates debate con un prepotente niño rico llamado Menón:

SÓCRATES. —Veamos entonces también esto, y si estás en lo cierto al afirmarlo: ¿dices que la virtud consiste en ser capaces de procurarse las cosas buenas?

MENÓN. —Así es.

SÓCRATES. —¿Y no llamas cosas buenas, por ejemplo, a la salud y la riqueza?

MENÓN. —Y también digo el poseer oro y plata, así como honores y cargos públicos.

SÓCRATES. —¿No llamas buenas a otras cosas, sino sólo a ésas?

MENÓN. —No, sino sólo a todas aquellas de este tipo.

SÓCRATES. —Bien. Procurarse oro, entonces, y plata, como dice Menón, el huésped hereditario del Gran Rey, es virtud. ¿No agregas a esa adquisición, Menón, las palabras «justa y correctamente», o no hay para ti diferencia alguna, pues si alguien se procura esas cosas injustamente, tú llamas a eso también virtud?

MENÓN. —De ninguna manera, Sócrates.

SÓCRATES. —¿Vicio, entonces?

MENÓN. —Claro que sí.

SÓCRATES. —Es necesario, pues, según parece, que a esa adquisición se añada justicia, sensatez, piedad, o alguna otra parte de virtud; si no, no será virtud, aunque proporcione cosas buenas.

Agreguemos entonces a la acumulación de riqueza la condición socrática de justicia, sensatez y piedad. No es sólo pericia lo que demanda la acumulación de una gran fortuna. Es también hacerlo como decía Gandhi con una cierta “solvencia moral”. Esto uno lo ve o no lo ve. Bien, he roto mi promesa de no hablar de razones morales. Me defenderé diciendo que ni siquiera es un argumento totalmente moral, sino uno que tiene que ver con las reglas, la llamada deóntica: es fácil ganar al tenis si se juega sin malla, de la misma manera será sencillo acumular una fortuna si la exprimo de otros a través de la extorsión o algunos métodos similares. Hasta para delinquir hay que ser astuto se dirá, y la astucia demanda una cierta clase de habilidad. Concedido. Pero decía el pintor Francis Bacon que una de las mayores inconsistencias de la sociedad actual provenía de confundir astucia con inteligencia. Yo creo que nosotros hemos ido un paso más allá. Como bien lo explicó Hannah Arendt, creemos que el malvado, lejos de ser un tonto, es una suerte de genio, un aventajado… lo que ella desarrolló dentro de su teoría de la Banalidad del Mal.

Pero no nos vayamos tan lejos como el delito. Quedémonos con algo muy afín a la perversidad, una legal. Hablemos así, por un momento, de la riqueza lograda a través de las corporaciones, la cual redunda al fin y al cabo en bolsillos individuales. No toda se genera en la venta y comercialización pura y dura de mercancías o servicios. Considérense los así llamados seguros COLI (Corporate Owned Life Insurance). Para muchos será una sorpresa —para mí lo fue— descubrir que compañías como Wallmart, Procter & Gamble y Disney aseguran a sus empleados por altas sumas de dinero. Si el empleado muere, la compañía —no la familia— recibe una pequeña fortuna que puede ser del orden de los US$ 300.000, como bien lo explica Michael Sandel en Lo que el dinero no puede comprar. La compañía no tiene que avisarle al empleado que lo asegura, y mucho menos a su familia una vez recibida la póliza. Todo es ganancia. Para aquellos que no encuentran problema alguno acá, seguramente mis argumentos serán inocuos. Pero a algunos nos produce una pizca de inseguridad “existencial” —por decir lo menos— que otros deriven grandes ganancias apostándole a nuestra muerte.

Podría uno seguir produciendo ejemplos de los peligros y las distorsiones de la extrema acumulación de riqueza, sus métodos y alcances, sobre todo ahora que se ha vuelto un “hobbie” de los millonarios llegar a los cargos políticos, como hace 20 años era darle la vuelta al mundo en un globo de helio o bajar al Titanic. ¿Pero hace falta demostrar que riqueza y categorías como inteligencia, mérito, decencia y bienestar colectivo no necesariamente vienen de la mano luego de Donald Trump?

Bien, terminé hablando de ética. No lo pude evitar. Pero para los que aún la tenemos, evocarla de vez en cuando, como en un viejo club de nostálgicos, nos gusta… y nos da de qué hablar con otros para los cuales no es una caduca y ridícula maña ensombrecida por lo que Chesterton consideraba el más detestable misticismo del que es capaz una sociedad: el misticismo del dinero

* Filósofo, ensayista y divulgador colombiano. Profesor de argumentación y pensamiento moderno en diferentes universidades; tallerista sobre temas de actualidad con miradas desde la filosofía. Su más reciente libro es La Era de la Ansiedad (Ariel, 2023).

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Por Roberto Palacio*, especial para El Espectador

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Watasabi(56195)27 de abril de 2025 - 02:00 p. m.
Magnífica reflexión
jomavasu(adh7f)27 de abril de 2025 - 02:49 a. m.
Nadie se hace rico solo, se apropia del trabajo de los demas
Eugenio Valencia Echeverri(20023)27 de abril de 2025 - 12:31 a. m.
Excelentísimo. Gracias.
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