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Leviatán, dirigida por Andrei Zvyagintsev, era una posible ganadora del Óscar a mejor película extranjera. Era posible porque, dada la corrección política de los premios Óscar, el galardón habría respaldado la protesta política y social de su argumento, que sucede en Rusia y retrata a un estado corrupto y desequilibrado. Sin embargo, ganó Ida, el filme del polaco Pawel Pawlikowski, en el fondo por un tema políticamente correcto: la memoria y el Holocausto. A pesar de sus diferencias, Leviatán es una producción con un profundo poder poético y tal vez habría sido una ganadora más justa. Su historia recoge la lucha de Kolia (Alexei Serebryakov), un ciudadano del sur de Rusia, cuya única posesión es una casa que perteneció a su familia y que el alcalde de su zona quiere expropiar. En dos horas y veinte minutos, Zvyagintsev presenta a un monstruo de apetito extremo —el Estado— batallando contra una de sus pequeñas criaturas: un ciudadano acompañado de un abogado moscovita.
¿Cuál es el leviatán? Pueden ser los celos, la envidia, el poder, el ego, la rabia. Todos son muestra de pequeños monstruos que habitan en ese mundo casi infernal, frío y desahuciado en el norte de Rusia. Por eso las imágenes —al principio y cada tanto durante el filme— del mar rompiéndose en la orilla, de las montañas duras y tercas, de los botes esqueléticos, atracados sobre tierra seca. El aire es gris y triste, y también los hombres que lo conforman. La vida es tan lenta y tan breve —en cada escena Zvyagintsev se toma su tiempo para posicionar a sus personajes, sus ánimos—, y en cambio el espacio que habitan esos hombres es eterno.
Esos planos generales, el sonido propio de la naturaleza, juegan aquí como un modo de sobrellevar al monstruo. Son el justo antónimo de una vida que quiere aparecer insignificante —Vadim, el alcalde alcohólico interpretado por Roman Madyanov, conversa una noche con Kolia como si se tratara de un perro malcriado— y que en realidad es grandiosa y única en su tristeza. Es justo en ese espacio natural, al borde del mar, donde Kolia descubre que su abogado, Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), le hace el amor a su esposa, y lo golpea. Pero la secuencia de los golpes no existe. Sólo se escucha una AK-47 cantando a balazos, y al fondo está el mar y más cerca una mujer que se asusta y un niño curioso. Por eso el policía quiere disfrutar del silencio: porque es el único modo de apaciguar al leviatán que llevan dentro.
Pero también Zvyagintsev tomó la amable licencia poética de presentar el estado de ánimo de sus personajes —incluso su total perdición al final— a través de esa naturaleza. Cuando Lilia (Elena Lyadova), la esposa de Kolia, se va de la casa, la escena siguiente resulta ser una metáfora muy acertada: justo ahí Zvyagintsev retrata de nuevo las olas rompiendo contra la montaña y un animal masivo saliendo del mar y sumergiéndose de nuevo. Es el monstruo que sale, se refresca y vuelve a casa.
Sus personajes parecen no contenerse ni en la victoria ni en la pérdida: Kolia pierde y es botado en prisión; Kolia gana y al día siguiente golpea a su abogado; el policía se siente feliz por su cumpleaños y decide romper todas las botellas, a los lejos, a balazos. El leviatán es, en este filme, el modo más sencillo de definir los vicios: los del Estado, los de los hombres. “¿Puedes capturar a un leviatán con un anzuelo o amarrar su lengua con una cuerda? —dice un versículo de Job, en boca de uno de los personajes— ¿Te rogará misericordia? ¿Te hablará con palabras gentiles? Nada en la tierra lo iguala. Es rey sobre todos los soberbios”.
Como los personajes, también la naturaleza va volviéndose más inamovible, más encerrada en sí misma. Es imposible poner cara al leviatán; el monstruo mítico desprecia el impulso violento de los hombres, lo toma por burla, lo sabe mínimo. Dmitri, el abogado, intenta amenazar a Vadim, arrinconarlo y forzarlo a pagar mucho más dinero por el hogar de Kolia, dado que parece imposible que desista de expropiarlo. Le recuerda su pasado, ciertas venganzas de antaño. Pero Dmitri olvidó que también dice Job sobre el leviatán en uno de sus versículos: “Animal hecho exento de temor”.
jtorres@elespectador.com